A medida que iba leyendo a
Banville, como creo recordar que comenté en el asiento anterior, iba
apeteciéndome cada vez más leer unas páginas de Proust, y estoy seguro de que
la decepción que padecí en el artificioso, alambicado final tenía más que ver
con que ya se había evaporado el recuerdo de la prosa proustiana que con que la
novela estuviera bien o mal terminada. Proust es un idioma, una melodía, una
forma de pensar las cosas y de describirlas. Es inútil andar prestando atención
a la carpintería, que por otra parte es muy sencilla: Proust parte de una
sensación (un cuarto oscuro dentro del que juega a adivinar los contornos de
las cosas que solo la luz revelará) y luego se dedica, sin sometimientos
proporcionales, a ir tocando los temas que le gustan: el delicioso gineceo en
el que se crió, los nombres de flores, las reflexiones filosóficas (“más humo
que luz”, como diría Juan Ramón de La lámpara
maravillosa) o, de vez en cuando, alguna escena soberbiamente narrada,
concluida la cual regresa el flujo de flores, iglesias, mujeres y filosofadas,
sin más solución de continuidad que la inercia musical que las transporta. Así
de simple, podríamos decir, del mismo modo que cualquier idioma, cualquier
música, cuando la reducimos a su gramática, nos resulta sorprendentemente
simple, por más que con ella puedan elaborarse pensamientos complejos y escenas
emocionantes.
De modo que no tiene mucho
sentido escrutar el cuándo y el cómo de la escritura porque toda ella es un
mismo flujo, ese flujo de sangre interior que la mantiene viva y que no
supieron reproducir sus imitadores. Hay algo que no es la historia que nos hace
continuar, una expectativa que no pasa por el tedioso qué pasará, del mismo modo que, cuando contemplamos una obra de
arte que nos apasiona, prescindimos de aquello que nos pueda decir, puesto que
ya nos lo ha dicho todo, y la miramos para ver nosotros con sus ojos, para
transportarnos al estado de ánimo que nos provoca. La miramos para vernos
mirándola, para viajar a los territorios de felicidad que tenemos asociados a
su presencia, a esa inocencia entusiasmada con que la observamos hace mucho
tiempo por primera vez.
Y así, ahora que he vuelto a
empezar En busca del tiempo perdido,
y que casi sin querer, perdida por completo la noción del tiempo, llevo más que
mediado el primer volumen, Por el camino
de Swann, me está pasando con Proust lo mismo que a Proust le pasó con el
pasado que intenta reconstruir a partir de imágenes perdidas junto a su tía
Leonie, allá en Combray. Este libro lo leí por primera vez hace exactamente
veintiocho años, cuando yo era un adolescente que idolatraba la escritura y a
los escritores, y el solo hecho de saberme leyendo a Proust en los jardincillos
de la estación de tren ya era un placer más importante que el hecho de saberlo
todo, de asimilarlo todo, incluso de entenderlo todo. Proust entra por el oído,
no por la conciencia. Durante mucho tiempo creí que, aparte de aquellos pasajes
que he seguido utilizando en clase para enseñar cómo escribe Proust, se me
había olvidado todo. Incluso he recurrido, más de una vez, a los múltiples
resúmenes que proliferan en este mundo en el que necesitamos apoderarnos de la
información más que del sentido. Pero todo eso era inútil: Proust se iba
aposentando en mi conciencia (“en nuestra alma”, diría él) sin que yo fuera
demasiado consciente de ello, y lo mismo que me pasó con Banville, ese
reconocer la música, el rumor, el aroma incluso de las frases, me ha ocurrido
muchas otras veces, y no solo aquellas en las que leía a algún autor que lo
trataba de imitar. Si en su momento leí tanto a Umbral (al Umbral de Los cuadernos de Luis Vives, no al
lacayo de Pedrojota) fue porque me traía a Proust sin necesidad de adivinarlo,
pues era el propio Umbral el que, con esa honestidad cínica que lo
caracterizaba, se encargaba de anunciarlo. O si, cuando leí Donde las mujeres, de Pombo, le dije a
un amigo que aquello eran variaciones
sobre Combray, no era solo porque las mujeres de Pombo se pareciesen tanto
a las de Proust, incluso las que estaban algo touché, o sobre todo las abuelas que no salían de su cuarto, como
la tía Leonie, y fingían no dormir jamás o padecer dolores presentidos, sino
porque el flujo, el río poético pertenecía al mismo idioma y Pombo no era más
que un dialecto más, el dialecto santanderino de Marcel Proust.
Así que ahora, mientras leo en
las páginas amarillas de mi edición de Alianza, no solo me transporto a un
idioma que malamente va saliéndome ahora por los dedos como una lengua mal
hablada, sino que voy reconociendo momentos, lugares donde leí determinados
episodios, emociones que sentí cuando empecé a leerlo por primera vez. Incluso
estoy por asegurar que mi afición a la botánica literaria procede precisamente
de ahí, y que si alguna vez he escrito alguna buena página de flores lo he
hecho porque antes había leído a Proust, no porque me acordase de cómo lo había
escrito Proust. La maravillosa musicalidad de los nombres de flores se había
quedado allí, en aquel jovencito que cruzaba las piernas en el banco de los jardincillos para leer de la manera más proustiana posible, y resucitaba sin
querer cuando, por ejemplo, me puse a describir el ornamento floral de un paso
de Semana Santa para el folletín que dediqué al modernismo. Quizás entonces,
muy probablemente, estaba pensando no en Proust sino en las Figuras de la pasión de Gabriel Miró, un
libro que me gusta mucho pero que no tiene su misma inagotable melodía, y que,
aunque hubiese querido, no habría sabido imitar porque la escritura fiambre de Miró
no casa muy bien con esa “urgencia metafísica” (Umbral) con la que creo que hay
que escribir cuando se imita a Proust.
Así que
disfruto doblemente, al objeto y al sujeto, el libro y mi persona que lo lee, y
reaparecen con toda nitidez las escenas en las que hace casi treinta años lo
empecé a leer. No recuerdo cómo se llamaba el profesor de filosofía que tuve en
COU. No me refiero al titular, el señor Larios, que faltó mucho aquel año
porque padecía una grave enfermedad en los huesos, la misma que, antes de
terminar el curso, se lo llevó a la tumba, y eso a pesar de que siempre nos
hablaba con su amplia sonrisa (la sonrisa de los que han adelgazado mucho, que
es como la sonrisa de su calavera) de que “el asesino” estaba controlado, por
más que el tono céreo de su rostro indicase que el asesino seguía haciendo allí
dentro de las suyas. Cuando el señor Larios ya no tuvo fuerzas para volver al
instituto, vino a sustituirlo un profesor joven, granadino, que seguramente
acababa de aprobar las oposiciones y cuyo primer destino había sido aquella
remota provincia en la que lo más probable era que se fuese a morir de frío, en
todo caso una muerte más soportable que la de su antecesor. No recuerdo nada de
sus clases, quiero decir nada que tuviese que ver con la filosofía, pero sí que
llevaba bigote y lo que él llamaba la
mouche, la mosca, esa parte de la barba que crece justo debajo del centro
del labio inferior, y que, según decía, la llevaba en homenaje a Marcel Proust,
su escritor favorito, mucho más que los severos autores del programa de
filosofía. Fue él el primero a quien oí hablar de los celos del pasado… No, no, me equivoco: eso se lo oí decir, en el
año 86, en Zaragoza, en la Librería Cálamo, al escritor Jesús Ferrero, que
había venido a presentar su poemario Río
amarillo. Da igual, el caso es que aquel profesor granadino (ahora parece
que quiero recordar que se llamaba José Manuel) mostraba una pasión por Proust
muy parecida a la que yo llevaba años sintiendo por algunos autores todavía hoy
muy queridos, y eso era importante porque aquel año aún no había terminado de
decidir en qué facultad me matricularía. Llevaba años queriendo estudiar
filosofía, pero aquel curso, además del profesor granadino, hubo otro, de cuyo
nombre sí que me acuerdo, Marcial Ramírez Zamorano, que sin proponérselo me
llevó al convencimiento de que debía estudiar latín y griego. Él nos enseñaba
lengua española (que entonces estaba separada de la literatura) y de vez en
cuando se lamentaba de haber estudiado filología hispánica porque, decía, “no
se puede ser filólogo sin saber latín”, y con una divertida tendencia al
dramatismo que yo luego incorporaría a mis clases hablaba de aquellos grandes
maestros como Eugenio Coseriu que antes de acostarse leían a Aristóteles “en
griego, por supuesto”.
El caso,
en fin, es que la edición de Proust traducida por Pedro Salinas y Consuelo
Berges que yo conservo, y que estoy volviendo a leer ahora, es también de aquel
año, algo en cuya cuenta no habría caído de no ser por el tren que todas las
mañanas me lleva a trabajar. Porque desde entonces he ido reuniendo diferentes
ediciones de À la recherche du temps
perdu, la de Armiño, la de Manzano, y la de Marcelo Menasché, y la última
vez que leí a Proust lo hice en la de Mauro Armiño para la editorial Valdemar,
una traducción que Javier Marías calificó de “pedestre” y creo que se quedó
corto. El problema, aparte de la sordera del traductor, es que la editorial Valdemar
editó a Proust en tres gruesos volúmenes, cada uno de los cuales pesa 1 kilo y
700 gramos (acabo de pesar el primero en la báscula del baño), y en los tiempos
que corren me da no sé qué meterme en el vagón del cercanías y sacar del petate
semejante mamotreto, mientras mis compañeros de viaje leen libros aún más
gordos en sus leves Kindle, aparte de que no sería lo más recomendable para mi
columna vertebral.
Pero así
ha sido mejor, porque esta mañana, mientras iba de camino (yo me siento siempre
junto a una ventanilla del lado este del vagón), los primeros rayos han
iluminado el cielo de jirones violáceos y anaranjados y sobre las páginas del
libro se ha instalado la misma luz que yo recuerdo de aquellas primeras
lecturas, una luz-magdalena cuya calidez, a esas horas tan tempranas, me ha
sobrecogido con la certeza de que era ese el placer que yo sentía con las
andanzas del sobrino de Madame de Villeparisis, cuando aquel filósofo granadino
nos aseguraba que le habría gustado ser Marcel
Proust. Me alegré entonces de haber escogido la traducción de Salinas, a pesar
de su insoportable leísmo, porque, al contrario de lo que me ocurre con Armiño,
en quien me limito a leer a Proust (y a desesperarme por el desperdicio poético
de su traducción), en esa vieja edición de Alianza puedo sentir sin el menor
esfuerzo la misma emoción que entonces, como ahora, me llevaba a practicar la prosa de Proust como un
modo de incorporar el libro en mi pensamiento y en mi oído.
Si todas las mañanas, por lo
menos en los próximas días, puedo sentir esa misma luz sobre las páginas
envejecidas, si puedo sosegar mi mente más allá de la prosodia contemporánea,
si puedo ver al muchacho que idolatraba las fotografías del libro de texto de
literatura, si puedo rescatarme a mí mismo del caos de cansancio y
desesperación que se masca en el tren por las mañanas y transportarme a otro
tren, a otro sol, como aquel que es capaz de traducir a Virgilio en mitad de la
batalla, con eso ya sería más que suficiente, porque al cabo de los años es lo
único que puede consolarme en el marasmo, y en cierto modo es también la única
forma de rebelión.
Estoy leyendo “Madame Bovary” en la lengua que fue escrita con la excelente traducción de Consuelo Bergés al lado. La belleza del original es incomparable. Es un lugar común lo que digo pero cuando se vive (no se oye o se imagina), la experiencia literaria se convierte muy pronto (de diez a veinte páginas) en uno de los mayores misterios del mundo (a pesar de que estoy convencido de que es imposible aprender realmente otra lengua que no sea la materna). Para empezar, es otra novela: cambia tu organización mental, el mundo reflejado es otro, ahora sí que estoy en una aldea francesa de provincias; a su vez, la traducción refleja sus andamios y ensamblajes… Un misterio que tú conoces mejor que yo y sobre el que habría que decir muchas cosas que yo por lo menos ignoro. El punto de partida, la intuición del problema, es probablemente representarnos a Nabokov leyendo el Quijote en inglés. En fin, tu entrada me invita a no privarme por más tiempo de la musicalidad de Proust desde el alma (l’esprit) del autor… El imposible don de lenguas es el regalo más valioso de los dioses.
ResponderEliminarExcelente, como siempre
Borges (que sabía convertir la pedantería en sagacidad) decía que el Quijote le gustaba más en inglés que en castellano, y tenía sus razones, digamos, históricas. Yo procedo al revés que tú, Rodolphe: leo la traducción de Salinas y al lado tengo la edición original en Folio Classique, que cada vez consulto con más frecuencia. Pero yo sí creo en la traducción, eso sí, en la traducción integral, en la recreación, que a veces (como sucedió con Cortazar cuando tradujo a Yourcenar) alcanza las alturas del original.
ResponderEliminarUn abrazo, amigo.
Disfruto con tus textos y me contagio de tu entusiasmo, Antonio. Me has animado a reanudar la lectura de Proust que tenía abandonada. Gracias
ResponderEliminarA ti, Luis Antonio. El tiempo sostiene las cosas, y en este mundo-twitter todavía más. A pesar del cursi de Salinas, parece escrito ayer.
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