Desde la ventana de mi estudio no veo más que árboles y un pedazo de cielo, pero desde la cocina, mientras estoy fregando, diviso, a unos doscientos metros, el camino paralelo al río, una cinta blanca jalonada, entre el agua y el camino, por altos chopos de ribera. En las tardes de domingo veo pasar bicicletas que se deslizan lentamente por mi campo de visión. Son como esas películas pedantes en las que había que ver un coche desde que entraba en la verja de la mansión hasta que aparcaba en el suelo de gravilla, delante de la puerta. Pero tiene su punto, ver la bicicleta como un movimiento lineal, artificial, prolongado, entre los miles de movimientos mínimos de las hojas de los árboles. Disfruto cuando pasa alguien de paseo, erguido sobre su bicicleta holandesa, a veces una pareja, a veces la familia entera, con los patitos ciclistas detrás de la pata madre, mucho más que cuando atraviesa un deportista vestido de marciano y dando botes. Es más hermoso el movimiento único del ciclista dominguero y la bici de paseo, como si fuera por un riel, como los recortables que cruzan el escenario del teatrillo, a lo lejos, una silueta distinguible pero no identificable. En todo caso, son los únicos seres humanos que veo desde mi ventana. Lo demás son máquinas, tractores, camionetas, cosechadoras, que ahora pasan con más frecuencia (la frecuencia de las siembras y de las cosechas), y regresan a la ciudad por las noches con las luces encendidas. Ladran los mastines al verlos pasar. Si han estado hasta muy tarde, perturban el sueño como una noche de demasiado calor. Pronto llegarán los fríos y el camino quedará tranquilo. Volveré a ver entonces el movimiento de las hojas y de las tórtolas que cruzan el valle y el de los grajos que las persiguen, o el racimo de cabras que Carlos, el granjero de más abajo, saca a que devoren los rastrojos, o como mucho el criador de caracoles que va y viene por esa especie de camposanto de lápidas blancas rodeadas de hierba debajo de donde engordan los gasterópodos.
Los ciclistas no me ven a mí, y menos en esta época del año. Yo los veo a ellos entre las ramas de la catalpa y el castaño. En algunos tramos del camino es un movimiento discontinuo que aparece y vuelve a desaparecer detrás del cerezo viejo. Para ellos soy un cristal que brilla en la espesura cuando el sol ya va muy bajo.
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