25.10.19

Membrillo


Por el camino del río quedaban algunos membrillos cuyas flores se libraron de las heladas de la primavera, seguramente porque eran más viejos o más tardíos y aún estaban por salir. Pero en casa, así como el año pasado llenábamos cestos a diario, este año no hay ninguno. Entonces hubo para dar y tomar y con una maca que tuvieran ya los dejábamos en los alcorques, y los extendimos en el lagar y el aroma perfumó la casa entera. Vimos uno el otro día, escondido entre la hojarasca, verde como una lima, duro y pequeño, que con las lluvias se ha escondido todavía más. 
Aún cogimos unos cuantos la otra tarde del camino, para ponerlos en las habitaciones y en las baldas de la biblioteca. Pero no es esa invasión de olor fresco y profundo, nada floral, nada pretencioso, que otros años nos permite aspirar a todas horas el otoño. El membrillo huele a casa limpia y habitada. No es un olor impuesto con ambientador sino el olor del lugar, el que van añadiendo las cosas y las personas, una mezcla de suave ácido y de tierra húmeda, un olor casi animal, sin notas acres ni dulzonas que repelan o empalaguen. Al contrario, persistimos en aspirar su olor porque sabemos que nunca va a saciarnos porque nunca es excesivo.
Cuando Zurbarán pinta su plato de membrillos, la fruta dura y carnosa, el cítrico recatado, el limón de pueblo, ha entrado en el mundo de los aromas exquisitos y reales: duros, fragantes y reales. El membrillo no tiene la frivolidad mediterránea de las naranjas o de los pomelos, en él no hay nada sofisticado ni fantasioso. La pruina no le deja brillar. Es tan real que a su dulce se le llama carne de membrilloFrente a la manzana pierde en sabor (duro, ácido, desagradable) pero guarda el secreto del aroma perfecto. Esto es lo que han visto cientos de bodegonistas después de Cotán y Zurbarán, que el membrillo es la belleza cotidiana, la sufrida e imperfecta belleza cotidiana. Huye de la esfericidad bruñida de lo sugerente porque atrae desde la sombra de las manos delicadas. Crudo no se puede comer, pero debidamente cocinado, con la paciencia dulce de los días nublados, es un manjar insuperable. Crudo es demasiado crudo, pero encierra la sencillez y la delicadeza de quienes han hecho ambrosía de los frutos ásperos; de quienes, después de olerlos, han sabido mirarlos.

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