«Llueve mansamente y sin parar», etc. Estaban los mastines tumbados debajo del cerezo y he bajado a preguntarles si querían ponerse a resguardo en el porche, porque, pese a ser la lluvia fina, lleva cayendo tiempo suficiente para que las hojas no dejen de gotear y empezaban a estar chopados; pero ellos me han mirado como si hubiera ido a estropearles una diversión, a aguarles la fiesta, de modo que los he dejado estar y me he vuelto a mi celda, a mirar cómo la lluvia ha detenido el viento y las hojas aceptan el agua con la inmovilidad de los perros cuando les acaricio detrás de las orejas. Al rumor múltiple de la lluvia —un sonar constante y apagado que salpican gotas más cercanas y agudas mientras otras más frecuentes caen de lleno en la hoja o golpean el suelo con persistenca de bordón, las guttas in saxa de que nos habla Lucrecio— se une el eco húmedo de los ladridos.
«Llueve sin ganas pero con una infinita paciencia», etc. Esta misma música escuchaba mi antepasado medieval, los molosos y lebreles de aquel entonces, que se callan cuando arrecia y de cuando en cuando una manta de agua cubre la mañana. La lluvia es eterna porque ahoga los sonidos del momento. Nadie pasa por el camino, ningún motor de explosión se apodera del piar de un jilguero que no ha debido de encontrar una rama que no gotee. Galán, de vez en cuando, saluda con su ronco ladrido a los otros perros que ladran por oleadas. Morena le acompaña con un ladrar más corto y agudo, de la cachorra que todavía es.
Llueve «como toda la vida», etc. La lluvia es infancia, la tragedia divertida de cruzar una calle. Incluso en la ciudad hay una hipnosis de la lluvia que detiene el momento y lo iguala con otros. Claro que aquí es excepcional, y esa sensación resultaría distinta con lo cotidiano. Por eso buscamos hábitos regulares, para que presente y pasado sean el mismo constante fluir, y estemos de pronto donde estuvimos siempre, pero necesitamos que en esos hábitos haya algo siempre de reencuentro. Aquí la lluvia es una costumbre despaciada, como sucede con los amigos de siempre. Nunca hay tiempo para cansarse de ellos y siempre es agradable volver a verlos. Son las buenas costumbres. Las malas, en este caso, serían que nunca dejase de llover.
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