Capítulo noveno
Hortensias y buganvillas
Guillermina estaba excitadísima. No había manera de dormirse. Lo intentaba y al cerrar los ojos le venían todas las flores juntas, toda la emoción y la alegría que había vivido aquella tarde inolvidable. ¡Cómo iba a olvidarse ella de tanta belleza! ¡Ni que estuviera loca! Lo único que lamentaba era no haber llevado un cuaderno para apuntarse todos los nombres de las flores y de los árboles frutales, todas las plantas trepadoras y todas las macetas que le había ido enseñando Leopoldo. Por primera vez, a oscuras y en silencio, lo llamaba Leopoldo. No le salía llamarlo el marqués, del mismo modo que le habría parecido ridículo dirigirse a él en ese tono. ¡Leopoldo jamás invitaría a pasar la tarde con él a nadie que lo llamara señor marqués! Además, era muy sencillo llamarlo Leopoldo, porque Leopoldo, a pesar de sus modales exquisitos, a pesar de su saber estar y no dejar nunca que se apagasen las brasas de la conversación, a pesar Leopoldo de ser marqués, no dejaba de ser sencillo, o a lo mejor, ahora que lo pensaba, por eso era marqués, por ser sencillo, porque la elegancia era de cuna, y por eso la llevaría puesta sin necesidad de hacer alardes ni de despreciar al prójimo. Bueno, según a qué prójimos, claro, porque Pau y ella no eran sólo prójimos, y eso se había visto claramente cuando paseaban con el Ford Torpedo por la carretera de Zaragoza, que todo el mundo los miraba. Guillermina se había sentido entonces como si paseara en una carroza y fuera ella la reina, ahora se podía ver a sí misma de perfil sentada en el automóvil, la estola de gasa rosicler con que se había sujetado la pamela para que no se le volara con el viento, y a su lado Leopoldo, que llevaba una gabardina inglesa beis carísima, esas gafas de aviador tan interesantes y esa gorra de tweed, tan moderna, no como el corriente canotier que llevaban por aquella época las clases medias, y que era el que llevaba puesto Pau, que iba sentado detrás.
¡Había sido tan divertido pasar al lado de las Sangüesas y pitarles con la bocina! “Tócala, mujer, tócala cuando quieras”, le decía Leopoldo, y Guillermina casi estuvo a punto entonces de perder la compostura y sonreír más de la cuenta o hacerle caso a Leopoldo y pegar un bocinazo justo cuando pasaban delante del señor Ferrán, que iba con su señora y las criadas empujaban carritos de ruedas muy grandes festoneados de puntillas. No hizo falta, porque les pitó Leopoldo, y los otros todos se volvieron a saludarle y Guillermina entonces se sintió la saludada, sintió por una vez, aunque fuera de rebote, eso que se llama pleitesía. Ir en el automóvil con Leopoldo había sido como ver a las personas en su dimensión real. ¡Y qué decir de cuando estaban llegando a la Capilla del Carmen y Leopoldo detuvo el automóvil y se quitó las gafas y estuvo explicándole a Pau algo de la fachada y entonces dijo "es una basílica en miniatura", y en la palabra basílica le salió un leve ceceo muy gracioso, bazílica, una zeta que era como cosquillas que le hacía con la lengua en el oído! Guillermina se puso colorada al pensar esto último. Le había salido en el pensamiento sin querer. Ella no quería decir nada malo, Dios mío, de ninguna manera, pensó Guillermina, y sintió como palpitaciones en el pecho y una vergüenza tremenda de haberlo pensado, aunque fuese sin querer. Pero estaba sola y a oscuras, y la vergüenza no era vergüenza sino secreto.
¡Había sido tan divertido pasar al lado de las Sangüesas y pitarles con la bocina! “Tócala, mujer, tócala cuando quieras”, le decía Leopoldo, y Guillermina casi estuvo a punto entonces de perder la compostura y sonreír más de la cuenta o hacerle caso a Leopoldo y pegar un bocinazo justo cuando pasaban delante del señor Ferrán, que iba con su señora y las criadas empujaban carritos de ruedas muy grandes festoneados de puntillas. No hizo falta, porque les pitó Leopoldo, y los otros todos se volvieron a saludarle y Guillermina entonces se sintió la saludada, sintió por una vez, aunque fuera de rebote, eso que se llama pleitesía. Ir en el automóvil con Leopoldo había sido como ver a las personas en su dimensión real. ¡Y qué decir de cuando estaban llegando a la Capilla del Carmen y Leopoldo detuvo el automóvil y se quitó las gafas y estuvo explicándole a Pau algo de la fachada y entonces dijo "es una basílica en miniatura", y en la palabra basílica le salió un leve ceceo muy gracioso, bazílica, una zeta que era como cosquillas que le hacía con la lengua en el oído! Guillermina se puso colorada al pensar esto último. Le había salido en el pensamiento sin querer. Ella no quería decir nada malo, Dios mío, de ninguna manera, pensó Guillermina, y sintió como palpitaciones en el pecho y una vergüenza tremenda de haberlo pensado, aunque fuese sin querer. Pero estaba sola y a oscuras, y la vergüenza no era vergüenza sino secreto.
Guillermina se subió un poco el embozo de las sábanas. Estaban limpias pero no olían ni mucho menos como las mantelerías que le enseñó Leopoldo, que habían sido de su abuela, y sólo las lavaban un par de veces al año con jabón de olor, o el faldón maravilloso de volantes que ya se veía que era sólo para niños de sangre azul con todas esas blondas chiquitinas planchaditas por las monjas de clausura. Guillermina pensó que al día siguiente nada más abrir las tiendas iría a la droguería de Timoteo Bayo, que la trataba con mucha deferencia porque había sido Pau el que le diseñó la casa, y compararía bolsas de mirra y jabones de olor para que oliera la casa como aquel dormitorio que les enseñó Leopoldo con dosel de terciopelo y cortinones de gasa de color violeta. La regia cama llevaba en las patas el mismo dibujo que el sillón de madera de plátano de su querido abuelo Raimón. ¡Fue tan emocionante aquella coincidencia! Guillermina estuvo a punto entonces de decirlo, estuvo a punto de decirle a Leopoldo mira Leopoldo, esas patas de león que tienes tú en tu cama son las mismas en las que me siento yo todas las tardes, y al pensarlo ahora volvieron salirle los colores. El pensamiento no era malo en sí mismo. Eran patas de madera, al fin y al cabo, pero al pensarlo Guillermina volvió a estremecerse de gusto.
Guillermina se levantó de la cama. Se puso la bata de seda blanca con amapolas bordadas. Con una mano, como en un gesto aprendido desde niña, liberó la melena castaña, que volvió a desparramarse sobre su espalda, y se ató el cinturón. Desde la ventana de su dormitorio se veía la estación de tren, el edificio con sillares de rodeno que al pie de la ciudad y al borde de un río daba la impresión de ser el apeadero de un país lejano. Las farolas apenas iluminaban el brillo gris de los raíles y el andén vacío.
Guillermina no había llamado a Leopoldo de ninguna manera, esa era la verdad. Ni Leopoldo ni marqués ni usted siquiera. Guillermina, cuando era inevitable, cuando habría sido de muy mal gusto no hablar o no contestar, entonces hablaba en tercera persona, decía frases que a lo mejor no venían a cuento. Por ejemplo, cuando Leopoldo les estaba enseñando la fachada umbría de la casa, el marqués dijo “¿qué le parece, Guillermina?”, y Guillermina dijo “me gustan mucho las ventanas”, y entonces Pau le echó un capote y dijo “¡qué barbaridad, cómo consigue usted mantener así las hortensias, con este clima!”, y entonces, por la sonrisa de Leopoldo −porque Leopoldo sonreía poco−, Guillermina comprendió que no hablaba de la fachada sino de las plantas. ¿Por qué no hablaban de novelas o de artistas célebres o de algo de lo que ella pudiese hablar? ¿Por qué no hablaban de Josep María Jujol? Pero no. Ella no era una estúpida y lo de la ventana le había salido porque su marido, siempre que van a cualquier sitio, en seguida se pone a hablar de las ventanas. Así que Guillermina, alguna que otra vez, para no quedar mal, habló de lo hermosas que estaban las hortensias y los jacintos y las azucenas, lo hermoso que era todo y lo que le gustaba estar en aquel jardín. “Este jardín es precioso”, dijo Guillermina. Habría querido decir otra cosa, pero no le salió nada más.
Y entonces Leopoldo les contó que la casa entera pasaba los inviernos cubierta de cristal. De hecho, a un metro de las paredes había una estructura metálica que recubría la casa y que a Guillermina, con la emoción de estar de visita en la casa de campo de Leopoldo, tampoco le llamó la atención. “Pero esto no es lo mejor”, dijo el marqués, contento como si fuese un niño, con sonrisa no formal sino sincera, ilusionada, eso Guillermina lo notó clarísimamente, notó cómo no había mentira en aquella sonrisa, cómo el marqués de Valdeavellano les estaba abriendo su corazón.
Y lo mejor era una cosa increíble. Pau dijo “esto es increíble”, y así Guillermina pudo pespuntear los halagos con observaciones que no corrían el riesgo de ser tontadas. “¡Qué cosa tan bonita!”, dijo un par de veces Guillermina. Era una inmensa buganvilla que cruzaba la fachada desde el pilón de abajo de la izquierda hasta el ventanuco del desván. Era como el mapa de un río que naciera en el tejado, como el esqueleto de un pescado monstruoso, en cada una de cuyas ramificaciones se veían desde abajo brotes de intenso verdor. “¡Fíjese, Monguió, fíjese en las hojas de este año!”, decía Leopoldo, “¡no se me ha secado ni una rama ni media!”, dijo, y luego se dirigió a ella, y la miró a los ojos y le dijo: “¡A que no se imaginaba, Guillermina, que en Teruel pudiesen crecer tan hermosas las buganvillas!”, y Guillermina había sonreído tímidamente y había dicho que no. “Desde luego que no”, había dicho, y había meneado la cabeza para darle más autoridad a su comentario. Leopoldo ya no le dijo mirándola a los ojos nada más en toda la tarde, pero tampoco le importaba. Todo era tan bonito que no hacía ninguna falta hablar.
Y entonces Leopoldo les contó que la casa entera pasaba los inviernos cubierta de cristal. De hecho, a un metro de las paredes había una estructura metálica que recubría la casa y que a Guillermina, con la emoción de estar de visita en la casa de campo de Leopoldo, tampoco le llamó la atención. “Pero esto no es lo mejor”, dijo el marqués, contento como si fuese un niño, con sonrisa no formal sino sincera, ilusionada, eso Guillermina lo notó clarísimamente, notó cómo no había mentira en aquella sonrisa, cómo el marqués de Valdeavellano les estaba abriendo su corazón.
Y lo mejor era una cosa increíble. Pau dijo “esto es increíble”, y así Guillermina pudo pespuntear los halagos con observaciones que no corrían el riesgo de ser tontadas. “¡Qué cosa tan bonita!”, dijo un par de veces Guillermina. Era una inmensa buganvilla que cruzaba la fachada desde el pilón de abajo de la izquierda hasta el ventanuco del desván. Era como el mapa de un río que naciera en el tejado, como el esqueleto de un pescado monstruoso, en cada una de cuyas ramificaciones se veían desde abajo brotes de intenso verdor. “¡Fíjese, Monguió, fíjese en las hojas de este año!”, decía Leopoldo, “¡no se me ha secado ni una rama ni media!”, dijo, y luego se dirigió a ella, y la miró a los ojos y le dijo: “¡A que no se imaginaba, Guillermina, que en Teruel pudiesen crecer tan hermosas las buganvillas!”, y Guillermina había sonreído tímidamente y había dicho que no. “Desde luego que no”, había dicho, y había meneado la cabeza para darle más autoridad a su comentario. Leopoldo ya no le dijo mirándola a los ojos nada más en toda la tarde, pero tampoco le importaba. Todo era tan bonito que no hacía ninguna falta hablar.
Ahora, ya de noche y metida en la cama, Guillermina se sorprendió haciendo ruido al respirar por la nariz. Otra vez se le subieron los colores, y sintió un poco de frío en los pies. A lo lejos, por la Capilla del Carmen, se vio una luz que se acercaba, al principio débil como un candil, y después más claro el foco sobre las traviesas negras de la vía. Guillermina abrió el balcón para escuchar el ruido de las ruedas renqueantes y el chorro de vapor que se confundía con la neblina. La noche fresca la serenaba. Se desabrochó un poco la bata para que le diera el aire, a ver si le bajaba un poco la sofocación, pero cerró porque la nube de humo negro que había quedado flotando en la noche subió y Guillermina, nada más oler el carbón, empezó a toser y fue apoyándose en las sillas hasta el tocador. Se sentó frente al espejo, y del cajoncito de pomos dorados sacó un frasco de Miogenol y tragó una pastilla que esperó a que le hiciera efecto con los ojos cerrados.
El olor a carbón quemado se había apoderado del dormitorio. Era el olor que más odiaba Guillermina. Que la ropa echase olor a carbón era como si Guillermina fuese uno de esos personajes huérfanos que pasaban la infancia en una lóbrega carbonería. Y a buen sitio habían ido a parar. Las toallas de baño y las enaguas y las sábanas olían a carbón, que era un olor de miserables, definitivamente. Cuando se le hubo pasado la tos y ella ya se sentía un poco más repuesta, se dio una vuelta por la habitación con el esenciero, apretando la pera, pero aquel perfume pegajoso se mezclaba con el carbón y quedaba un olor como al incienso de los entierros.
Necesitaba algo más fresco. Guillermina necesitaba algo más natural. Recordó de pronto las lilas que Leopoldo le mandó cortar a su criado Fermín, y que al llegar a casa Guillermina dio a Milagritos para que las pusiera en un búcaro. ¿Dónde estaban esas lilas? ¡Era urgentísimo encontrar las lilas que Leopoldo mandó cortar a Fermín! Guillermina se volvió cerrar la bata y bajó a tientas por las escaleras, sin más luz que el resplandor de la farola que entraba por los vidrios biselados de la puerta principal. Guillermina no quería despertar a nadie y no encendió ninguna palmatoria, pero también quería encontrar por el olor las lilas, seguir su aroma en la oscuridad.
Un nuevo pálpito la obligó a detenerse. Se apoyó jadeante sobre la barandilla. Un vértigo repentino la llenaba de inseguridad al bajar las escaleras. ¿Qué le estaba pasando? El Miogenol no mitigaba su angustia, como le había sucedido un par de veces desde que llegaron a Teruel. Pero esas otras veces más que angustia era su mal genio desbocado, y no había sido el Miogenol sino la lectura la única capaz de sosegarla. Las ansias y dolores de cabeza, esa furia interior que le picoteaba las entrañas, se disparaban cuando a media tarde, en mitad de un novelón, venían las Sangüesas repelentes a comer pasteles. Escuchaba los chanchullos y politiqueos mal disimulados de Sagrario y los entusiasmos pueriles de Pilarín, y no recobraba el amor propio hasta que no se habían ido y Guillermina se hundía nuevamente en la lectura. Pero ahora, persiguiendo lilas, lo único en el mundo que no le apetecía era leer.
Casi por instinto, sus pasos la llevaron hasta la cocina, y allí estaban las lilas. Guillermina hundió su rostro en ellas como si fuesen un pañuelo mojado en mitad de la humareda. Se frotó con ellas las manos y las aplastó contra su pecho y se frotó el cuello con las flores. En su respiración entrecortada se colaban suspiros de alivio. Cuando terminó de perfumarse, las lilas no eran más que escuálidos racimos sin flores cuya silueta miró al claror de la luna.
Avergonzada de su incalificable comportamiento, se dispuso a buscar una escoba con que barrer los pétalos de lila que sus pies descalzos notaban al andar. No sabía orientarse bien en la cocina. A sí misma se justificaba pensando que ella sólo pretendía quitarse de encima el olor del carbón, pero ese comportamiento tan desaforado, guiñadose por el olor en mitad de la noche, no tenía nada que ver con su voluntad. Ella no decidía sufrir semejantes sofocos, su pensamiento no pintaba los calores que la envolvían. No era culpa suya. Y, además, nadie la había visto.
Guillermina se volvió a vestir con cierto decoro nocturno. Subió de puntillas las escaleras y se metió corriendo a su habitación. Aún estaba tratando de calentarse los pies y de acallar un poco las palpitaciones con el aroma que le subía del pecho cuando sonó la puerta principal. Era más de media noche. Pau no salía nunca después de las ocho. ¿Adónde iría?, pensó. Se imaginó que su marido salía de casa por las noches a hurtadillas, ese pensamiento pareció sosegarla un poco y devolver a sus oídos el rumor del sueño, pero unos golpes de nudillos en la puerta la volvieron a sobresaltar.
−¿Querida?
Era la voz de Pau. A Guillermina el corazón se le salía por la boca. Pensó en las lilas. Antes de contestar pensó en las lilas que había esparcidas en el suelo sin barrer de la cocina.
−¿Sí? −dijo al final, como si se estuviera atragantando.
La puerta se abrió y el sonriente Pau Monguió apareció con un candil.
−¡Mira, Guillermina, qué sopresa! ¡Ha venido Rosser!
El olor a carbón quemado se había apoderado del dormitorio. Era el olor que más odiaba Guillermina. Que la ropa echase olor a carbón era como si Guillermina fuese uno de esos personajes huérfanos que pasaban la infancia en una lóbrega carbonería. Y a buen sitio habían ido a parar. Las toallas de baño y las enaguas y las sábanas olían a carbón, que era un olor de miserables, definitivamente. Cuando se le hubo pasado la tos y ella ya se sentía un poco más repuesta, se dio una vuelta por la habitación con el esenciero, apretando la pera, pero aquel perfume pegajoso se mezclaba con el carbón y quedaba un olor como al incienso de los entierros.
Necesitaba algo más fresco. Guillermina necesitaba algo más natural. Recordó de pronto las lilas que Leopoldo le mandó cortar a su criado Fermín, y que al llegar a casa Guillermina dio a Milagritos para que las pusiera en un búcaro. ¿Dónde estaban esas lilas? ¡Era urgentísimo encontrar las lilas que Leopoldo mandó cortar a Fermín! Guillermina se volvió cerrar la bata y bajó a tientas por las escaleras, sin más luz que el resplandor de la farola que entraba por los vidrios biselados de la puerta principal. Guillermina no quería despertar a nadie y no encendió ninguna palmatoria, pero también quería encontrar por el olor las lilas, seguir su aroma en la oscuridad.
Un nuevo pálpito la obligó a detenerse. Se apoyó jadeante sobre la barandilla. Un vértigo repentino la llenaba de inseguridad al bajar las escaleras. ¿Qué le estaba pasando? El Miogenol no mitigaba su angustia, como le había sucedido un par de veces desde que llegaron a Teruel. Pero esas otras veces más que angustia era su mal genio desbocado, y no había sido el Miogenol sino la lectura la única capaz de sosegarla. Las ansias y dolores de cabeza, esa furia interior que le picoteaba las entrañas, se disparaban cuando a media tarde, en mitad de un novelón, venían las Sangüesas repelentes a comer pasteles. Escuchaba los chanchullos y politiqueos mal disimulados de Sagrario y los entusiasmos pueriles de Pilarín, y no recobraba el amor propio hasta que no se habían ido y Guillermina se hundía nuevamente en la lectura. Pero ahora, persiguiendo lilas, lo único en el mundo que no le apetecía era leer.
Casi por instinto, sus pasos la llevaron hasta la cocina, y allí estaban las lilas. Guillermina hundió su rostro en ellas como si fuesen un pañuelo mojado en mitad de la humareda. Se frotó con ellas las manos y las aplastó contra su pecho y se frotó el cuello con las flores. En su respiración entrecortada se colaban suspiros de alivio. Cuando terminó de perfumarse, las lilas no eran más que escuálidos racimos sin flores cuya silueta miró al claror de la luna.
Avergonzada de su incalificable comportamiento, se dispuso a buscar una escoba con que barrer los pétalos de lila que sus pies descalzos notaban al andar. No sabía orientarse bien en la cocina. A sí misma se justificaba pensando que ella sólo pretendía quitarse de encima el olor del carbón, pero ese comportamiento tan desaforado, guiñadose por el olor en mitad de la noche, no tenía nada que ver con su voluntad. Ella no decidía sufrir semejantes sofocos, su pensamiento no pintaba los calores que la envolvían. No era culpa suya. Y, además, nadie la había visto.
Guillermina se volvió a vestir con cierto decoro nocturno. Subió de puntillas las escaleras y se metió corriendo a su habitación. Aún estaba tratando de calentarse los pies y de acallar un poco las palpitaciones con el aroma que le subía del pecho cuando sonó la puerta principal. Era más de media noche. Pau no salía nunca después de las ocho. ¿Adónde iría?, pensó. Se imaginó que su marido salía de casa por las noches a hurtadillas, ese pensamiento pareció sosegarla un poco y devolver a sus oídos el rumor del sueño, pero unos golpes de nudillos en la puerta la volvieron a sobresaltar.
−¿Querida?
Era la voz de Pau. A Guillermina el corazón se le salía por la boca. Pensó en las lilas. Antes de contestar pensó en las lilas que había esparcidas en el suelo sin barrer de la cocina.
−¿Sí? −dijo al final, como si se estuviera atragantando.
La puerta se abrió y el sonriente Pau Monguió apareció con un candil.
−¡Mira, Guillermina, qué sopresa! ¡Ha venido Rosser!
Felicidades, creo que este va tener tanto éxito como tuvo la FB, además, aunque el título "Una Flor de Hierro", me guste tiene también un poco de ´escándalo´, y por lo tanto "El escándalo del picaporte" también tiene mi apoyo. Bueno profe, sólo he leido el primer y segundo capítulo y me enganchado asique voy a seguir leyendo(upss! un gerundio)y sobre esto nada más que creo que va a llegar a ser el "GRANDIOSO FOLLETIN" del siglo.
ResponderEliminarPor otro lado, quería decirte lo del libro de `Historia de Inglaterra`que por aquí en las fuenlas no lo encuentro asique ¿en la librería Aviraneta estará?... seguiré buscándolo.
Ah por cierto! mañana, es decir,martes, hemos quedado con Teresa y Manuel para ir a ver a Patinir al Prado si te quieres venir, hemos quedado a las 9.40am o por ahí en la puerta de Goya.Un saludo.
Allí me tendréis, si no sucede nada raro, a ver paisajes de Patinir. No me vendrá mal un descansito. Llevo diez días seguidos de fraguas, curas, locas y buganvillas, y con Mozart adherido a los huesos de la mañana a la noche. Salud.
ResponderEliminarVenga profe ya será para menos, aunque ahora estés adherido a la silla y con los ojos pegados al trasto sabes que tus reconocimientos de buen escritor te llevarás. Además si estás acompañado de Mozart que más quieres.Yo sigo leyendo que cada vez estoy más impresionado y voy ya por el sexto.Ánimo.Jose Manuel
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