10.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 10


Capítulo décimo
Voces Blancas
Sagrario Sangüesa cerró de golpe la tapa del piano cuando su hermana Pilarín casi no había terminado de cantar el Mia speranza adorata, opus cuatrocientos dieciséis, de Mozart.
−¡No sé para qué seguimos ensayando! −dijo Sagrario Sangüesa, y se acercó de muy mal genio a cerrar la ventana. Después de unos días muy buenos se había levantado una brisa un poco más fría. Pilarín cantaba con una toquilla de lana y un pañuelo para la garganta.
−¿No te gusta, Sagrario? ¿Crees que lo hago mal? −dijo Pilarín Sangüesa.
−¡Da igual que lo hagas bien o que lo hagas mal! Ha habido que retrasar otra vez la velada nada menos que para el Miércoles Santo. El piano de Manolo es un desastre. Suena a cabaré. ¡Adiós Wagner a cuatro manos! ¡Total!, ¡menuda velada wagneriana, cantando a Mozart!
−¡Es que yo sólo sé cantar arias de Mozart, Sagrario!
−¡Pues aprendes a Wagner, que Isolda te sale como un tiro! −dijo Sagrario.
−¡Lo siento!
−Pues no lo sientas porque nos va a dar lo mismo. Ni Wagner ni Mozart. Lo del motu proprio del Papa era verdad. Sólo puede haber música gregoriana.
−¡Pero Sagrario, pero eso será sólo en las iglesias, y la velada será en el Teatro Hartzembush!
−¡Pero somos del Círculo Tradicionalista, tontaina! −dijo Sagrario Sangüesa, de muy mal humor, mientras ataba los visillos a la cinta que se había soltado al abrir la ventana.
−¿Y ni siquiera Mozart, que no hace ningún daño? −dijo Pilarín Sangüesa.
−¡Gre−go−ria−no! ¿Lo entiendes?
Sagrario, después de alisar los visillos, quedó callada, mirando hacia la calle. Del Palacio Episcopal salían el marquesito y el señor Monguió.
−Vaya por Dios −dijo, después de un momento, con muy mala picada−, se han vuelto inseparables…
−¿Quién, Sagrario?
−El marquesito y don Pablo. Ya se desayunan con el obispo y todo. Ese marquesito es un mal bicho. Ayer nos puso a las dos perdidas de polvo con el trasto ese con el que va presumiendo de marqués. Con nosotras no se juntarán, no, no te preocupes. Las hijas de un contratista no son nada comparadas con las de un arquitecto.
−¡Sagrario, déjalo, qué más da!
−Por supuesto que da lo mismo. No le cambio el pellejo al arquitecto, desde luego. Bastante tiene con lo que tiene.
Pau Monguió y el marqués de Valdeavellano, el uno con bombín y el otro con gorra de tweed, cruzaron la plaza y atravesaron el arco de la catedral, entre cuyos juegos de aristas y sombras se perdieron del alcance de Sagrario, que dio un suspiro mudo y volvió la vista hacia su hermana. Pilarín se dio cuenta de que su hermana llevaba los labios finos muy apretados, casi ni se le veían, y Pilarín se asustó, porque ese era muy mal síntoma. Aun así, aunque le daba miedo, Pilarín se atrevió a preguntar.
−¿Y qué es lo que tiene?
Sagrario no se resistió. Sólo llevaba unas horas sabiéndolo, ya era demasiado, y con su hermana no había secretos. Además, todo el mundo había de enterarse. Había sido esa misma mañana, al salir de misa de siete del convento de las Claras. Pilarín estaba en el torno de la clausura, recogiendo una mantelería que habían dejado para almidonar. Si hubiese estado Pilarín, Guillermina no habría contado nada, porque Pilarín era muy ignorante a ojos de su hermana y enseguida lo cascaba todo en los lugares más inconvenientes.
Según contó Sagrario, Guillermina llevaba un disgusto tremendo. Sagrario la acompañó un rato por la calle de San Benito. Guillermina estaba pálida, no sabía qué hacer, de modo que se confió a su amiga. Acababa de llegar Rosser, la sobrina de Pau, “una muchacha impertinente hasta más no poder ya de por sí”, dijo Guillermina, que se les había presentado de buenas a primeras con una enfermedad infecciosa que no se la habían sabido curar en ningún sitio. ¡Y allí la tenían! ¡En casa! ¡A merced del niño, y comiendo todos del mismo puchero! Casi no había dormido, del disgusto.
−Así que tú, que siempre vas a todos sitios con tus pasteles, de ir a casa de Guillermina nada, ¿me entiendes? A ver si nos va a pegar la brucelosis esa y lo que faltaba para el duro.
−¿Brucequé? −dijo Pilarín, que no daba crédito a lo que sus oídos estaban escuchando.
−Brucelosis. ¡Una enfermedad peligrosísima! Guillermina está muy preocupada porque, si no se ponen todos malos y se mueren, eso que se van a encontrar. ¡Esa chica estaría mucho mejor en el hospital! ¡Yo veo a diario a Guillermina!
−¡Y yo también, Sagrario! ¿Pero qué podemos hacer?
Sagrario se repasó varias veces los labios con el aro de los lentes.
−Ya sé lo que vamos a hacer.
−¡El qué, Sagrario! −dijo Pilarín Sangüesa, emocionada porque a su hermana ya se le había ocurrido una solución.
−Traeremos a los niños del orfanato −dijo Sagrario.
−¿Qué? −dijo Pilarín.
−¡A los niños del orfanato, que estás un poco sorda esta mañana, Pilarín! −¿Pero para qué? −el rostro de Pilarín había cambiado, ahora sólo era terror lo que dibujaban sus ojos muy abiertos.
−¡Pues para que canten! ¿Para qué va a ser? No será una velada wagneriana, eso lo vamos a dejar para más adelante. La nuestra, por respeto al motu proprio de Su Santidad, será una velada poética, nada de pianos. Y al final, como colofón, saldrán los niños a cantar unas piezas de canto gregoriano con sus voces blancas.
Sagrario iba rotulando los carteles a medida que hablaba. Pilarín estaba petrificada. No habría podido cantar en ese momento ni aunque le hubiesen apretado el cuello. Su hermana, cerrado ya el diseño de la cartelería, iba señalando puntos invisibles del salón a medida que daba las órdenes.
−Yo me voy inmediatamente a decírselo a María Marras y a don Victoriano, para que él se encargue de decirlo a los demás. Tú vete al orfanato, Pilarín, y organízalo todo con los niños.
−Bueno −dijo Pilarín, que se había quedado sin color en la cara.
Pilarín Sangüesa no dejó de llorar en todo el camino del Calvario, por las faldas del cementerio, donde estaba el asilo de San Nicolás. Le daba una vergüenza horrorosa presentarse allí al hermano Etienne y decirle que le prestase a los niños para cantar en el Teatro Marín. Pilarín subía esa cuesta todos los sábados del año para cantar un rato con los niños y repartirles chocolatinas y guirlaches que compraba en casa de Lorenzo Muñoz. Y ahora cuando estuviese allí con ellos Pilarín se sentiría una bruja que los engatusaba con golosinas. No, ni siquiera iba decírselo al hermano Etienne. ¡Qué pensaría de su hermana! Pilarín estaba sofocada por la cuesta y a veces se tropezaba en el faldón gris del vestido. En el peirón del séptimo misterio se sentó a recobrar el aliento. Lo más importante ahora era concentrarse en que los niños no notasen nada del tremendo disgusto que llevaba encima. ¡No podía ir a visitarlos sin ganas ni siquiera de sonreír! ¡Eso no podía ser de ninguna manera!, se dijo Pilarín, y subió las escaleras de San Nicolás decidida a ser aún más simpática que cualquier otro día.
Mientras avanzaba por el corredor que lleva a la capilla los oyó cantar. Ella trataba de hacer el menor ruido posible con los botines, que los niños no la oyeran porque dejarían de cantar pensando en las chocolatinas, y el hermano Etienne se pondría con ellos un poco severo. Aun así, para no descentrarlos, todavía se paró unos segundos a escuchar desde las sombras de la entrada. En aquel zaguán húmedo los escuchó cantar el Adhuc multa habeo, la antífona del Magnificat que más había impresionado desde siempre a Pilarín. En la penumbra sentía volar las curvas de las voces de los niños, que subían y bajaban y volvían a subir y era como si un coro de ángeles estuviera santificando las paredes descarnadas, los suelos de tierra, los muros vacíos del orfanato.
Los niños terminaron el canon y Pilarín se santiguó y le pidió a la Virgen María que no asomase a sus ojos ni la más mínima sombra de tristeza durante todo el tiempo que estuviera cantando con ellos. Cuando se hizo visible, el hermano Etienne notó la presencia de Pilarín en las caras de alegría de los más pequeños, los de la primera fila, que se desviaron de inmediato hacia el prefecto, como pidiéndole permiso para romper las filas del coro y acudir a saludarla. Pilarín repartió besos y caricias y chocolatinas entre los pequeñajos, y después, uno por uno, fue preguntándoles a los mayores qué tal iban esos estudios.
−Mal −dijo Isidoro cuando la dama se acercó hasta los más altos. El chichón le dolía más que nunca. No podía soportar la idea de que la señorita Pilarín acariciase su cabeza.
−¿Y eso por qué, mi vida? −dijo Pilarín muy sonriente−. ¡Pero si tú eres el más listo de todos, y el más guapo!
Isidoro y el hermano Etienne se cruzaron una mirada triste.
−He perdido al ajedrez con Luisín −dijo Isidoro, y el hermano Etienne se lo agradeció con la mirada, apretó los labios cerrados y entornó los ojos.
−¡Oh! −fingió Pilarín, poniéndose una mano en la frente, como su fuese a desmayarse−, ¡Dios mío, qué desgracia!
Hubo carcajada general, fue como espantar de pronto una bandada de pajaritos.
−Pilaguín no sabe que ya no estás aquí, Isidogo.
−¿Y eso? ¡Pero bueno pero bueno pero bueno! ¿Y a qué estabas esperando a contármelo, Isidoro?
-Ha venido mi hermano −dijo el chico, y fue la primera vez en dos años que lo veía sonreír. Eso emocionó tanto a Pilarín que fue corriendo a darle un beso y un abrazo para felicitarlo. Fue un segundo, un abrazo de su cuerpo delicado, el tacto inverosímilmente fino de su cara y un beso de sus labios sobre en la mejilla de Isidoro. A Isidoro le temblaron todos los huesos de su cuerpo, y le habrían seguido temblando de no cortarlo como un hacha la voz del prefecto. Sentía las palpitaciones del pecho de Pilarín en el sitio exacto donde estaba su corazón, que a partir de entonces latió como un descosido, como si se las hubiera contagiado aquella mujer maravillosa.
−¿Quiegues cantag con nosotgos, Pilaguín?
−¡Yo tampoco estoy aquí ya, señorita Pilarín! −dijo Luisín−. Pero venimos todos los días, ¿verdad, Isi?
−¡Eso está pero que muy requetebién! −dijo Pilarín, y después, para que los que no tenían hermanos que esperar no se sintiesen mal, se volvió hacia ellos y acarició la cabeza de uno de los más chiquitines− ¿Queréis que cantemos juntos el Magnificat? −les preguntó.
El hermano Etienne había notado, no obstante, algo raro en la muchacha. La veía cantar el Magnificat bajando mucho la voz para no sobresalir entre las voces de los niños, girándose a verlos uno por uno e imitando sus cánticos con los labios, como empujándoles a cantar mejor. Pero todo había ido más deprisa de lo normal. Sus bromas otros días duraban más y también había estado menos tiempo acariciando los cogotes de los chiquillos. Sólo duró más el abrazo que le dio a Isidoro, que ya no era ningún chiquillo, quizá una décima de segundo más, pero en cualquier caso mucho más si lo comparamos con lo poco que habían durado los otros gestos de cariño. El hermano Etienne daba clase de matemáticas en el colegio y se daba cuenta del dolor ajeno con sutiles operaciones aritméticas.

−¿Pogqué no cantamos el Kiguie eleison, chicos?
−¡Qué buena idea, hermano Etienne! −dijo Pilarín, y en efecto así lo creía, porque la sencillez de los melismas benedictinos era lo que mejor podría sosegar ese caballo desbocado que llevaba dentro del pecho− ¿El de siempre, no? −dijo−.
−No no, Pilaguín, vamos a dejag el gregoguiano. Vamos a cantag a Mozagt.
Pilarín Sangüesa se estremeció de arriba abajo. Ella, en esas condiciones, con el drama tan gordo que llevaba encima, no se sentía capaz de resistir a Mozart, pero su sonrisa no cedió un milímetro y todavía le tarareó a Luisín unos fraseos. Isidoro vio los labios tararear de Pilarín, y sus propios labios la imitaban sin querer.
Pero fue empezar el cántico del Réquiem y los niños empezar a levantar sus cabezas, como si pudieran así llegar más arriba con la voz. Fue verlos derramar su alma entre aquellas paredes descarnadas, fue oírlos cantar con los ojos muy abiertos que miraban la mano del prefecto como quien lee las condiciones de su propia salvación, fue un estremecimiento que recorrió ahora su cuerpo desde las rodillas hasta la garganta, y Pilarín sintió subir las lágrimas y sus labios temblaban al cantar. Su único consuelo era pensar que los niños no verían el llanto. El hermano Etienne la miraba cada vez más fijamente, cada vez más enérgico su brazo entre las notas que se apoyaban las unas en las otras para fluir a borbotones por todos los pasillos del hospicio, para perfumar todas las camas y bendecir todos los alimentos. Pero Pilarín siguió a los muchachos con la misma desesperación con la que ellos seguían la mano del prefecto, se encomendó a ellos y en los versos finales sintió que sus lágrimas retrocedían, y que sus labios dejaban de temblar.
−¡Bgavó, Pilaguín, bgavó!

Los niños sonrieron satisfechos. Nunca les había salido nada igual. Pilarín volvía a respirar. Dejó de pensar en su sonrisa y su sonrisa se instaló en su rostro con la dulzura de siempre. Cantó unas cuantas piezas más con los niños, pero se retiró pronto, antes de que cayera la noche. Casi corría Pilarín Sangüesa cuando bajaba los desmontes del calvario, cuando se saltaba las curvas y atajaba por los matorrales, y cada vez que su botín se tropezaba en una piedra le entraba la risa y seguía dejándose llevar. Cruzó el puente de la reina Isabel II como si fuese a dar a alguien una gran noticia. Atravesó el corral de Roquillo y subió la calle de San Miguel y no dejó de correr hasta cruzar la plaza del Mercado y bajar por la calle de la Democracia, hasta que se detuvo a descansar en un portal de la calle de San Francisco. Cuando ya se sentía con fuerzas, llamó al timbre. Le abrió una doncella.
−¡Buenas tardes, Milagritos, he venido a visitar a Rosser! ¡No me ha dado tiempo de comprar pasteles!

2 comentarios:

  1. Anónimo7:03 p. m.

    Bueno Antonio ... aquí me tienes enganchado una vez más al Folletín turolense.
    Enhorabuena por esta joya llena de filigranas modernistas, y gracias por compartirlo con nosotros en tu Blog.
    Un abrazo,
    Nono.

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  2. ¡Nono!, ¡qué alegría! ¿Has visto por dónde salgo este año? Nos vemos pronto.

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