Estaba recogiendo unos piedrolos para los alcorques y me acordé de los versos de Valle-Inclán:
Quiero una casa edificar
como el sentido de mi vida,
quiero en piedra mi alma dejar
erigida.
Claro que don Ramón estaría pensando en sillares de algún pazo, el granito verdoso de los linajes antiguos, y no en los humildes cantos de río que salen aquí, cuyo más alto destino ha sido el de ser enterrados en muros de hormigón. Antiguamente se amontonaban en los linderos, en las paredes de las terrazas, en el suelo de las cuestas, allá donde hubiera habido que sacar piedras del bancal para poder labrarlo, allá donde sobraban.
No empecé a ver la belleza de estas piedras cuando pensé en su metáfora rodante, sino cuando Federico, un pintor de paisajes que murió hace muchos años y vivía cerca de aquí, decidió cubrir el talud junto al que baja el camino, que tiene entre uno y cinco metros de altura, con piedras de río sujetas por detrás, de modo que al frente no se viera el feo cemento gris. Creo que fue la primera obra de arte que vi hecha con cantos rodados, más allá de los mosaicos de chinarros con que se pavimentan los patios de las ermitas. Pero sobre todo recuerdo la de años que empleó en levantar el muro, siempre con el mismo rito: traer un par de carretillos de piedras de los campos roturados, amasar una gaveta de mortero, y con una paleta pequeña, triangular, ir calzando piedras entre el silbido de sus cantinelas y el tintineo del metal.
La obra se mantiene intacta, sobria, imponente, con todas aquellas piedras que antes de quedar milenios enterradas en zahorra fueron corriendo aguas abajo, esmerándose, redondeándose, hasta conseguir el hito moderno de no tener ni una solo línea recta en su superficie. Dicen más esas piedras tersas que el bloque de granito gris o arenisca rubia, porque los sillares dicen de la mano que las labrara, pero las otras nos hablan del mundo. Aquí se lleva mucho la mampostería de rodeno o de caliza, y cuando ves un pozo levantado en piedra redonda parece que su dueño las cogió del suelo, las que había al lado de la obra. Luego, con la luz oblicua, anaranjada del atardecer, emergen las vetas, los colores, las pulidas superficies por donde resbala el agua de los tiempos.
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