22.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 21


Capítulo vigésimo primero
Ropas mojadas

Guillermina volvió de la procesión y se encerró en su gabinete. Milagritos, cuando la vio subir empapada por las escaleras, le preguntó si quería que le preparara un baño, o algo de cena, o si quería esperar a que regresara el señor Monguió, que había salido a dar un paseo.
−¿Está Raimon? −se limitó a decir Guillermina.
−No −dijo Milagritos−. Ha estado aquí toda la tarde, sin moverse de la cabecera de Rosser, pero hace un rato vinieron a buscarlo sus amigos y se marchó con ellos. Antes de que se fueran les he dado bien de merendar a los tres.
Guillermina no dijo nada, miró sin expresión a Milagritos y siguió con lentitud escaleras arribas. Ya había traspuesto el pasillo cuando le contestó.
−No quiero que me moleste nadie, Milagritos.
−Sí, señora.
Guillermina se sentó en la mecedora. Llevaba cuatro horas de escuchar a la pelma de Sagrario Sangüesa, que hablaba en mitad de la procesión sin mover los labios, como si estuviera callada. ¿Por qué se había dejado llevar por esa bruja? Aquello era una tremenda injusticia narrativa. Le había tocado bailar con la más fea. Todas sus opciones eran ridículas. No había en Teruel más sito para ella que el de las buenas intenciones, y eso no era lo que decían las novelas. Era joven, todavía era joven. La habían hecho pasar por anciana prematura, no le habían dado opción a nada más. Nadie le preguntó jamás por los golpes de látigo ni por las flores, nadie escuchó sus gustos sobre literatura. Era como si cualquiera de sus heroínas hubiera sido una estúpida, y sus presuntos sentimientos, una ficción de pajas mojadas. ¡Le habían robado todo el protagonismo! ¡El destino la había desaprovechado! ¡Ella hubiese sido una maravillosa Ana Karenina, una impresionante Guillermina Monguió, y allí estaba, harta de escuchar a las beatas, y sin decir ni pío! ¡Ni siquiera estaba enferma y le tenían que poner morfina!
Y habría seguido callada, y se habría consumido entera en su desilusión de no ser porque un amor más fuerte que los delirios novelescos se interpuso entre ella y el marqués. Vivía hipnotizada por el hastío, pero fue su hijo, la alegría de su vida, el que la ayudó a abrir unos ojos enfermos de celos. Fueron tantas tardes de hilar pensamientos menudos, flecos deshilachados, cuando el pequeño Raimon hablaba y por debajo de sus palabras un tapiz aterrador, de novela sicalíptica, iba trenzándose ante Guillermina. Sí, sí, allí estaba, todos los días, todas las tardes, la mala perra, qué pronto había visto las ventajas, cómo se había arrojado a sus brazos. ¿Dónde, dónde lo harían? ¿Debajo acaso de las buganvillas, tumbados en el verdín?
Pero la pena se agrió en veneno, y también, un poco, en ignorancia. Qué doloroso era odiar, cuántas tardes deambulaba por su gabinete, apoyándose en los muebles con una mano y con la otra tratando de apartar de su mente aquellos pensamientos mortificadores. A veces, una súbita revelación le abría unos ojos como platos, la erguía, y entonces miraba a todas partes, como si la estuvieran vigilando, y abría y cerraba los cajones, y se ponía una mano en los labios como si no recordase algo importante, o como si lo acabara de recordar. ¿Cómo podría arrancarla de aquellos brazos, echarla de su vida? ¡Por qué había tenido que cargar con ese muerto! ¿No estaba enferma? ¡Pues que se hubiera quedado con su madre!
Cansada de chillar por dentro, Guillermina se solía sentar en su tocador, y apoyaba la frente en una mano, y jadeaba como si estuviese agotada, y de pronto una mirada felina, rasgada, un apretar los labios donde se ve la entrada del mal en ese mismo momento, la mirada aviesa de quien ha decidido abandonar la lucha y dejarse llevar por los instintos más despiadados. Entonces caminaba como arrastrando los pies, con los brazos muertos, el torso adelantado, y las palmas de las manos vueltas hacia detrás, como si el dolor del mal la hubiera avejentando, como si cargase con la cruz de la derrota.
Tan sólo abandonaba su gabinete apara ir a misa por las mañanas al convento de las Claras, y allí, a la vuelta, del bracete de Sagrario, porque Pilarín siempre estaba ocupadísima y nunca las acompañaba, Guillermina sólo escuchaba lo que pudiera justificar su odio hacia Rosser. Sagrario era la única con quien hablaba Guillermina, y la Sangüesa aprovechaba para tirarle de la lengua. Guillermina decía lo puta que era Rosser y Sagrario contestaba con lo maricón que era el marqués. Ninguna se enteraba de lo que decía la otra.
Pero ahora Guillermina, mojada hasta el tuétano, ya estaba cansada. Del vestido negro le escurrían gotas de lluvia. Sagrario no había dejado de hablar en toda la procesión, de contar el serísimo disgusto que habían tenido con Pilarín. Ya cuando lo de la bicicleta su padre la había puesto firmes, pero luego vino aquel escándalo en el teatro. Guillermina estuvo casi cuatro horas escuchando cómo Sagrario estaba disgustadísima porque habían tenido que meter a su hermana Pilarín en el Sagrado Corazón de Jesús, en las celdas de las hermanas, cerrada por fuera. Fueron cuatro horas de corrupción moral, cuatro horas de malas costumbres.
Desde que cogió a Raimon en un renuncio, desde que Leopoldo apareció en las conversaciones con su hijo, Guillermina escogía sus palabras como quien escoge flores para un centro fúnebre. Todo estaba claro. Otro hombre los acompañaba, era testigo y cómplice de sus manejos, era el hermano de uno de esos niños medio abandonados con que se juntaba Raimon, que también era muy amigo de compadecerse de los desvalidos. Sagrario no necesitó ni que le dijeran el nombre. Al día siguiente, en mitad de la calle de San Benito, Sagrario miró a todas partes y se acercó al oído de Guillermina. ¡Ese hombre era un anarquista peligroso, se lo había dicho un confidente suyo, que lo sabía todo! Era como esos alborotadores de Cullera que ahora la santa bondad de Canalejas había dejado vivos, a todos menos uno, que lloraba en el cadalso y se arrepentía de sus pecados y abrazaba el hábito de todos los santos. ¡Toda España estaba llena de anarquistas peligrosos!, y había que tener cuidado.
Raimon hablaba aquellas excursiones botánicas con el marqués y aquellas tardes de barro y hierro con Rosser y el hermano de Isidoro, y lo hacía con la candidez de quien no entiende las palabras pero le parecen hermosas. Traducidas por Guillermina e interpretadas por Sagrario, significaban que se reunían en ausencia del marqués elementos peligrosos, hampones y terroristas, seguramente, que hablaban como si tal cosa delante de los niños, y les llenaban los oídos de barbaridades. ¡Raimon le había contado que una tarde hablaron de la revolución y la justicia social! ¡Delante de los niños!
En todo eso había participado Guillermina y todo eso terminó durante la procesión de Viernes Santo, en el momento en que pasaba del bracete de Sagrario bajo el balcón de Leopoldo. Hubo un repentino silencio en los pasos, un quedarse quietas las cadenas, un callar de los tambores, algo hubo en aquella callejuela estrecha que dejó llegar a sus oídos con toda perfección esas palabras: “Es la mujer de Monguió. Es más tonta que hecha de encargo. No se entera de nada.”
Guillermina escuchó eso, y aún estuvo cuatro horas más detrás del santo escuchando las sandeces de Sagrario, hasta que llegaron otra vez a la iglesia de San Martín y Guillermina dejó a Sagrario plantada y se fue corriendo por la calle de Santiago y luego por la de San Benito, sin paraguas, sin ganas de correr, llorando como una magdalena entre la lluvia.
Lo tenía todo para convertirse en heroína. Y ahí se había quedado, secuestrada por una beata, histérica, celosa, desagradecida, mientras un mundo sin esas angustias pasadas de moda florecía en torno a ella. Qué vergüenza, qué dolorosa era la vergüenza. Guillermina sentía su cuerpo frío y empapado como el de un gusano venenoso. “Es más tonta que hecha de encargo”, se repetía, y recordaba la voz del marqués hasta en sus más ligeros matices. Con aquel timbre, y con aquellas palabras, se sintió traspasada por el desprecio, y al mismo tiempo culpable de haber jugado a los romanticismos noveleros. No era la moral la que venía a castigarla, sino su triste y mediocre destino literario.
Lo único que contaba a su favor es que seguía sin abrir la boca. Con Pau hacía tiempo que no cruzaba más que saludos protocolarios por el pasillo, y con su hijo se mostraba parca y cariñosa, pero sobre todo parca. Jamás nadie se enteró de su juego. Nunca en su vida se había permitido ni el más mínimo desliz, pero también este silencio había sido una forma de manifestar su frustración, la decepción tremenda que le supuso alejarse cada día más de Barcelona.
El tren Botijo entraba en la estación, como todas las noches, y Guillermina, que siempre lo tenía todo cerrado a cal y canto, abrió el balcón para aspirar el humo que dejaban flotando las locomotoras. ¿Qué era lo que había que haber sentido? ¿Por qué la vida se le había hecho pequeña? Estaba decidida a no salir jamás de aquel gabinete. Ni siquiera tenía lógica, en su desvaído papel de vecindona cotilla y estúpida que no se entera de nada, rematar el bochorno con alguna barbaridad. ¿Qué esperaban de ella, que apareciese con una pistola, que se volviera loca, que quedara en evidencia delante de todo el mundo, que montara un chafarrinón como los de las actrices del cinema? Igual que cuando se desempaña un cristal, los alegatos contra ella se revelaban imposibles de refutar: la tristeza de Raimon asomado a la puerta, con su camisón de rayas arrugado, la inmensa tristeza de Pau al preguntarle una vez más si quería bajar a cenar.
Qué deplorable papel, qué ruin destino. Todo el mundo la creía deprimida, y como Guillermina jamás abría la boca, nadie sabía por qué. Ni siquiera abrió la boca en aquella luminosa tarde con Leopoldo. Dijo aquello de las ventanas. Se había leído las obras completas de Stendhal y de Tolstoi y luego dijo aquello de las ventanas. ¿Y si Pau se había también resignado a vivir con una estúpida? ¿Y si Raimon estaba hecho a una madre histérica?
Guillermina volvió a cerrar la ventana. Ahora sus ropas, además de húmedas, olían a carbón, y a cirio, y a ese perfume de iglesia que llevaba Sagrario Sangüesa. Los gritos de Rosser se le habían ido clavando en el alma, se la habían anestesiado, no tenía fuerzas para sentir pena por ella, ni tampoco odio.
Su comportamiento hacia Rosser había sido escandaloso. Primero martirizó a su marido sugiriendo con sus atormentados silencios que los iba a infectar a todos, se empeñó con leves comentarios indirectos en que la bajasen al cuarto del servicio, no quiso entrar ni a darle los buenos días. Eso sí era irreversible. Eso sí lo habían visto todos, todos lo habían oído. Su hijo la había escuchado desembarazarse de él y su marido había visto la ira en sus ojos cuando se trataba de Rosser. Cómo iba a rehabilitarse, cómo rectificar aquel comportamiento de fiera, cómo ser nuevamente Guillermina, la gran lectora que se resiste a dejar su juventud abandonada en un papelón de santa esposa, y no la imbécil que llegó a desear el mal de su sobrina. No, no quedaba ni siquiera una escena en la que abrazar de nuevo a su marido. No podía bajar otra vez las escaleras y arropar a su sobrina, y tomarle la temperatura con la mano, y decirle a Milagritos que se fuese a casa, que ella se quedaría para velarla. Sería falso. Sería también injusto. Su destino era vulgar y despreciable, y eso ya no tenía remedio.
Guillermina se levantó de la mecedora y respiró profundamente. Un piano empezó a sonar en la habitación de al lado. Era Pau. A veces, por las tardes, cuando volvía del casino, se metía en el despacho y tocaba un rato. No había visto ninguno de sus planos. Había casas espectaculares en Teruel que pasaron por su dormitorio sin que ella se enterase. Ella no se enteraba de nada. Pau estaba interpretando un vals de Granados. Guillermina siempre pensó que le había dicho que sí por ese vals, por esa melodía que Guillermina intentaba que volviera a clavársele en el corazón. Trataba de recordar la emoción que le causó la primera vez. Habría sido un milagro.
Unos nudillos que Guillermina reconocía perfectamente llamaron a la puerta del gabinete.
−Pasa Raimon, hijo mío.
−¿Estás bien, mamá? −dijo Raimon, que venía empapado de la calle, con la congestión en la cara del niño que ha estado horas jugando y ha sido feliz.
−Ven, Raimon, acércate −le dijo su madre−. ¿Has estado con tus amigos?
−Sí, hemos ido a los llanos de San Cristóbal. Nos ha cogido la tormenta. Nos hemos tenido que refugiar en la plaza de toros. Luego hemos venido por un atajo. Hemos tenido que bajar un barranco esbarizándonos.
−¿Te lo has pasado bien?
−Hemos cogido un cardo santo, mamá, un cardus benedictus. Isi se lo va a llevar a su hermano para que lo forje en hierro. Se lo vamos a regalar a Rosser. Es un cardus benedictus. ¿Sabes cómo es, mamá?
−No, hijo. No lo sé −dijo Guillermina.
Raimon no bajó la sonrisa, pero quedó en su cara el gesto de agradar, el gesto del niño que trata de convencer a su madre, o de que no lo desilusione, la misma cara que pondría un niño preguntándole a su madre si querrá llevarlo de excursión.
−Rosser se va a despertar −dijo Raimon−. Se despierta cada cuatro horas. El doctor Trallero dijo que no podían ponerle tanta morfina.
Raimon cogió la mano de su madre.
−¿Bajas, mamá?
Guillermina fue a decir algo, pero no podía.
−Mamá −dijo Raimon−, Isidoro se enteró de que yo te había dicho lo de la Casa de Cristal. Le había jurado no decirlo.
−Hijo, no hay nada de malo en ello, yo no le he dicho nada a…
−Ya lo sé, mamá. Nadie lo dijo. Pero yo te lo dije a ti, y era un secreto.
El niño miró a su madre como si quisiera preguntarle algo. Guillermina hubiera querido abrazarlo. El agua en sus ropas era como una indignidad que no quería traspasar a su hijo. Hablaba por hablar, pero aun así seguía el mismo método de siempre con Raimon, preguntar, sonsacar, juzgar, imaginar.
−¿Y qué te dijo Isidoro? −preguntó Guillermina.
−Me dijo que no me preocupase, que me daría una segunda oportunidad. Isidoro me dijo que si él necesitaba de mí una segunda oportunidad, sabía que podría contar con ella −dijo Raimon−.
Su madre le dio un beso en la frente. A las notas de Granados se superpusieron unos llantos que venían del piso de abajo. Guillermina se levantó de la mecedora.
−Voy a cambiarme de ropa, Raimon. Ahora mismo bajo.

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