Capítulo vigésimo cuarto, y último
Allá van los muchachos
−Sólo le pido que cuide de mi hermano.
−No te pgeocupes, Tomás −dijo el hermano Etienne, enarcando las cejas mucho, como los maestros cuando ven un ejercicio mal hecho pero no lo consideran grave−. Si te encuentgas en dificultades, ya lo mandagué a él a Bagselona paga que cuide de ti.
Aún no había llegado el tren a la estación. El hermano Etienne y Tomás dejaron las bicicletas apoyadas en los muros de rodeno del apeadero. Tomás había subido hasta San Nicolás a despedirse con la bicicleta malva de Rosser, para dejarla también en el hospicio. Aún tenía que recoger de la fragua el cardo para entregárselo personalmente al señor Monguió, y para que Rosser pudiera verlo antes de irse. Así que el hermano Etienne se montó en la bicicleta de Pilarín, la del ojo rasgado, y ambos bajaron por el puente de la Reina Isabel II y pedalearon luego cuesta arriba hasta la misma fragua de Matías Abad. Allí Tomás recogió su trabajo de las dos últimas noches, lo metió en una caja de madera y lo ató con unas cuerdas al trasportín de la bicicleta.
Fueron los primeros en llegar a la estación. El día era radiante. Las vías de hierro brillaban con el sol de la mañana, una cortina de luz rasgaba las líneas de sombra de la marquesina. Tomás estaba nervioso.
−Si tengo bastante con un mes no estaré dos, eso lo puede tener seguro.
−No te pgesipites, Tomás. Tienes la opogtunidad de ampliag tus conosimientos.
−Me sabe mal.
−¿El qué?
−Que me lo pague el marqués.
El hermano Etienne se subió los lentes, abrió las piernas y cruzó los brazos. La sotana le caía con mucha autoridad.
−Yo no sé qué pasaguía si hubiese una guevolusión como las que te gustan a ti, Tomás, pego, de momento, es mejog teneg un magqués con sensibilidad agtística que un patgono muegto. ¿No te paguese? A mí me integuesa que nos va a dag dinego paga el tejado. Y maniana Dios digá.
Los viajeros iban ocupando sitio en el andén con sus cajas de comida y sus maletas atadas con cuerdas. Otros venían en grupos a recoger a los que llegaban. Y algunos otros merodeaban fuera de la marquesina y miraban a los viajeros haciéndose visera con la mano. Eran hortelanos que pasaban de camino a Villaspesa, obreros de las vías y muchachos sin escuela, que se arracimaban a la hora del tren Botijo igual que aguardaban el espectáculo de la gente a la salida de los toros.
Pronto la estación estuvo llena de gente, las voces habían subido pero Tomás distinguió allá dentro del vestíbulo la voz de Pilarín Sangüesa como distinguiría una cadena de plata entre unos cuantos tubos de hierro. Y empezó a salir la comitiva. El señor Monguió llevaba una maleta muy pesada y miraba a todos lados a ver si había mozo de cuerda o algo de lo que suele haber en las estaciones. Tomás y el hermano Etienne acudieron a echarle una mano. Detrás salía Guillermina, de espaldas, abriendo paso a su sobrina Rosser, que caminaba con extrema lentitud, y a Pilarín Sangüesa, que la llevaba cogida del brazo. Detrás, con las gafas de aviador puestas en la gorra de tweed, entraba el marqués.
−¿Qué no hay un mozo de equipajes aquí, oye? −dijo Pau Monguió.
−Guarde esto −dijo Tomás, y le dio al arquitecto la caja−, yo cojo la maleta.
−¡Tomás! −dijo Pilarín, que estaba guapísima. Guillermina le había peinado sus pelos de chico de un modo muy gracioso, y Rosser le había prestado su vestido azul oscuro con solapa Robespierre, el que tanto le gustaba a la marquesa, y se había pintado los labios. El propio Etienne no pudo reprimirse.
−¡Pego qué guapa estás, Pilaguín!
Pilarín sonreía con su boca de fresa pero no perdía de vista a Rosser, que iba muy tranquila, agarrada con las dos manos del bracete de Pilarín y apoyada en su hombro. Le había vuelto el color a la cara. Tomás se acercó a ella.
−¿Te encuentras mejor, Rosser? −le dijo.
−No me he encontrado mejor en mi vida −respondió ella, con una sonrisa que parecía una talla mayor que sus facciones−. En cuanto me coma una butifarra con monchetes os vais a enterar de quién es este fantasma.
−¡La mare de deu! −dijo Pau Monguió−. ¡Qué cosa tan bonita!
Aún estaba de cuclillas en el suelo, quitando las pajas que envolvían el cardo de hierro. Tomás se acercó para levantarlo y que lo viesen todos.
−¿Te gusta, Rosser? −dijo Tomás.
Tomás acercó el cardo hasta ellas. Las hojas envolvían el tallo como una llama, pero también caían lánguidas en los bordes de los lóbulos. Había algo de agasajo, de cubrimiento amoroso en aquellas hojas que parecían ensayar el gesto de los santos en los cuadros, las líneas envolventes de los brazos, o el dulce lamento recogido con que son transportados por la fe. Todo era blando en aquel artefacto de hierro, ni las espinas eran duras tan siquiera, ni mucho menos los delgados pétalos, que parecía que fueran a desprenderse con la brisa, ni siquiera el tallo recto que iría soldado a la reja, que tenía imperfecciones calculadas y rebabas y ablandamientos, y más o menos era del grosor de un eslizón.
Rosser desprendió una de sus manos del brazo de Rosser y acarició los pétalos. No dijo nada. Tan sólo sonrió como si al tocar la flor de hierro una corriente de alegría hubiese iluminado su cara.
−¿Les has dejado el molde, Tomás? −dijo el marqués entusiasmado−. Esto hay que inaugurarlo cuanto antes.
−Don Matías no necesita moldes −dijo Tomás.
−¿Pero qué llevas aquí, muchacha? −dijo Tomás, al sopesar el maletón.
−Te llevo a ti partido en trozos −dijo Rosser, con su sonrisa de siempre, con su talla de sonrisa, la que fascinó a Tomás desde el primer momento y seguiría fascinando en su recuerdo para siempre. Tomás recordó entonces la conversación que había mantenido el sábado anterior con el marqués, y se volvió a mirarlo. El marqués entornó los ojos como si no tuviera importancia la cosa, cualquiera que fuese.
−¡Pero y estos chiquillos!, ¿es que no van a venir a despedirnos? −dijo Pilarín Sangüesa−. Hermano Etienne, hoy es el Sermón de las Tortillas y deberían dejar a los niños que saliesen antes del colegio.
−Han venido a buscar a Raimon esta mañana. Milagritos les ha preparado merienda para que vayan a comer al campo−dijo Guillermina. Se había agarrado del brazo de Pau Monguió y con él seguía contemplando la flor de hierro, de espaldas al marqués.
−¡Ahí está! −dijo el hermano Etienne, que no dejaba de mirar la vía y a los chiquillos arremolinados más allá de los andenes.
Las lentas bielas del tren Botijo, su locomotora negra y sus vagones pintados de verde alcanzaron el andén envueltos en una nube de vapor. Todo el mundo se dispuso a dar besos y abrazos. Pau Monguió se quitó su canotier y Leopoldo su gorra de tweed. Guillermina besó la primera a Pilarín y le pidió que cuidase de Rosser, y luego, con lágrimas en los ojos, se despidió de Rosser. Fue a decirle algo pero Rosser la abrazó sin dejarla que hablase. Guillermina besó a Pilarín y volvió corriendo a cogerse del brazo de su marido. El marqués besó la mano de Rosser, con esos gestos falsos que eran la única manera que tenía el marqués de ser sincero, e hizo lo propio con Pilarín, a quien, sin embargo, antes de de soltarle la mano la miró a la cara y le dijo:
−No sabes, Pilarín, cuánto lamento no haberte conocido antes. Y eso que fuimos juntos a la escuela.
Pilarín lo tomó como un cumplido y no lo desairó de ningún modo, pero es que se hacía lo hora y no llegaban los chiquillos.
−No vendrán −dijo Tomás−. Conozco a mi hermano. Pero no se lo tomes a mal, Pilar. Para él eres mucho más que la señorita Pilarín. Y no soporta las despedidas.
−¿Pero por qué no viene con nosotros? −dijo Rosser.
−Yo le he insistido −dijo Tomás−, pero no sé, no puedo obligarlo. Él se quiere quedar.
−Él estará bien, Pilaguín −zanjó con amabilidad el hermano Etienne.
El silbido del tren sonó con estrépito y un tumulto de besos y de prisas se mezcló con el vapor. Tomás subió al vagón y ayudó a subir a Rosser, a quien Pilarín sostenía por la cintura. Casi ni los vieron por las ventanillas dejar los bultos en el maletero y ponerse cómodos en el departamento. Casi sólo vieron agitar las manos. Casi sólo se vio la sonrisa de Pilarín Sangüesa. El tren emprendió renqueante su marcha y pronto vieron la puerta cerrada del último vagón que se alejaba.
El convoy pasó junto a la ermita del Carmen, esa iglesia que al marqués le parecía una bazílica diminuta. Por allí lo vieron pasar y emboscarse entre las sargas y los espinos los tres amigos, sentados en una piedra, en la piedra desde donde solían mirar las ventanas de la cárcel de Capuchinos, los brazos que asomaban a la reja.
−Allá van −dijo Raimon.
−A Barcelona tardan por lo menos dos días porque mi tía fue a Zaragoza y le costó uno −dijo Luisín.
Isidoro no dijo nada. Isidoro miraba las vías del tren y se acariciaba la cicatriz de la barbilla. Raimon miró a Luisín por detrás de la espalda de Isidoro. Los tres callaron. Eran momentos difíciles para Isidoro, y sus amigos se quedaron sentados junto a él y se callaron.
El tren se perdió entre las nogueras. La primavera había reventado y hasta en los pedruscos blancos de aquel monte nacían las lavandas y las camomilas. La ciudad se derramaba como el agua por los huertos. Por el camino de San Blas iban familias enteras montadas en un carro a pasar el día en las lagunas. Por las Atarazanas veían jóvenes saltar entre los herbazales en busca de algún claro junto al río. La vega verde y brillante se llenaba con los trinos de los pájaros y de los niños que jugaban a esconderse entre los arbustos. Isidoro miró hacia los altos de la Muela, y dejó de acariciarse la barbilla.
−Vamos −dijo, y se levantó y se sacudió la culera de los pantalones.
Llegaron a San Nicolás antes que el hermano Etienne, que venía acompañado por un renovado Pau Monguió, capaz, a pesar de su oronda figura, de subir también la cuesta en bicicleta. Ninguno de los dos preguntaron a los chicos por qué no habían ido a la estación cuando los vieron apoyados en las flores ondulantes de la verja.
El hermano Etienne agradeció su ayuda a Pau para traer las dos bicicletas. Raimon pidió permiso a su padre para quedarse a pasar el día con sus amigos. A Monguió le pareció bien y aún habló con el hermano Etienne de verse al día siguiente para el asunto del tejado.
−¿Está todo listo? −dijo el hermano Etienne.
−Sí −dijo Isidoro.
−Pues vamos allá.
Dos hermanos más abrieron la puerta y todos los muchachos de San Nicolás salieron con sus blusas y sus pequeños morrales colgados a la espalda. Los más pequeños iban de la mano de los hermanos y estos los fueron repartiendo entre los mayores. Luis se ocupaba de Marcelino, que se había acatarrado con las lluvias y enseguida se cansaba. E Isidoro los iba llevando a todos por turnos sentados en el trasportín y en la barra de la bicicleta, lo mismo que Raimon, que llevó todo el tiempo a un chaval de Cretas, Vicentico, al que le faltaba la pierna derecha.
Todos cruzaron bajo el arquillo de San Cristóbal, bajaron hasta la iglesia de la Merced y después hasta el antiguo convento de los Franciscanos. Todos cruzaron el puente de hierro, y caminaron en fila india por la vereda que se abría entre las tapias de los huertos, y siguieron el cauce del río. Los muchachos se giraban a ver las fachadas impresionantes del Seminario y de las casas de San Francisco, aquellas ventanas que parecían derretirse, los muros blancos de la Glorieta, las altas torres de la ciudad. Y todos alcanzaron la carretera de Cuenca y respiraron el campo cuajado de amapolas. Allá van los muchachos, allá van caminando por la tierra roja, allá van subiéndose a los manzanos en flor y buscando sapos en el río. Allá van riendo los muchachos, allá van rompiendo el aire con la bicicleta, allá van sus canciones a la primavera. Allá van los muchachos, allá van.
−No te pgeocupes, Tomás −dijo el hermano Etienne, enarcando las cejas mucho, como los maestros cuando ven un ejercicio mal hecho pero no lo consideran grave−. Si te encuentgas en dificultades, ya lo mandagué a él a Bagselona paga que cuide de ti.
Aún no había llegado el tren a la estación. El hermano Etienne y Tomás dejaron las bicicletas apoyadas en los muros de rodeno del apeadero. Tomás había subido hasta San Nicolás a despedirse con la bicicleta malva de Rosser, para dejarla también en el hospicio. Aún tenía que recoger de la fragua el cardo para entregárselo personalmente al señor Monguió, y para que Rosser pudiera verlo antes de irse. Así que el hermano Etienne se montó en la bicicleta de Pilarín, la del ojo rasgado, y ambos bajaron por el puente de la Reina Isabel II y pedalearon luego cuesta arriba hasta la misma fragua de Matías Abad. Allí Tomás recogió su trabajo de las dos últimas noches, lo metió en una caja de madera y lo ató con unas cuerdas al trasportín de la bicicleta.
Fueron los primeros en llegar a la estación. El día era radiante. Las vías de hierro brillaban con el sol de la mañana, una cortina de luz rasgaba las líneas de sombra de la marquesina. Tomás estaba nervioso.
−Si tengo bastante con un mes no estaré dos, eso lo puede tener seguro.
−No te pgesipites, Tomás. Tienes la opogtunidad de ampliag tus conosimientos.
−Me sabe mal.
−¿El qué?
−Que me lo pague el marqués.
El hermano Etienne se subió los lentes, abrió las piernas y cruzó los brazos. La sotana le caía con mucha autoridad.
−Yo no sé qué pasaguía si hubiese una guevolusión como las que te gustan a ti, Tomás, pego, de momento, es mejog teneg un magqués con sensibilidad agtística que un patgono muegto. ¿No te paguese? A mí me integuesa que nos va a dag dinego paga el tejado. Y maniana Dios digá.
Los viajeros iban ocupando sitio en el andén con sus cajas de comida y sus maletas atadas con cuerdas. Otros venían en grupos a recoger a los que llegaban. Y algunos otros merodeaban fuera de la marquesina y miraban a los viajeros haciéndose visera con la mano. Eran hortelanos que pasaban de camino a Villaspesa, obreros de las vías y muchachos sin escuela, que se arracimaban a la hora del tren Botijo igual que aguardaban el espectáculo de la gente a la salida de los toros.
Pronto la estación estuvo llena de gente, las voces habían subido pero Tomás distinguió allá dentro del vestíbulo la voz de Pilarín Sangüesa como distinguiría una cadena de plata entre unos cuantos tubos de hierro. Y empezó a salir la comitiva. El señor Monguió llevaba una maleta muy pesada y miraba a todos lados a ver si había mozo de cuerda o algo de lo que suele haber en las estaciones. Tomás y el hermano Etienne acudieron a echarle una mano. Detrás salía Guillermina, de espaldas, abriendo paso a su sobrina Rosser, que caminaba con extrema lentitud, y a Pilarín Sangüesa, que la llevaba cogida del brazo. Detrás, con las gafas de aviador puestas en la gorra de tweed, entraba el marqués.
−¿Qué no hay un mozo de equipajes aquí, oye? −dijo Pau Monguió.
−Guarde esto −dijo Tomás, y le dio al arquitecto la caja−, yo cojo la maleta.
−¡Tomás! −dijo Pilarín, que estaba guapísima. Guillermina le había peinado sus pelos de chico de un modo muy gracioso, y Rosser le había prestado su vestido azul oscuro con solapa Robespierre, el que tanto le gustaba a la marquesa, y se había pintado los labios. El propio Etienne no pudo reprimirse.
−¡Pego qué guapa estás, Pilaguín!
Pilarín sonreía con su boca de fresa pero no perdía de vista a Rosser, que iba muy tranquila, agarrada con las dos manos del bracete de Pilarín y apoyada en su hombro. Le había vuelto el color a la cara. Tomás se acercó a ella.
−¿Te encuentras mejor, Rosser? −le dijo.
−No me he encontrado mejor en mi vida −respondió ella, con una sonrisa que parecía una talla mayor que sus facciones−. En cuanto me coma una butifarra con monchetes os vais a enterar de quién es este fantasma.
−¡La mare de deu! −dijo Pau Monguió−. ¡Qué cosa tan bonita!
Aún estaba de cuclillas en el suelo, quitando las pajas que envolvían el cardo de hierro. Tomás se acercó para levantarlo y que lo viesen todos.
−¿Te gusta, Rosser? −dijo Tomás.
Tomás acercó el cardo hasta ellas. Las hojas envolvían el tallo como una llama, pero también caían lánguidas en los bordes de los lóbulos. Había algo de agasajo, de cubrimiento amoroso en aquellas hojas que parecían ensayar el gesto de los santos en los cuadros, las líneas envolventes de los brazos, o el dulce lamento recogido con que son transportados por la fe. Todo era blando en aquel artefacto de hierro, ni las espinas eran duras tan siquiera, ni mucho menos los delgados pétalos, que parecía que fueran a desprenderse con la brisa, ni siquiera el tallo recto que iría soldado a la reja, que tenía imperfecciones calculadas y rebabas y ablandamientos, y más o menos era del grosor de un eslizón.
Rosser desprendió una de sus manos del brazo de Rosser y acarició los pétalos. No dijo nada. Tan sólo sonrió como si al tocar la flor de hierro una corriente de alegría hubiese iluminado su cara.
−¿Les has dejado el molde, Tomás? −dijo el marqués entusiasmado−. Esto hay que inaugurarlo cuanto antes.
−Don Matías no necesita moldes −dijo Tomás.
−¿Pero qué llevas aquí, muchacha? −dijo Tomás, al sopesar el maletón.
−Te llevo a ti partido en trozos −dijo Rosser, con su sonrisa de siempre, con su talla de sonrisa, la que fascinó a Tomás desde el primer momento y seguiría fascinando en su recuerdo para siempre. Tomás recordó entonces la conversación que había mantenido el sábado anterior con el marqués, y se volvió a mirarlo. El marqués entornó los ojos como si no tuviera importancia la cosa, cualquiera que fuese.
−¡Pero y estos chiquillos!, ¿es que no van a venir a despedirnos? −dijo Pilarín Sangüesa−. Hermano Etienne, hoy es el Sermón de las Tortillas y deberían dejar a los niños que saliesen antes del colegio.
−Han venido a buscar a Raimon esta mañana. Milagritos les ha preparado merienda para que vayan a comer al campo−dijo Guillermina. Se había agarrado del brazo de Pau Monguió y con él seguía contemplando la flor de hierro, de espaldas al marqués.
−¡Ahí está! −dijo el hermano Etienne, que no dejaba de mirar la vía y a los chiquillos arremolinados más allá de los andenes.
Las lentas bielas del tren Botijo, su locomotora negra y sus vagones pintados de verde alcanzaron el andén envueltos en una nube de vapor. Todo el mundo se dispuso a dar besos y abrazos. Pau Monguió se quitó su canotier y Leopoldo su gorra de tweed. Guillermina besó la primera a Pilarín y le pidió que cuidase de Rosser, y luego, con lágrimas en los ojos, se despidió de Rosser. Fue a decirle algo pero Rosser la abrazó sin dejarla que hablase. Guillermina besó a Pilarín y volvió corriendo a cogerse del brazo de su marido. El marqués besó la mano de Rosser, con esos gestos falsos que eran la única manera que tenía el marqués de ser sincero, e hizo lo propio con Pilarín, a quien, sin embargo, antes de de soltarle la mano la miró a la cara y le dijo:
−No sabes, Pilarín, cuánto lamento no haberte conocido antes. Y eso que fuimos juntos a la escuela.
Pilarín lo tomó como un cumplido y no lo desairó de ningún modo, pero es que se hacía lo hora y no llegaban los chiquillos.
−No vendrán −dijo Tomás−. Conozco a mi hermano. Pero no se lo tomes a mal, Pilar. Para él eres mucho más que la señorita Pilarín. Y no soporta las despedidas.
−¿Pero por qué no viene con nosotros? −dijo Rosser.
−Yo le he insistido −dijo Tomás−, pero no sé, no puedo obligarlo. Él se quiere quedar.
−Él estará bien, Pilaguín −zanjó con amabilidad el hermano Etienne.
El silbido del tren sonó con estrépito y un tumulto de besos y de prisas se mezcló con el vapor. Tomás subió al vagón y ayudó a subir a Rosser, a quien Pilarín sostenía por la cintura. Casi ni los vieron por las ventanillas dejar los bultos en el maletero y ponerse cómodos en el departamento. Casi sólo vieron agitar las manos. Casi sólo se vio la sonrisa de Pilarín Sangüesa. El tren emprendió renqueante su marcha y pronto vieron la puerta cerrada del último vagón que se alejaba.
El convoy pasó junto a la ermita del Carmen, esa iglesia que al marqués le parecía una bazílica diminuta. Por allí lo vieron pasar y emboscarse entre las sargas y los espinos los tres amigos, sentados en una piedra, en la piedra desde donde solían mirar las ventanas de la cárcel de Capuchinos, los brazos que asomaban a la reja.
−Allá van −dijo Raimon.
−A Barcelona tardan por lo menos dos días porque mi tía fue a Zaragoza y le costó uno −dijo Luisín.
Isidoro no dijo nada. Isidoro miraba las vías del tren y se acariciaba la cicatriz de la barbilla. Raimon miró a Luisín por detrás de la espalda de Isidoro. Los tres callaron. Eran momentos difíciles para Isidoro, y sus amigos se quedaron sentados junto a él y se callaron.
El tren se perdió entre las nogueras. La primavera había reventado y hasta en los pedruscos blancos de aquel monte nacían las lavandas y las camomilas. La ciudad se derramaba como el agua por los huertos. Por el camino de San Blas iban familias enteras montadas en un carro a pasar el día en las lagunas. Por las Atarazanas veían jóvenes saltar entre los herbazales en busca de algún claro junto al río. La vega verde y brillante se llenaba con los trinos de los pájaros y de los niños que jugaban a esconderse entre los arbustos. Isidoro miró hacia los altos de la Muela, y dejó de acariciarse la barbilla.
−Vamos −dijo, y se levantó y se sacudió la culera de los pantalones.
Llegaron a San Nicolás antes que el hermano Etienne, que venía acompañado por un renovado Pau Monguió, capaz, a pesar de su oronda figura, de subir también la cuesta en bicicleta. Ninguno de los dos preguntaron a los chicos por qué no habían ido a la estación cuando los vieron apoyados en las flores ondulantes de la verja.
El hermano Etienne agradeció su ayuda a Pau para traer las dos bicicletas. Raimon pidió permiso a su padre para quedarse a pasar el día con sus amigos. A Monguió le pareció bien y aún habló con el hermano Etienne de verse al día siguiente para el asunto del tejado.
−¿Está todo listo? −dijo el hermano Etienne.
−Sí −dijo Isidoro.
−Pues vamos allá.
Dos hermanos más abrieron la puerta y todos los muchachos de San Nicolás salieron con sus blusas y sus pequeños morrales colgados a la espalda. Los más pequeños iban de la mano de los hermanos y estos los fueron repartiendo entre los mayores. Luis se ocupaba de Marcelino, que se había acatarrado con las lluvias y enseguida se cansaba. E Isidoro los iba llevando a todos por turnos sentados en el trasportín y en la barra de la bicicleta, lo mismo que Raimon, que llevó todo el tiempo a un chaval de Cretas, Vicentico, al que le faltaba la pierna derecha.
Todos cruzaron bajo el arquillo de San Cristóbal, bajaron hasta la iglesia de la Merced y después hasta el antiguo convento de los Franciscanos. Todos cruzaron el puente de hierro, y caminaron en fila india por la vereda que se abría entre las tapias de los huertos, y siguieron el cauce del río. Los muchachos se giraban a ver las fachadas impresionantes del Seminario y de las casas de San Francisco, aquellas ventanas que parecían derretirse, los muros blancos de la Glorieta, las altas torres de la ciudad. Y todos alcanzaron la carretera de Cuenca y respiraron el campo cuajado de amapolas. Allá van los muchachos, allá van caminando por la tierra roja, allá van subiéndose a los manzanos en flor y buscando sapos en el río. Allá van riendo los muchachos, allá van rompiendo el aire con la bicicleta, allá van sus canciones a la primavera. Allá van los muchachos, allá van.
es fantastica, otra gran obra antonio, enhorabuena.
ResponderEliminarAllá que se van, por el campo, felices y rebosantes de vida, y aquí nos quedamos nosotros, viéndolos marchar por el horizonte.
ResponderEliminarDespués del fin suena una ovación.
Gracias por los buenos ratos, y enhorabuena.
Me uno a la ovación. Y al agradecimiento.
ResponderEliminarBrindaremos por "Una flor de hierro", y por todo lo que le queda por escribir, y nosotros por leer.
Un abrazo, don Antonio.