Mi relación con los pinos no mejoró hasta bien entrada la madurez. La razón es lo que ahora llamaríamos un trauma infantil, que yo dejaría en el más normal y sostenible término manía. En Teruel no se utilizaba, al menos cuando yo era niño, la palabra bosque: había pinares, choperas o carrascas (ni siquiera carrascales), pero no bosques. Igual pensábamos que las eses de la palabra bosques pertenecían a zonas más húmedas, frondosas y productivas. Al pinar, por otra parte, la gente común solo iba a por rebollones, y si acaso, cuando venían visitas, a ver los abrigos prehistóricos de Albarracín. En una de esas excursiones con mis padres por allá por la laguna de Bezas, buscando rebollones, me dio un ataque de acetona. Desde entonces relacioné el olor pegajoso de la resina con los días de vómitos y mareos que me había provocado la acetona, y las piñas y las púas secas del suelo, con el escaso alivio que encontraba tirándome de la cama y poniendo la frente en el suelo frío.
Entre eso y mi escaso apego de entonces a las especies silvestres, el pino dio en árbol menor, de relleno. Los chopos seguían sonando a tarde de verano, pero los pinos eran síntoma de mareo y sequedad. Su lentitud, además, era proverbial, y si salía alguno en un talud, se le dejaba estar, aunque mi padre, a quien sí le gustaban los pinos, veía el alevín y comentaba: «ya no lo veré grande». Sí lo vio, enorme, y a pesar de que había nacido en un pedregal de zahorra, lo cuidó y le hizo un alcorque, y vigilaba que no se le subiesen las orugas y podaba las ramas que lo podían desequilibrar, al menos hasta que se hiciera fuerte. Ahora que los dos lo hemos visto grande, y que muchas tardes me paro a ver el sol sobre sus ramas, sobre todo ahora que declina, comprendo la belleza del pino. Otros hay plantados que quizá yo vea grandes, pero en todo caso limpiaré y untaré con resina un anillo en el tronco para combatir la procesionaria, y recogeré las piñas del suelo para encender el fuego.
Hoy este pino es más hermoso que otros días. Enhiesto en medio de las piedras, sus raíces viajan por cascotes de escombro y tierra reseca, y buscan la humedad más profunda, la que hará que también a mí me sobreviva.
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