4.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 5


Capítulo quinto
Wagner a cuatro manos

Los gorgoritos de Pilarín Sangüesa se escuchaban por toda la plaza del Venerable Francés de Aranda; entraban por los ventanales neogóticos del Sagrado Corazón de Jesús, donde las niñas aprendían a bordar, y se colaban por el claustro del Palacio Episcopal hasta el despacho mismo del señor Obispo.
-¿Betrügt Isolden / betrügt sie Tristan / um dieses einzige, / ewig kurze / letzte Weltenglück?
[1]
Pilarín Sangüesa cantaba con una mano apoyada en el piano y con la otra iba hilvanando notas en el aire. Su hermana, Sagrario Sangüesa, con lentes de pinza en la punta de la nariz, interpretaba el bellísimo canto de muerte que cierra la ópera. Estaba empezando abril y ya podían abrirse las ventanas. Los pájaros que solían piar por las mañanas desde la estatua del Venerable se desgañitaban con aquellos gritos desaforados de Pilarín y con la potencia alemana que imprimía Sagrario Sangüesa cuando se trataba de interpretar a Richard Wagner con sus dedos gordezuelos.
A las doce en punto detuvieron el ensayo, rezaron el Ángelus y Sagrario Sangüesa cerró de un golpe la tapa del piano. No tenían tiempo que perder. ¡Siempre que llegaban estas fechas iban con las mismas prisas! La Semana Santa ya estaba encima, más que encima, y aún había que terminar los preparativos para la velada musical del Círculo Tradicionalista. Los jaimistas querían adelantarse a la gran velada de recaudación a beneficio de las víctimas del Riff que estaban preparando en el Círculo Radical.
−Nos hace falta otro piano, Pilarín −dijo Sagrario Sangüesa, que se ocupaba de la intendencia. Se quitó los lentes, que cayeron sobre los frunces del vestido, colgados de una cinta negra−. Ayer me soplaron que los radicales van a tocar L’Africana con un piano y un armonio, además del violín. Nosotras vamos a tocar a Wagner a cuatro manos.
−¿Y el otro piano, Sagrario? ¿Quién va a tocar el otro piano?
−El otro piano voy a ofrecérselo al señor Monguió.
−¿El señor Monguió? ¡Eso es maravilloso, Sagrario! ¡Qué idea tan buena has tenido, Sagrario! ¡Pero yo no sabía que el señor Monguió simpatizara con los jaimistas, ni que supiera tocar el piano!
−No hables tan alto, Pilarín −dijo Sagrario Sangüesa−, que están las ventanas abiertas.
−¡Como tú quieras, Sagrario! −contestó Pilarín.
−Tenemos que ira a probar el piano del Café Suizo. Me ha dicho Manolo que nos lo pueden prestar para esa noche.
Pero antes había muchas otras cosas de las que ocuparse. Para las hermanas Sangüesa, la llegada de la primavera significaba un sinfín de preparativos urgentes, un rebrotar del espíritu ritual y levantisco que había que atender sin perder de vista un solo fuego alrededor. Las misas se hacían más largas y las novenas se multiplicaban. Había que tenerlo todo listo en la Cofradía del Santo Sepulcro, y llevar los hábitos morados a las monjas de clausura, a que almidonasen los capirotes y las mantillas que las hermanas Sangüesa se colgaban de la peineta, junto a las autoridades civiles y eclesiásticas, al final de las procesiones, como madrinas de una de las más antiguas cofradías.
Y en medio de semejante tráfago de faenas sagradas, el Círculo Radical estaba contraatacando claramente con unas reuniones en el Café Moderno de las que Teruel entero llevaba meses haciéndose lenguas. Allí se leían poemas modernistas de tono más que subido. El sábado anterior, a las tantas de la mañana, según le había contado don Victoriano Redondo (que también iba a interpretar una serenata del Faust en la velada), alguien, y no hubo manera de arrancarle a don Victoriano de qué alguien se trataba, alguien leyó unos versos subidísimos de tono, verdaderas cochinadas que ahora mismo está escribiendo Juan Ramón Jiménez, un poeta muy prometedor, pero hasta la fecha muy limpio y muy sereno. ¡Señores cultos y respetables que han leído lo que hay que leer se tapaban los oídos para no escuchar las marranadas de Juan Ramón! La cosa, en fin, y sin que Sagrario Sangüesa lograra sacarle más a don Victoriano, es que la velada terminó con un espectáculo infame en el que… −don Victoriano había bajado la voz y acercado sus labios al oído de Sagrario Sangüesa− ¡…casi podría decirse que profanaban símbolos sagrados!
Sagrario Sangüesa estaba segura de que tampoco habría sido para tanto, y de que la imaginación de don Victoriano era temible, pero también sabía, sobre todo, que en el Café Moderno había últimamente más cultura que en el Café Suizo, que es donde se reunían los jaimistas. Y a la gente, por lo que se comentaba en el periódico y en el paseo de la carretera a Zaragoza, ahora que estaban saliendo estas tardes tan agradables, a la gente eso le gustaba. Sagrario Sangüesa se confesaba regeneracionista católica, naturalista piadosa, y ese arte que consistía en no sentir, en despojar a los objetos de ese sentimiento cristiano con que estaban acostumbradas a mirarlos, eso no podía traer nada bueno. Cada vez que recibía una nueva revista literaria, Sagrario Sangüesa se daba cuenta de que el modernismo era una hemorragia espiritual. Les habían contentado con la idea de que Gaudí, aquel viejo estrafalario catalán, era sin embargo un gran cristiano, pero luego esas casas, por el amor de Dios, aquellos despilfarros de una estética borracha, esa relatividad moral de usar cada azulejo de su padre y de su madre y romperlo todo luego a martillazos, todo eso, aquella peste de la bohemia que Sagrario ya creía periclitada, estaba calando aun en las poblaciones más protegidas de las modas parisinas.
Con más misas y más novenas estaba claro que no arreglarían nada, así que las hermanas Sangüesa procedieron a ocupar puntos calientes del mundo moderno. Sagrario Sangüesa fundó el Club Wagneriano de Teruel, donde una vez a la semana, y muy a su pesar, se leían los párrafos menos escandalosos de Friedrich Nietzsche. Pilarín Sangüesa, por su parte, fue madrina del Club Velocipédico Turolense, y el día de la carrera no sólo cortaría la cinta sino que daría un paseo en bicicleta entre los corredores con bombachos y jerséis de cuello alto que fuesen a participar en la competición, que la sujetarían para que no se cayese. Estas concesiones a la modernidad, en otro tiempo inaceptables, eran necesarias para no quedarse como dos viejas beatas que claman en un desierto de curas.
−¿Vamos a ir ahora al Café Suizo, Sagrario, a probar la voz?
−No. Nos vamos al asilo.
Sagrario Sangüesa sí sabía quién era Pau Monguió. Seis años atrás, cuando el señor Monguió fue, vamos a decir, desterrado de la ciudad, ella era muy joven todavía para participar en la polémica. Pero lo habría hecho con gusto, porque aquel individuo se pensaba que hasta un depósito de cadáveres es un buen sitio para practicar la poesía visual y la sensibilidad arquitectónica. Las escuelas del Arrabal tenían algo de soberbias, lucían más que las iglesias, eran una rebelión de proporciones que a la entonces joven Sagrario todavía no la perturbaba lo suficiente. Pero ahora, seis años después, ella una señora ya de treinta años, comprometida con la cultura de su ciudad, este señor Monguió volvía para quedarse, y de poco le habría valido declararse su enemiga desde el primer día.
A su esposa, Guillermina, ya casi la tenían en el bote. Pilarín Sangüesa les bajó una fuente con rosquillas bendecidas por San Blas y les ofreció con su dulzura estrepitosa todo aquello que necesitasen. Fueron las Sangüesas las primeras en dar por zanjado el triste asunto del hundimiento, las primeras que invitaron a Guillermina a que las acompañase a los ejercicios del Septenario a la Virgen de los Dolores, para que, nada más llegar a la ciudad, no se sintiera tan sola, y ya habían quedado que el domingo pasearían juntas por la carretera de Zaragoza y la misma Pilarín le presentaría a todas las mujeres de su clase.
Las hermanas Sangüesa sólo pisaban calles adoquinadas. Pilarín era muy delgada y sus largos vestidos de blonda muy abotonados hasta las puntillas de la garganta le daban un aire de sílfide con alferecías. Sagrario era más corpulenta, pero también un poco más pequeña que su hermana, y a ella los vestidos tan ajustados con frunces en el canesú no le sentaban tan bien. Por eso iba siempre con un mantón de Manila.
Teruel se terminaba por aquel entonces en el paseo de la Glorieta. Más allá la ciudad se asomaba a la rambla de San Julián, una depresión arcillosa de cien metros de ancha y cuarenta de profunda, al otro lado de la cual se extendían los campos yermos en el camino hacia Valencia. En la ribera de aquella rambla se apiñaban las casas junto a la ermita de San Antón. Había que bajar una cuesta de piedras muy empinada para llegar al barrio. Las hermanas Sangüesa, calzadas con botines de tafilete, se agarraban del brazo para no caerse y evitaban el borde inseguro, lleno de yerbajos y de desperdicios, donde un mal paso había hecho caer a más de un burro barranco abajo. A mitad del caminacho encontraron un racimo de ancianos harapientos que habían ido a ver cómo iban las obras, a ver cuándo les abrían su nueva casa.
Las obras del asilo nuevo estaban a punto de terminar. Albañiles con pañuelos en la cabeza desataban los nudos de los andamios, todo alrededor del edificio estaba blanco del trajín de los yeseros. Las hermanas Sangüesa se sujetaron los faldones para no manchárselos con el polvillo que había desparramado entre las palas y las carretillas. Un encargado de grandes bigotes y chapela vasca se acerdó hasta ellas. Sagrario le informó con firmeza wagneriana que querían ver al señor Monguió, y el capataz sacó un palillo del chaleco, se lo metió debajo de los bigotes y con la otra mano se rascó la cabeza por debajo de la visera.
−Ahora mismo, ahora mismo, señora Sagrario. Espérense ustedes, no se vayan a manchar.
Pau Monguió se había limitado a restaurar y ampliar el antiguo asilo, que estaba hecho una ruina, pero discretamente había introducido novedosos elementos decorativos. Todo era de piedra basta, pero había pináculos a ocho aguas, y hastiales recamados de ladrillo, y mensulillas y jambas en forma de greca. Detalles de dignidad estética, de modernidad sencilla, como los que había ya intentado en Tarragona, en el convento de las Carmelitas. A Sagrario Sangüesa le pareció que los hastiales y las mensulillas le quitaban seriedad al conjunto, le daban un aire de cuento. En los corrales donde antes sólo había desperdicios Monguió dispuso unas amplias cristaleras que daban a las huertas, para que a los ancianos les diera el sol sin necesidad de sacarlos a la intemperie. Era un edificio digno y recogido, plantado en curva, cuesta abajo, a orillas de la rambla, al cabo de la vida.
El señor Monguió salió sacudiéndose las mangas de la chaqueta. Guardó el equilibrio en un tablón que se movía, y eso le sirvió para ensayar un divertido volatín que hizo reír a Pilarín Sangüesa. ¡Qué hombre tan gracioso es el señor Monguió!, diría desde entonces a todas sus amistades.
−¡Bueno, bueno, bueno, señor Monguió! ¡Esto está ya más que terminado! −dijo Sagrario Sangüesa.
−Nos falta la decoración interior, pero puede decirse que ya está. ¿Le gusta?
−Cómo no me había de gustar, señor Monguió…
−¡A mí me gusta muchísimo! −dijo Pilarín.
−Es usted un artista, señor Monguió. Y me han dicho que no sólo del ladrillo.
−¡No lo dirán por mis habilidades circenses! −dijo Monguió, señalando el tablón con sus ojos vivarachos.
−¡No no no no no no no! −dijo Sagrario Sangüesa−. Lo decimos porque nos han dicho que interpreta usted a Wagner al piano como los mismísimos ángeles .
−¡Porque sería una indiscreción preguntar de dónde han sacado semejante disparate, por que si no se lo preguntaba!
−No se queje, señor Monguió −dijo Sagrario−, no se queje. No todo el mundo tiene una esposa que hable tan bien de su marido.
−¿Conocen ustedes a Guillermina?
−¡Qué buena chica es Guillermina!
−Sí −dijo Sagrario.
Hubo un silencio. El señor Monguió las miró muy sonriente por debajo de los bigotes engomados. Sagrario sacó rendimiento a sus zalemas con Guillermina.
−Estamos intentando convencer a su señora de que se incorpore con nosotras al coro de la Colegiata, pero ella es muy sencilla y dice que no y que no, así que nada, señor Monguió. Mi hermana y yo hemos decidido que usted nos ayude. ¿Conoce el final del Tristán e Isolda?
−Pues…, en este momento…
−¡Tiene que venir a ensayar al café Suizo, señor Monguió! −dijo Pilarín.
−Bueno, bueno, señoras. ¡Primero acabaremos el asilo!
−Ha dicho que sólo falta la decoración…
−Sí. A la entrada hay un arco desnudo, hay una pared que necesitaría un cuadro.
−Pues no se preocupe más por la decoración −dijo Sagrario Sangüesa−, espantando el problema con una mano. Eso corre de mi cuenta.
Las dos mujeres se despidieron quitándose la palabra y emprendieron otra vez la subida de la cuesta. El señor Monguió y el capataz bigotudo las veían caminar entre las piedras. Cuando pasaron al lado de los mendigos, Pilarín Sangüesa se sacó una perra del bolsito, mientras Sagrario hablaba con los ancianos.
−¿Tú sabes estas quiénes son? −dijo Pablo Monguió.
−Sí −dijo el capataz−. Son las hijas del contratista.









[1] ¿Traiciona a Isolda, la traiciona Tristán de esta única, breve y eterna, extrema felicidad del mundo?

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