Capítulo décimo noveno
Morfina
Milagritos dijo que había sido un enfriamiento, que se iba corriendo a buscar más cardos marianos, y vio a Raimon sentado en una silla, a la entrada del comedor, a pique de enfriarse también el muchacho, y fue a descolgar una chaqueta de la percha para ponérsela, y le dijo: “¿te vienes, Ramón?”
Raimon no sabía qué decir. La casa era un subir y bajar de gente preocupada. El doctor Trallero había venido cuatro veces ya, dos a mitad de la noche. Raimon se había despertado con los ruidos y cuando se asomó a la habitación de Rosser vio a su padre que intentaba sujetarla en la cama. Ella se movía como si no pudiese respirar, como si quisiera salirse de su cuerpo, y daba unos gritos que acuchillaban a Raimon porque no eran gritos de ira, ni de locura, ni siquiera de dolor físico, sino de alguna pena que por dentro la devoraba. Su padre lo vio al salir tan compungido que le dijo a Raimon que no se preocupase, que todo era efecto de la fiebre, que dolerle no le dolía nada, pero que deliraba en sueños y era como cuando estamos soñando que no somos capaces de despertarnos.
Raimon no entendió muy bien aquello. A las cuatro de la mañana el doctor Trallero entró dejando un rastro a colodión por el pasillo, y pocos minutos después se habían acabado los gritos. En esos minutos Raimon hizo tanto esfuerzo por que Rosser dejara de sufrir que cuando el silencio volvió a la casa se sentía hundido, vacío.
A las seis de la mañana se volvieron a recrudecer los gritos. Raimon buscó a su madre. No eran gritos fuertes, pero se retorcían de desconsuelo, como si Rosser no pudiera liberarse de la desesperación que la tenía encadenada. Raimon caminó descalzo por el pasillo hasta llegar a la puerta de su madre, y pidió permiso para pasar. Guillermina estaba en la mecedora, junto a la ventana, con el pelo suelto y una toquilla de lana puesta sobre el camisón.
−Ven, hijo, ven −le dijo, alargando los dedos de una mano−. No te deja dormir esa loca, ¿verdad? No me extraña. A mí tampoco.
Raimon la miraba desde la puerta con su camisón de rayas arrugado.
−Ven −dijo Guillermina−, ¿quieres quedarte a dormir aquí? El ruido del tren da sueño.
Raimon la miró un momento más desde la puerta.
−No −dijo−. Me voy a mi cuarto.
−Cierra cuando salgas, cielo −dijo Guillermina.
Raimon vio llegar al doctor Trallero desde lo alto de la escalera. Con él iba don Leopoldo. Su padre les abrió la puerta y conferenció brevemente con ellos debajo de las lámparas. Don Leopoldo se quitó la gabardina que llevaba en el Ford Torpedo, debajo llevaba una camisa blanca y un pantalón muy claro, igual que cuando iban a la Casa de Cristal y el marqués les enseñaba las flores con letreros en latín. El doctor Trallero dejó su maletín sobre la consola de la entrada, al lado del candelabro, lo abrió y sacó una jeringa.
Los gritos de Rosser, que se habían calmado un poco, se volvieron otra vez insoportables. Raimon se tapaba los oídos, sentía la misma indefensión que con los truenos. El doctor Trallero rellenó la jeringuilla con un líquido marrón y los tres entraron por debajo de la escalera en el dormitorio. Raimon bajó al recibidor. La puerta del dormitorio de Rosser estaba de par en par. Raimon vio que don Leopoldo la tenía cogida de la mano, quizá le estaba controlando la temperatura.
Su padre tapaba con la espalda el cuerpo de Rosser en la cama. Sólo le veía un brazo muy flaco y los dedos en forma de gancho, agarrados a un objeto que ya se había ido. La tensión de los dedos era tal que la piel muy estirada tomaba un color violeta. Raimon vio entonces acercarse al doctor Trallero y lo vio cómo hincaba una aguja en las venas de Rosser, cómo apretaba en un pliegue la carne hasta que al perforarla volvía vencida a su posición, y en ese momento el señor Monguió se dio la vuelta y vio a Raimon. Salió, cerró la puerta del dormitorio y se acercó hasta él. Los gritos sonaban algo más amortiguados.
−Raimon , hijo mío, qué haces aquí…
Raimon vio que su padre llevaba ojos de llorar.
−Papá, ¿se está muriendo?
−No, hijo mío, no −dijo Pau Monguió, y se inclinó para abrazarlo−. No. De ninguna manera, quítate eso de la cabeza. Lo que pasa es que a todos nos duele mucho verla sufrir, a mí también. Ha sido un ataque. Ha sido la brucelosis. Escucha, hijo mío, debemos dejarnos de fantasmas y confiar en la ciencia. La brucelosis es una enfermedad infecciosa que presenta estos síntomas. Rosser está muy débil y la fiebre le hace delirar, ya te lo dije antes. Tenemos que calmarla como sea y administrarle los medicamentos adecuados para que le baje la fiebre. Sólo así se dejará de tener estas horribles pesadillas. Pero su vida no corre peligro. ¿Me has entendido bien?
−Sí.
−Y ahora, lo mejor que puedes hacer es tratar de conciliar el sueño, Raimon. Mañana tienes que ir al colegio.
−No, padre, mañana es Viernes Santo.
−Ah, sí… Bueno, da igual. Descansa, Raimon, y vete tranquilo a tu alcoba. Puedes estar seguro de que Milagritos y yo no dejaremos sola a Rosser ni un minuto mientras se encuentre así de delicada. Anda, dame un beso.
Raimon subió los primeros peldaños, hasta que su padre abrió y volvió a cerrar la puerta, y se quedó a esperar en una sombra de la escalera. Los gritos y aun los murmullos cesaron por completo. Sólo se oía la lluvia, y a lo lejos el rumor del tren minero que llegaba a la estación. Pocos minutos después la puerta se abrió y salieron los tres señores. Mientras se ponían las gabardinas y los sombreros, su padre dijo:
−No sé qué pensar. Mi hermana me dijo que tan fuertes ya no le daban.
El señor Trallero dijo:
−¿Dónde compras la leche, Pablo?
−En la calle Temprado, como siempre. A Guillermina le gusta la leche de burra, compramos grandes cantidades, esa es la verdad.
Entonces don Leopoldo, que estaba poniéndose unos guantes grises, dijo:
−Eso va bien para los huesos… y para el cutis. Pero no creo que se haya infectado en Teruel. Ya nos habríamos enterado. Habrá sido un rebrote. Si encima cogió un enfriamiento…, ¿no, Trallero?
−Claro, claro −dijo el doctor Trallero.
Después don Leopoldo se volvió a su padre y le miró de frente.
−Volveré mañana, Pau. Pero, de aquí a mañana, cuando pase el efecto de la morfina, si ve que la situación se le va de las manos llámeme sin dudarlo. Iremos con el auto a donde sea.
Raimon escuchó la palabra morfina. Antes también había escuchado la palabra fantasma. Los dos señores se fueron y Raimon vio desde lo alto a su padre que se daba unas friegas en el cuello y entraba a la cocina, a ponerse algo de comer, o a beber un vaso de agua.
Raimon entonces volvió a bajar las escaleras y se acercó con sigilo al dormitorio de Rosser. La puerta no había llegado a cerrarse. Raimon la empujó con un dedo y entró. La estancia apenas estaba iluminada por un quinqué que había nada más entrar, a mano derecha, sobre una mesita baja. Rosser estaba dormida. Se había bajado el embozo de la cama hasta la cintura, las mantas se vencían desordenadas hacia uno de los lados, una toquilla negra caía de la cama como un animal muerto. Rosser estaba tumbada boca arriba, como si se hubiese dormido en el momento de tomar todo el aire que cupiera en sus pulmones. Le caían por los hombros la melena negra, levemente rizada, y su boca parecía haberse quedado a punto de decir algo. Se le había bajado el tirante del camisón y su hombro era tan pálido que se confundía con el cojín grande de plumas que le habían puesto para incorporarse. Las manos seguían igual: agarradas al embozo de las sábanas, como si las hubiera querido sujetar cuando notó que se iban deslizando hacia el suelo.
Raimon se acercó. Una sombra de color violeta cubría sus ojos, pero no estaban cerrados del todo. Raimon vio destellar en la penumbra los reflejos de unos ojos inyectados, acuosos, como un llanto que se hubiera detenido en la pupila. Rosser respiraba y al echar el aire parecía mascullar palabras sin apenas abrir los labios. Raimon alargó el dedo con toda la lentitud que pudo, y lo acercó a esa mancha de agua entre las pestañas. Los rozó con la yema temblorosa, y fue como si hubiera roto una pequeña burbuja. Entre la piel amoratada de los párpados bajó una gota que fue deslizándose por la sien hasta emboscarse en el cabello. Raimon volvió a mirarla.
−Rosser −le dijo−, Rosser, soy yo, Raimon…
Rosser no contestó. Raimon cogió su mano crispada, la desenganchó de las sábanas y la condujo hasta posarla sobre su pecho. Fue enderezando con sus dedos cada una de las falanges, hasta que la mano quedó tranquila. Puso recta la manta rojiza, y después cogió con las dos manos el embozo y lo subió con sumo cuidado. Cuando iba a arroparla del todo, se dio cuenta de que sobre el hombro desnudo le caían los rizos negros, y vio que salía por debajo del cabello, ya muy débil, arrastrándose por la piel pálida del brazo, la lágrima pequeña, brillante, casi evaporada, del llanto que había cegado sus ojos. Raimon sintió en el hombro la mano de su padre.
−Vamos, Raimon.
Por el cristal biselado de la entrada se colaban las primeras luces. Milagritos entró escapando de la lluvia, venía con un mantón negro por la cabeza que tuvo que escurrir luego en la pila. La muchacha trató de sacudirse las gotas de agua en el felpudo y entró al recibidor.
−¿Cómo está? −dijo, nada más entrar, con toda la capacidad de alarma de sus inocentes ojos claros.
−Más tranquila −contestó Pablo Monguió−. Oye, Milagritos −le dijo, cuando Milagritos había descolgado ya una chaqueta de la percha para ponérsela en los hombros a Raimon, que se había sentado en una silla, en la entrada del comedor.
−Sí señor −dijo, volviéndose, Milagritos.
−¿Por qué no traes otra vez aquellos cardos que…? En fin, ya sabes que yo las cosas de brujería…, pero, en fin, la botánica no es brujería, anoche mismo el doctor Loscos…
−Sí señor −dijo Milagritos−, ahora mismo voy. ¿Te vienes, Ramón?
−¿Me puedo ir, padre?
−Raimon, hijo, hoy no has dormido.
−No tengo sueño.
−En fin, sea, pero ten cuidado con la lluvia, Milagritos −dijo Pablo Monguió.
Milagritos y Raimon subieron por debajo de los Arcos para ir hasta la calle de la Fuentebuena, que salía de la iglesia de la Merced. Todo estaba lleno de barro. La lluvia golpeaba en las almenas de la Andaquilla. Tenían que caminar pegados a la cuneta porque por el camino bajaba una riada turbia que cubría los zapatos. Las casas de las Cuevas del Siete parecía que estuvieran deshaciéndose con la lluvia. De sus tejados bajos y combados caían chorriones grises y las mujeres sacaban con baldes el agua de los corrales y de los pajares, a veces de las propias casas. Amanecía sobre las Escuelas Graduadas y el camino que bordea el barranco del Arrabal. Los regueros formaban dibujos de raíces en la tierra y dejaban al descubierto los cascotes de los escombros. La muralla blanca de la Nevera parecía enfrentarse a la lluvia.
La calle de la Fuentebuena era de las más inclinadas, y, como todas, estaba cubierta de tierra y de cantos desperdigados. Algunas vecinas habían puesto tablas en los portales para que el zaguán no se anegase. Bajaban los chiquillos con un hato en la cabeza y esperaban en la puerta del Botijitos a que los mayores terminasen de tomar un vaso de revuelto, antes de acudir al tajo.
Milagritos salió de casa de su abuela con un saco.
−Vas a ver qué bien le sientan, Ramón. La otra vez se lo dimos y enseguida se despabiló y estaba muy pitica. Vamos, Ramón, y ven, no te salgas del paraguas, no te vayas a mojar.
Raimon no sabía qué decir. La casa era un subir y bajar de gente preocupada. El doctor Trallero había venido cuatro veces ya, dos a mitad de la noche. Raimon se había despertado con los ruidos y cuando se asomó a la habitación de Rosser vio a su padre que intentaba sujetarla en la cama. Ella se movía como si no pudiese respirar, como si quisiera salirse de su cuerpo, y daba unos gritos que acuchillaban a Raimon porque no eran gritos de ira, ni de locura, ni siquiera de dolor físico, sino de alguna pena que por dentro la devoraba. Su padre lo vio al salir tan compungido que le dijo a Raimon que no se preocupase, que todo era efecto de la fiebre, que dolerle no le dolía nada, pero que deliraba en sueños y era como cuando estamos soñando que no somos capaces de despertarnos.
Raimon no entendió muy bien aquello. A las cuatro de la mañana el doctor Trallero entró dejando un rastro a colodión por el pasillo, y pocos minutos después se habían acabado los gritos. En esos minutos Raimon hizo tanto esfuerzo por que Rosser dejara de sufrir que cuando el silencio volvió a la casa se sentía hundido, vacío.
A las seis de la mañana se volvieron a recrudecer los gritos. Raimon buscó a su madre. No eran gritos fuertes, pero se retorcían de desconsuelo, como si Rosser no pudiera liberarse de la desesperación que la tenía encadenada. Raimon caminó descalzo por el pasillo hasta llegar a la puerta de su madre, y pidió permiso para pasar. Guillermina estaba en la mecedora, junto a la ventana, con el pelo suelto y una toquilla de lana puesta sobre el camisón.
−Ven, hijo, ven −le dijo, alargando los dedos de una mano−. No te deja dormir esa loca, ¿verdad? No me extraña. A mí tampoco.
Raimon la miraba desde la puerta con su camisón de rayas arrugado.
−Ven −dijo Guillermina−, ¿quieres quedarte a dormir aquí? El ruido del tren da sueño.
Raimon la miró un momento más desde la puerta.
−No −dijo−. Me voy a mi cuarto.
−Cierra cuando salgas, cielo −dijo Guillermina.
Raimon vio llegar al doctor Trallero desde lo alto de la escalera. Con él iba don Leopoldo. Su padre les abrió la puerta y conferenció brevemente con ellos debajo de las lámparas. Don Leopoldo se quitó la gabardina que llevaba en el Ford Torpedo, debajo llevaba una camisa blanca y un pantalón muy claro, igual que cuando iban a la Casa de Cristal y el marqués les enseñaba las flores con letreros en latín. El doctor Trallero dejó su maletín sobre la consola de la entrada, al lado del candelabro, lo abrió y sacó una jeringa.
Los gritos de Rosser, que se habían calmado un poco, se volvieron otra vez insoportables. Raimon se tapaba los oídos, sentía la misma indefensión que con los truenos. El doctor Trallero rellenó la jeringuilla con un líquido marrón y los tres entraron por debajo de la escalera en el dormitorio. Raimon bajó al recibidor. La puerta del dormitorio de Rosser estaba de par en par. Raimon vio que don Leopoldo la tenía cogida de la mano, quizá le estaba controlando la temperatura.
Su padre tapaba con la espalda el cuerpo de Rosser en la cama. Sólo le veía un brazo muy flaco y los dedos en forma de gancho, agarrados a un objeto que ya se había ido. La tensión de los dedos era tal que la piel muy estirada tomaba un color violeta. Raimon vio entonces acercarse al doctor Trallero y lo vio cómo hincaba una aguja en las venas de Rosser, cómo apretaba en un pliegue la carne hasta que al perforarla volvía vencida a su posición, y en ese momento el señor Monguió se dio la vuelta y vio a Raimon. Salió, cerró la puerta del dormitorio y se acercó hasta él. Los gritos sonaban algo más amortiguados.
−Raimon , hijo mío, qué haces aquí…
Raimon vio que su padre llevaba ojos de llorar.
−Papá, ¿se está muriendo?
−No, hijo mío, no −dijo Pau Monguió, y se inclinó para abrazarlo−. No. De ninguna manera, quítate eso de la cabeza. Lo que pasa es que a todos nos duele mucho verla sufrir, a mí también. Ha sido un ataque. Ha sido la brucelosis. Escucha, hijo mío, debemos dejarnos de fantasmas y confiar en la ciencia. La brucelosis es una enfermedad infecciosa que presenta estos síntomas. Rosser está muy débil y la fiebre le hace delirar, ya te lo dije antes. Tenemos que calmarla como sea y administrarle los medicamentos adecuados para que le baje la fiebre. Sólo así se dejará de tener estas horribles pesadillas. Pero su vida no corre peligro. ¿Me has entendido bien?
−Sí.
−Y ahora, lo mejor que puedes hacer es tratar de conciliar el sueño, Raimon. Mañana tienes que ir al colegio.
−No, padre, mañana es Viernes Santo.
−Ah, sí… Bueno, da igual. Descansa, Raimon, y vete tranquilo a tu alcoba. Puedes estar seguro de que Milagritos y yo no dejaremos sola a Rosser ni un minuto mientras se encuentre así de delicada. Anda, dame un beso.
Raimon subió los primeros peldaños, hasta que su padre abrió y volvió a cerrar la puerta, y se quedó a esperar en una sombra de la escalera. Los gritos y aun los murmullos cesaron por completo. Sólo se oía la lluvia, y a lo lejos el rumor del tren minero que llegaba a la estación. Pocos minutos después la puerta se abrió y salieron los tres señores. Mientras se ponían las gabardinas y los sombreros, su padre dijo:
−No sé qué pensar. Mi hermana me dijo que tan fuertes ya no le daban.
El señor Trallero dijo:
−¿Dónde compras la leche, Pablo?
−En la calle Temprado, como siempre. A Guillermina le gusta la leche de burra, compramos grandes cantidades, esa es la verdad.
Entonces don Leopoldo, que estaba poniéndose unos guantes grises, dijo:
−Eso va bien para los huesos… y para el cutis. Pero no creo que se haya infectado en Teruel. Ya nos habríamos enterado. Habrá sido un rebrote. Si encima cogió un enfriamiento…, ¿no, Trallero?
−Claro, claro −dijo el doctor Trallero.
Después don Leopoldo se volvió a su padre y le miró de frente.
−Volveré mañana, Pau. Pero, de aquí a mañana, cuando pase el efecto de la morfina, si ve que la situación se le va de las manos llámeme sin dudarlo. Iremos con el auto a donde sea.
Raimon escuchó la palabra morfina. Antes también había escuchado la palabra fantasma. Los dos señores se fueron y Raimon vio desde lo alto a su padre que se daba unas friegas en el cuello y entraba a la cocina, a ponerse algo de comer, o a beber un vaso de agua.
Raimon entonces volvió a bajar las escaleras y se acercó con sigilo al dormitorio de Rosser. La puerta no había llegado a cerrarse. Raimon la empujó con un dedo y entró. La estancia apenas estaba iluminada por un quinqué que había nada más entrar, a mano derecha, sobre una mesita baja. Rosser estaba dormida. Se había bajado el embozo de la cama hasta la cintura, las mantas se vencían desordenadas hacia uno de los lados, una toquilla negra caía de la cama como un animal muerto. Rosser estaba tumbada boca arriba, como si se hubiese dormido en el momento de tomar todo el aire que cupiera en sus pulmones. Le caían por los hombros la melena negra, levemente rizada, y su boca parecía haberse quedado a punto de decir algo. Se le había bajado el tirante del camisón y su hombro era tan pálido que se confundía con el cojín grande de plumas que le habían puesto para incorporarse. Las manos seguían igual: agarradas al embozo de las sábanas, como si las hubiera querido sujetar cuando notó que se iban deslizando hacia el suelo.
Raimon se acercó. Una sombra de color violeta cubría sus ojos, pero no estaban cerrados del todo. Raimon vio destellar en la penumbra los reflejos de unos ojos inyectados, acuosos, como un llanto que se hubiera detenido en la pupila. Rosser respiraba y al echar el aire parecía mascullar palabras sin apenas abrir los labios. Raimon alargó el dedo con toda la lentitud que pudo, y lo acercó a esa mancha de agua entre las pestañas. Los rozó con la yema temblorosa, y fue como si hubiera roto una pequeña burbuja. Entre la piel amoratada de los párpados bajó una gota que fue deslizándose por la sien hasta emboscarse en el cabello. Raimon volvió a mirarla.
−Rosser −le dijo−, Rosser, soy yo, Raimon…
Rosser no contestó. Raimon cogió su mano crispada, la desenganchó de las sábanas y la condujo hasta posarla sobre su pecho. Fue enderezando con sus dedos cada una de las falanges, hasta que la mano quedó tranquila. Puso recta la manta rojiza, y después cogió con las dos manos el embozo y lo subió con sumo cuidado. Cuando iba a arroparla del todo, se dio cuenta de que sobre el hombro desnudo le caían los rizos negros, y vio que salía por debajo del cabello, ya muy débil, arrastrándose por la piel pálida del brazo, la lágrima pequeña, brillante, casi evaporada, del llanto que había cegado sus ojos. Raimon sintió en el hombro la mano de su padre.
−Vamos, Raimon.
Por el cristal biselado de la entrada se colaban las primeras luces. Milagritos entró escapando de la lluvia, venía con un mantón negro por la cabeza que tuvo que escurrir luego en la pila. La muchacha trató de sacudirse las gotas de agua en el felpudo y entró al recibidor.
−¿Cómo está? −dijo, nada más entrar, con toda la capacidad de alarma de sus inocentes ojos claros.
−Más tranquila −contestó Pablo Monguió−. Oye, Milagritos −le dijo, cuando Milagritos había descolgado ya una chaqueta de la percha para ponérsela en los hombros a Raimon, que se había sentado en una silla, en la entrada del comedor.
−Sí señor −dijo, volviéndose, Milagritos.
−¿Por qué no traes otra vez aquellos cardos que…? En fin, ya sabes que yo las cosas de brujería…, pero, en fin, la botánica no es brujería, anoche mismo el doctor Loscos…
−Sí señor −dijo Milagritos−, ahora mismo voy. ¿Te vienes, Ramón?
−¿Me puedo ir, padre?
−Raimon, hijo, hoy no has dormido.
−No tengo sueño.
−En fin, sea, pero ten cuidado con la lluvia, Milagritos −dijo Pablo Monguió.
Milagritos y Raimon subieron por debajo de los Arcos para ir hasta la calle de la Fuentebuena, que salía de la iglesia de la Merced. Todo estaba lleno de barro. La lluvia golpeaba en las almenas de la Andaquilla. Tenían que caminar pegados a la cuneta porque por el camino bajaba una riada turbia que cubría los zapatos. Las casas de las Cuevas del Siete parecía que estuvieran deshaciéndose con la lluvia. De sus tejados bajos y combados caían chorriones grises y las mujeres sacaban con baldes el agua de los corrales y de los pajares, a veces de las propias casas. Amanecía sobre las Escuelas Graduadas y el camino que bordea el barranco del Arrabal. Los regueros formaban dibujos de raíces en la tierra y dejaban al descubierto los cascotes de los escombros. La muralla blanca de la Nevera parecía enfrentarse a la lluvia.
La calle de la Fuentebuena era de las más inclinadas, y, como todas, estaba cubierta de tierra y de cantos desperdigados. Algunas vecinas habían puesto tablas en los portales para que el zaguán no se anegase. Bajaban los chiquillos con un hato en la cabeza y esperaban en la puerta del Botijitos a que los mayores terminasen de tomar un vaso de revuelto, antes de acudir al tajo.
Milagritos salió de casa de su abuela con un saco.
−Vas a ver qué bien le sientan, Ramón. La otra vez se lo dimos y enseguida se despabiló y estaba muy pitica. Vamos, Ramón, y ven, no te salgas del paraguas, no te vayas a mojar.
Ya queda poco, ¿no?
ResponderEliminarEntramos en la fase terminal.
Mucho ánimo, Castellote. Aquí seguimos leyéndole.
Beinvenidos esos ánimos. Lo malo es que, precisamente porque queda poco, me pasa lo contrario que a los caballos, que cuando veo la cuadra remoloneo y me dejo llevar. Pero bueno, en una semana creo que estará liquidado. Después de terminar debo también extirpar el capítulo 12 y alojar su información necesaria en otros capítulos. Me pasé en un capítulo y alguno tengo que quitar. Ese es, creo, el más flojo de todos. Pero vaya, conde-duque, te recomiendo la experiencia. Es como correr el Tour.
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