Capítulo décimo tercero
Quelques fleurs
Los caballeros se levantaron de sus asientos como una exhalación.
−¡No te había visto, querida! −dijo el señor Monguió−. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
−¡No no! −dijo Rosser, con una amplia sonrisa en la boca. A pesar de sus labios delgados, su hermosa dentadura, de dientes grandes, blancos y sanos, iluminó el gabinetito como si alguien hubiera encendido una luz−. No sabía que estuviese aquí, tío −dijo, y se acercó a darle un beso en la mejilla. El largo collar de perlas sonó al rozar el mármol como la lluvia cuando repiquetea en los cristales.
−Señorita, si su tío tarda un segundo más en presentarnos creo que me voy a desmayar −dijo Leopoldo, y ensayó una lenta reverencia.
−¡Tarda un poco, tío, a ver qué pasa! −dijo, divertida, Rosser. Todos rieron como si por fin les hubieran dado permiso. El señor Monguió procedió a las presentaciones. Los hombres se desarrugaban la chaqueta con disimulo y le tendían a Rosser la mano como si les estuvieran concediendo un premio. El más seco fue Rodolfo. Leopoldo se dio perfecta cuenta, y en otras circunstancias eso habría sido suficiente para prolongar la carcajada con sus bromas pesadas, pero esta vez sólo tenía palabras para Rosser.
−Russé −pronunció el marqués, en perfecto acento de Sitges.
−Sí −dijo don Victoriano Redondo−, es el equivalente a Rosario en castellano.
−No −dijo Rosser−. Significa rosal. Ni siquiera rosa, fíjese. Rosal −dijo Rosser, y volvió a sonreír. El marqués medía al milímetro sus intervenciones, y de momento prefirió quedar sonriente y callado.
−¡Desde luego, señorita, ya no volveré a fiarme de su señor tío! −dijo el doctor Trallero−. Él solo nos dijo que usted estaba bien de salud, pero no nos dijo que fuera usted el paradigma de la sanidad, y yo, como profesional de la materia, certifico que...
−Muchas gracias, caballero… −dijo Rosser, que se puso de perfil para aspirar un poco y soplar delgados hilos de humo en dirección al piano; luego se volvió a Trallero− …pero no es nada que daba agradecerle a la ciencia médica, se lo aseguro.
El marqués salió de su asiento y llamó al camarero adelantando mucho el pecho. Después quitó la gabardina de su silla y la gorra de tweed y ofreció su asiento a Rosser.
−¿Desea tomar algo la señorita? −dijo el marqués, inclinando nuevamente la cabeza, con una mano en la espalda y la otra como si sostuviera un trapo blanco de camarero. Pau Monguió pensó si aquellas alharacas no llevarían veneno en la cola, pero Rosser no dejaba margen para las sospechas. Aceptó el ofrecimiento del marqués, y se sentó sin apartar la vista del lagarto.
−Haga el favor de traerme un agua de limón, si es tan amable −continuó la broma Rosser, pero siguió mirando el lagarto− ¡Pero qué cosa tan bonita! −dijo.
−¡Es de hierro! −dijo Timoteo Bayo. Pásele usted la mano con los ojos cerrados, señorita, y verá qué sensación tan especial.
Rosser hizo caso del señor Bayo. El marqués se había sentado en la silla vacía, justo enfrente de ella, y la vio cerrar los ojos y se estremeció con el dibujo de los capilares de las venas de los párpados, con la blancura de la piel. Rosser pasó dos dedos por el lomo del lagarto, primero uno, blanco y muy delgado, sin esos diminutos amorcillamientos que tanto afeaban, a gusto del marqués, las manos de las mujeres; pero también curvo, libre del avasallamiento de los huesos, como los dedos nacarados de las vírgenes que Leopoldo llenaba de flores para sacarlas en las procesiones. Los labios de Rosser mostraban el mismo grado de placer que de concentración, se tensaban tratando de apurar al límite las sensaciones de sus dedos, y se relajaban al comprobar que todo era hermoso y perfecto. Al mismo tiempo que sus párpados se desplegó su sonrisa, y para entonces un dulce aroma de violetas había invadido el gabinete. El marqués, impaciente con el camarero, fue a buscar a la barra la limonada. Cuando el perfume llegó a la nariz de Timoteo Bayo, el droguero recompuso su mejor sonrisa y dijo:
−Don Pablo, ¿cree usted que faltaré al respeto de su sobrina si le pregunto por el nombre del embriagador perfume que lleva puesto? Mis intenciones, como usted se puede imaginar, son muy egoístas, don Pablo. Tan sólo quiero encargar que me traigan todos los frascos que haya disponibles en la casa que los fabrique, allá donde quiera que se encuentre.
−Pues es bien fácil, señor…
−¡Bayo!, ¡Timoteo Bayo!, mi casa es uno de los primeros trabajos de su tío en la ciudad, está aquí, a la vuelta, en la calle del Pozo, en la placita esa de arbolillos donde suelen ir a jugar los niños, esa casa azul…
−Es un perfume nuevo, señor Bayo, Quelques fleurs, de Houbigant. Tome −dijo Rosser, y para sorpresa y regocijo de todos, acercó su muñeca a la nariz de don Timoteo−¡Adoro ese azul ultramar de su casa, señor Bayo! −dijo Rosser−. Le felicito por haber dejado a mi tío que pintase la fachada entera con ese color.
−Es verdad −terció Monguió−. En el Ayuntamiento, después de que consiguiésemos que nos la dejaran pintar, que esa fue otra, querían que le diésemos un tono pastel. ¡Un tono pastel, por el amor de Dios!
−Son unos bárbaros −subrayó don Rodolfo, con amago de retintín, y apuró su culo de coñac.
−Los tonos pastel son propios de cobardes −metió baza el doctor Trallero−. No hay nada como los colores naturales, sean lo fuertes que sean.
−Bueno −continuó Pau Monguió−, el caso es que costó convencerlos una cosa seria. Ahora se dan cuenta de que ese azul es el mismo color que el de la cúpula de San Pedro, el mismo pigmento que se cuece con el barro. Todo el mundo ve ese color en su casa pero todo el mundo temía que un edificio entero lo llevara.
El marqués apareció delante del piano con una bandeja redonda, sosteniendo a duras penas una jarra de limonada con forma de junco y boca de gladiolo, y un vaso tallado con motivos primaverales. Don Victoriano Redondo intentó decir algo.
−Hablando de barro, ¿saben que el joven Domingo Punter ha abierto un alfar en las Ollerías del Calvario?
−Señorita −dijo el marqués, dando la espalda a Rodolfo para mirarla un poco más de frente−, me preguntaba, ahora, mientras iba haciendo equilibrios con la bandejita, si su tío le habría hablado ya de mis buganvillas. Debo decir que sólo las cultivo para que, alguna vez, puedan verlas personas como usted.
Pau Monguió quedó quieto, con los ojos abiertos, esperando que alguien cambiara pronto de conversación.
−Sí, sí…
−¿Dónde ha dicho, las Ollerías de qué? −dijo Rosser, que se había dado cuenta de los titubeos de su tío.
−¡Ollerías del calvario! −dijo el señor Redondo, levantando los brazos, como para empezar una cancioncilla−, está a las afueras de la ciudad, cerca de la rambla de San Julián. Está, como si dijéramos, fuera de la ciudad, y no es, ciertamente, un lugar muy recomendable para una dama.
−¿Le gusta? −cortó el marqués, alargando su dedo hasta el lagarto, y acariciándole la cabeza.
−¿Quién lo ha fundido?
El marqués dudó un momento, lo suficiente para ir desplegando poco a poco la sonrisa. El paulatino desplegamiento de la sonrisa resultó un tanto así de artificioso.
−Uno de nuestros héroes locales, don Matías Abad −dijo Leopoldo, que ya no se acordaba de fingir−, gran amigo de su tío, con el que me han dicho, por cierto, que andan en conversaciones para el barandado del Círculo Mercantil, que tengo entendido que va a ser obra de arte impresionante. Pero yo no voy a dejar de vigilarlo hasta que funda las rejas de la nueva portada de la Catedral, ¿verdad, don Pau?
−La reja está muy avanzada. Sólo me faltan los remates de arriba, las flores con las que la quiero terminar. Estoy escogiendo todavía el tipo de flor que más pueda ir con el entorno y…
−Y usted qué opina, señorita Rosser −dijo el marqués, dispuesto de nuevo al ataque−, ¿Quelque fleur le iría bien a nuestra catedral? No necesitamos a un erudito en botánica eclesiástica, sino a alguien como usted, alguien que antes de salir de casa repasa la Gazzette du bon ton, como debe ser.
−Es la revista preferida de tía Guillermina, ¿verdad, tío? A mí me parece un poco petulante.
−Oh… −dejó caer don Rodolfo, que no perdonaba una.
El marqués no se dio por vencido.
−Pues a mí, si me lo permite, me ha parecido ver esa magnífica blusa de encaje entre los figurines de la Gazette du bon ton.
−Esta blusa es también de mi tía. Yo vine con cuatro cosas. Por las mañanas asalto el vestidor y escojo un surtido. ¿Le parece que tengo buen gusto? −añadió Rosser, con media sonrisa coqueta−. Estos días que no salía de casa me dio por la costura. He estado reconvirtiendo algunos vestidos viejos de mi tía.
−A eso se le llama regeneracionismo, sí señor −dijo Rodolfo. Todo el mundo lo miró como si su comentario hubiera sido impertinente.
−Bueno, bueno −se adelantó el marqués, pasándose los dedos por las puntas de su cuello Robespierre, en actitud regia y sumisa− estábamos con la flor, avec les fleurs. ¿Quelque fleur es que vous…−al marqués no le salía el verbo, y dudaba del demostrativo.
−De acuerdo, acepto −dijo Rosser, y volvió a dar una calada de perfil−. Buscaremos esa flor. Será muy divertido.
Los hombres celebraron la decisión de Rosser con ademanes y alharacas, y aplaudieron golpeando el mármol con una mano. Don Timoteo golpeaba con la cazoleta de la pipa.
−¿Verdad que sí, tío? Iremos de excursión como cuando estabas con los planos del señor Ferrán?
Pau Monguió abrió mucho los ojos y se echó un punto en la boca.
−¿Cómo acá? −dijo el doctor Trallero.
−¿El señor Ferrán? Señor Monguió, cuéntenos todo ahora mismo, sabe que de entre estos cristales no ha de salir −dijo don Victoriano.
El marqués no dijo nada. Se recostó de nuevo en su asiento, en actitud hierática y distante, aunque educada.
−En fin, Rosser, no sé si yo debo…
−Pues claro que debes, tío. Está proyectando un edificio maravilloso. Pero no tienes por qué decir cómo será. Sólo quiero que les cuentes a estos señores lo que nos pasó en Albarracín.
−En fin, allá vamos −dijo Pau Monguió. Don Rodolfo aprovechó el preámbulo para pedirle al camarero que trajera otra frasca de vino. Eran ya las siete de la tarde, y tras los cristales del gabinetito se oía crecer el rumor de las tertulias y el humo de los puros. Pronto se vieron las grandes plumas de los sombreros por encima de las cristaleras, y en la zona del piano se vinieron a sentar unos señores con bombín negro y unas mujeres muy tapadas−. Debo decir que se trata sólo de un proyecto. El señor Ferrán, en fin, todos sabemos que su casa da a la plaza del Mercado, pero por abajo, en fin, llega hasta la calleja de la librería Manantial. Entonces, según lo que me pidió el señor Ferrán, yo me encontré con el impedimento de que ese edificio sólo podría verse desde abajo, quiero decir que debía diseñar la fachada no para el vecino de enfrente sino para los paseantes de la calle, y ese problema me tenía francamente preocupado. Pero entonces sucedió que vino Rosser, y como la pobre −en este punto el señor Monguió tomó la mano de su sobrina, que llevaba desde que llegó apoyada en el lagarto− vino tan delicada de Barcelona, decidimos dar paseos por el monte. Un día fui a enseñarle unos abrigos muy curiosos que…, en fin, este sería otro tema; digo que un día, en la sierra, paseábamos entre aquellos imponentes peñascos que son como barcos varados, como enormes quillas que se van esmerando con el tiempo, pero siempre les quedan marcadas las líneas del agua. Eran imponentes desde abajo… pero no tanto cuando, si caminábamos hasta un cerro cercano, o nos subíamos a alguna otra formación de rodeno, la mirábamos de frente. Desde abajo había un dramatismo que desde arriba pasaba desapercibido.
Don Pablo dio un sorbo a su vaso de vino para dar su historia por concluida, y todos se movieron en sus asientos en señal de aprobación.
−¿Usted cree…?, perdón, no me acuerdo de su nombre.
−Leopoldo.
−¿Usted cree, Leopoldo, que su amigo Matías Abad forjaría cualquier flor que le llevásemos?
−Por supuesto.
−Aquel día vi en el monte mariposas con dibujos que me gustaría ver en los balcones. Tengo que convencer a mi tío de que mire más en las cortezas de los árboles, en las pieles de los lagartos, en esas líneas escondidas que son propias de cada lugar. Tío, tienes que sacar esos dibujos escondidos. Tienes que ponerlos en las ventanas y en las casas, a la vista de todos. −dijo Rosser, sin dejar de sonreír.
−Esa flor que usted escoja −dijo el marqués, arrastrando las palabras− estará en el mejor búcaro posible, la puerta de la Catedral.
−Eso da lo mismo −le contestó Rosser, cerrando los labios, con actitud fresca y desafiante−. El arte, caballero, empieza en esa escupidera de barro, en este frasco de vino tinto, en este lagarto de hierro. Cualquier flor del campo le sentaría bien a Dios.
−Así se habla −dijo don Rodolfo.
Rosser se despidió porque había quedado en encontrarse con Pilarín Sangüesa. Todos se levantaron para agasajarla.
−Perdón, señorita −dijo el marqués, bajando la mirada, y tomando en sus manos el lagarto con delicadeza−. Se olvida esto. Es un regalo. Acéptelo, por favor.
−Muchas gracias, Leopoldo, eres muy amable −le dijo Rosser, mientras se sacaba el digarrillo de la boquilla negra−. Pero, si eres tan amable, ¿te importaría llevármelo a mi casa?
−Inmediatamente, Rosser, inmediatamente.
−¡No te había visto, querida! −dijo el señor Monguió−. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
−¡No no! −dijo Rosser, con una amplia sonrisa en la boca. A pesar de sus labios delgados, su hermosa dentadura, de dientes grandes, blancos y sanos, iluminó el gabinetito como si alguien hubiera encendido una luz−. No sabía que estuviese aquí, tío −dijo, y se acercó a darle un beso en la mejilla. El largo collar de perlas sonó al rozar el mármol como la lluvia cuando repiquetea en los cristales.
−Señorita, si su tío tarda un segundo más en presentarnos creo que me voy a desmayar −dijo Leopoldo, y ensayó una lenta reverencia.
−¡Tarda un poco, tío, a ver qué pasa! −dijo, divertida, Rosser. Todos rieron como si por fin les hubieran dado permiso. El señor Monguió procedió a las presentaciones. Los hombres se desarrugaban la chaqueta con disimulo y le tendían a Rosser la mano como si les estuvieran concediendo un premio. El más seco fue Rodolfo. Leopoldo se dio perfecta cuenta, y en otras circunstancias eso habría sido suficiente para prolongar la carcajada con sus bromas pesadas, pero esta vez sólo tenía palabras para Rosser.
−Russé −pronunció el marqués, en perfecto acento de Sitges.
−Sí −dijo don Victoriano Redondo−, es el equivalente a Rosario en castellano.
−No −dijo Rosser−. Significa rosal. Ni siquiera rosa, fíjese. Rosal −dijo Rosser, y volvió a sonreír. El marqués medía al milímetro sus intervenciones, y de momento prefirió quedar sonriente y callado.
−¡Desde luego, señorita, ya no volveré a fiarme de su señor tío! −dijo el doctor Trallero−. Él solo nos dijo que usted estaba bien de salud, pero no nos dijo que fuera usted el paradigma de la sanidad, y yo, como profesional de la materia, certifico que...
−Muchas gracias, caballero… −dijo Rosser, que se puso de perfil para aspirar un poco y soplar delgados hilos de humo en dirección al piano; luego se volvió a Trallero− …pero no es nada que daba agradecerle a la ciencia médica, se lo aseguro.
El marqués salió de su asiento y llamó al camarero adelantando mucho el pecho. Después quitó la gabardina de su silla y la gorra de tweed y ofreció su asiento a Rosser.
−¿Desea tomar algo la señorita? −dijo el marqués, inclinando nuevamente la cabeza, con una mano en la espalda y la otra como si sostuviera un trapo blanco de camarero. Pau Monguió pensó si aquellas alharacas no llevarían veneno en la cola, pero Rosser no dejaba margen para las sospechas. Aceptó el ofrecimiento del marqués, y se sentó sin apartar la vista del lagarto.
−Haga el favor de traerme un agua de limón, si es tan amable −continuó la broma Rosser, pero siguió mirando el lagarto− ¡Pero qué cosa tan bonita! −dijo.
−¡Es de hierro! −dijo Timoteo Bayo. Pásele usted la mano con los ojos cerrados, señorita, y verá qué sensación tan especial.
Rosser hizo caso del señor Bayo. El marqués se había sentado en la silla vacía, justo enfrente de ella, y la vio cerrar los ojos y se estremeció con el dibujo de los capilares de las venas de los párpados, con la blancura de la piel. Rosser pasó dos dedos por el lomo del lagarto, primero uno, blanco y muy delgado, sin esos diminutos amorcillamientos que tanto afeaban, a gusto del marqués, las manos de las mujeres; pero también curvo, libre del avasallamiento de los huesos, como los dedos nacarados de las vírgenes que Leopoldo llenaba de flores para sacarlas en las procesiones. Los labios de Rosser mostraban el mismo grado de placer que de concentración, se tensaban tratando de apurar al límite las sensaciones de sus dedos, y se relajaban al comprobar que todo era hermoso y perfecto. Al mismo tiempo que sus párpados se desplegó su sonrisa, y para entonces un dulce aroma de violetas había invadido el gabinete. El marqués, impaciente con el camarero, fue a buscar a la barra la limonada. Cuando el perfume llegó a la nariz de Timoteo Bayo, el droguero recompuso su mejor sonrisa y dijo:
−Don Pablo, ¿cree usted que faltaré al respeto de su sobrina si le pregunto por el nombre del embriagador perfume que lleva puesto? Mis intenciones, como usted se puede imaginar, son muy egoístas, don Pablo. Tan sólo quiero encargar que me traigan todos los frascos que haya disponibles en la casa que los fabrique, allá donde quiera que se encuentre.
−Pues es bien fácil, señor…
−¡Bayo!, ¡Timoteo Bayo!, mi casa es uno de los primeros trabajos de su tío en la ciudad, está aquí, a la vuelta, en la calle del Pozo, en la placita esa de arbolillos donde suelen ir a jugar los niños, esa casa azul…
−Es un perfume nuevo, señor Bayo, Quelques fleurs, de Houbigant. Tome −dijo Rosser, y para sorpresa y regocijo de todos, acercó su muñeca a la nariz de don Timoteo−¡Adoro ese azul ultramar de su casa, señor Bayo! −dijo Rosser−. Le felicito por haber dejado a mi tío que pintase la fachada entera con ese color.
−Es verdad −terció Monguió−. En el Ayuntamiento, después de que consiguiésemos que nos la dejaran pintar, que esa fue otra, querían que le diésemos un tono pastel. ¡Un tono pastel, por el amor de Dios!
−Son unos bárbaros −subrayó don Rodolfo, con amago de retintín, y apuró su culo de coñac.
−Los tonos pastel son propios de cobardes −metió baza el doctor Trallero−. No hay nada como los colores naturales, sean lo fuertes que sean.
−Bueno −continuó Pau Monguió−, el caso es que costó convencerlos una cosa seria. Ahora se dan cuenta de que ese azul es el mismo color que el de la cúpula de San Pedro, el mismo pigmento que se cuece con el barro. Todo el mundo ve ese color en su casa pero todo el mundo temía que un edificio entero lo llevara.
El marqués apareció delante del piano con una bandeja redonda, sosteniendo a duras penas una jarra de limonada con forma de junco y boca de gladiolo, y un vaso tallado con motivos primaverales. Don Victoriano Redondo intentó decir algo.
−Hablando de barro, ¿saben que el joven Domingo Punter ha abierto un alfar en las Ollerías del Calvario?
−Señorita −dijo el marqués, dando la espalda a Rodolfo para mirarla un poco más de frente−, me preguntaba, ahora, mientras iba haciendo equilibrios con la bandejita, si su tío le habría hablado ya de mis buganvillas. Debo decir que sólo las cultivo para que, alguna vez, puedan verlas personas como usted.
Pau Monguió quedó quieto, con los ojos abiertos, esperando que alguien cambiara pronto de conversación.
−Sí, sí…
−¿Dónde ha dicho, las Ollerías de qué? −dijo Rosser, que se había dado cuenta de los titubeos de su tío.
−¡Ollerías del calvario! −dijo el señor Redondo, levantando los brazos, como para empezar una cancioncilla−, está a las afueras de la ciudad, cerca de la rambla de San Julián. Está, como si dijéramos, fuera de la ciudad, y no es, ciertamente, un lugar muy recomendable para una dama.
−¿Le gusta? −cortó el marqués, alargando su dedo hasta el lagarto, y acariciándole la cabeza.
−¿Quién lo ha fundido?
El marqués dudó un momento, lo suficiente para ir desplegando poco a poco la sonrisa. El paulatino desplegamiento de la sonrisa resultó un tanto así de artificioso.
−Uno de nuestros héroes locales, don Matías Abad −dijo Leopoldo, que ya no se acordaba de fingir−, gran amigo de su tío, con el que me han dicho, por cierto, que andan en conversaciones para el barandado del Círculo Mercantil, que tengo entendido que va a ser obra de arte impresionante. Pero yo no voy a dejar de vigilarlo hasta que funda las rejas de la nueva portada de la Catedral, ¿verdad, don Pau?
−La reja está muy avanzada. Sólo me faltan los remates de arriba, las flores con las que la quiero terminar. Estoy escogiendo todavía el tipo de flor que más pueda ir con el entorno y…
−Y usted qué opina, señorita Rosser −dijo el marqués, dispuesto de nuevo al ataque−, ¿Quelque fleur le iría bien a nuestra catedral? No necesitamos a un erudito en botánica eclesiástica, sino a alguien como usted, alguien que antes de salir de casa repasa la Gazzette du bon ton, como debe ser.
−Es la revista preferida de tía Guillermina, ¿verdad, tío? A mí me parece un poco petulante.
−Oh… −dejó caer don Rodolfo, que no perdonaba una.
El marqués no se dio por vencido.
−Pues a mí, si me lo permite, me ha parecido ver esa magnífica blusa de encaje entre los figurines de la Gazette du bon ton.
−Esta blusa es también de mi tía. Yo vine con cuatro cosas. Por las mañanas asalto el vestidor y escojo un surtido. ¿Le parece que tengo buen gusto? −añadió Rosser, con media sonrisa coqueta−. Estos días que no salía de casa me dio por la costura. He estado reconvirtiendo algunos vestidos viejos de mi tía.
−A eso se le llama regeneracionismo, sí señor −dijo Rodolfo. Todo el mundo lo miró como si su comentario hubiera sido impertinente.
−Bueno, bueno −se adelantó el marqués, pasándose los dedos por las puntas de su cuello Robespierre, en actitud regia y sumisa− estábamos con la flor, avec les fleurs. ¿Quelque fleur es que vous…−al marqués no le salía el verbo, y dudaba del demostrativo.
−De acuerdo, acepto −dijo Rosser, y volvió a dar una calada de perfil−. Buscaremos esa flor. Será muy divertido.
Los hombres celebraron la decisión de Rosser con ademanes y alharacas, y aplaudieron golpeando el mármol con una mano. Don Timoteo golpeaba con la cazoleta de la pipa.
−¿Verdad que sí, tío? Iremos de excursión como cuando estabas con los planos del señor Ferrán?
Pau Monguió abrió mucho los ojos y se echó un punto en la boca.
−¿Cómo acá? −dijo el doctor Trallero.
−¿El señor Ferrán? Señor Monguió, cuéntenos todo ahora mismo, sabe que de entre estos cristales no ha de salir −dijo don Victoriano.
El marqués no dijo nada. Se recostó de nuevo en su asiento, en actitud hierática y distante, aunque educada.
−En fin, Rosser, no sé si yo debo…
−Pues claro que debes, tío. Está proyectando un edificio maravilloso. Pero no tienes por qué decir cómo será. Sólo quiero que les cuentes a estos señores lo que nos pasó en Albarracín.
−En fin, allá vamos −dijo Pau Monguió. Don Rodolfo aprovechó el preámbulo para pedirle al camarero que trajera otra frasca de vino. Eran ya las siete de la tarde, y tras los cristales del gabinetito se oía crecer el rumor de las tertulias y el humo de los puros. Pronto se vieron las grandes plumas de los sombreros por encima de las cristaleras, y en la zona del piano se vinieron a sentar unos señores con bombín negro y unas mujeres muy tapadas−. Debo decir que se trata sólo de un proyecto. El señor Ferrán, en fin, todos sabemos que su casa da a la plaza del Mercado, pero por abajo, en fin, llega hasta la calleja de la librería Manantial. Entonces, según lo que me pidió el señor Ferrán, yo me encontré con el impedimento de que ese edificio sólo podría verse desde abajo, quiero decir que debía diseñar la fachada no para el vecino de enfrente sino para los paseantes de la calle, y ese problema me tenía francamente preocupado. Pero entonces sucedió que vino Rosser, y como la pobre −en este punto el señor Monguió tomó la mano de su sobrina, que llevaba desde que llegó apoyada en el lagarto− vino tan delicada de Barcelona, decidimos dar paseos por el monte. Un día fui a enseñarle unos abrigos muy curiosos que…, en fin, este sería otro tema; digo que un día, en la sierra, paseábamos entre aquellos imponentes peñascos que son como barcos varados, como enormes quillas que se van esmerando con el tiempo, pero siempre les quedan marcadas las líneas del agua. Eran imponentes desde abajo… pero no tanto cuando, si caminábamos hasta un cerro cercano, o nos subíamos a alguna otra formación de rodeno, la mirábamos de frente. Desde abajo había un dramatismo que desde arriba pasaba desapercibido.
Don Pablo dio un sorbo a su vaso de vino para dar su historia por concluida, y todos se movieron en sus asientos en señal de aprobación.
−¿Usted cree…?, perdón, no me acuerdo de su nombre.
−Leopoldo.
−¿Usted cree, Leopoldo, que su amigo Matías Abad forjaría cualquier flor que le llevásemos?
−Por supuesto.
−Aquel día vi en el monte mariposas con dibujos que me gustaría ver en los balcones. Tengo que convencer a mi tío de que mire más en las cortezas de los árboles, en las pieles de los lagartos, en esas líneas escondidas que son propias de cada lugar. Tío, tienes que sacar esos dibujos escondidos. Tienes que ponerlos en las ventanas y en las casas, a la vista de todos. −dijo Rosser, sin dejar de sonreír.
−Esa flor que usted escoja −dijo el marqués, arrastrando las palabras− estará en el mejor búcaro posible, la puerta de la Catedral.
−Eso da lo mismo −le contestó Rosser, cerrando los labios, con actitud fresca y desafiante−. El arte, caballero, empieza en esa escupidera de barro, en este frasco de vino tinto, en este lagarto de hierro. Cualquier flor del campo le sentaría bien a Dios.
−Así se habla −dijo don Rodolfo.
Rosser se despidió porque había quedado en encontrarse con Pilarín Sangüesa. Todos se levantaron para agasajarla.
−Perdón, señorita −dijo el marqués, bajando la mirada, y tomando en sus manos el lagarto con delicadeza−. Se olvida esto. Es un regalo. Acéptelo, por favor.
−Muchas gracias, Leopoldo, eres muy amable −le dijo Rosser, mientras se sacaba el digarrillo de la boquilla negra−. Pero, si eres tan amable, ¿te importaría llevármelo a mi casa?
−Inmediatamente, Rosser, inmediatamente.
−De todas formas, Leopoldo, yo también voy a regalarte a ti un picaporte, para devolverte el cumplido. Me gusta mucho la escultura. Y las flores. Cualquier día nos enseñas otra vez a mi tío y a mí esa buganvilla maravillosa. Mi tía no hace más que nombrarla −dijo Rosser, y dio un beso a su tío y se despidió de los demás abriendo y cerrando la mano, como los niños− ¡Les deseo a todos un buen día! −dijo, y su sombra pasó por detrás los cristales, hacia la parte más iluminada del Café.
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