14.7.25

Fiesta

 Cuaderno de verano, 24


Por la noche resonaban muy a lo lejos los zambombazos de música industrial con los que atruenan las calles durante las fiestas, pero no soplaba el viento de levante, que sube por el valle, y el jaleo solo molestaba a los mastines porque tienen muy fino el oído, y se metieron ellos solos en el invernadero, como cuando escuchan disparos de los cazadores que esperan escondidos entre los trigales a los corzos o a los jabalíes. Esta vez, como los furtivos debían de estar todos en el baile, a los perros no les molestaba el tubo de escape sin silenciador de algún cebollo, aunque ya de amanecida se oyó el motor de un coche que iba dando un rodeo por si la policía se hubiera puesto en la carretera. También se inquietan, claro, cuando asoma tras los álamos el resplandor de los fuegos artificiales, o cuando suenan los cohetes que anuncian la salida de los toros. De amanecida, mientras damos un paseo por el río, no vemos jóvenes cansados que regresan de la juerga, sino a los pocos andarines de siempre, la mayoría viejos, y algún corredor al que se conoce que no le van las bacanales. Luego, durante toda la mañana, sólo se oyen los pájaros. El personal se ha ido a dormir, los vecinos tienen unas pocas horas de descanso hasta que vuelva la matraca insoportable, el río de aguas fecales por la calle principal, y eso que estos días llueve y ha bajado la temperatura y el sol no fermenta los charcos de vino malo. 
No debería hablar así, uno también ha sido mozo verbenero, y en días como estos era inconcebible retirarse al monte. Había que disparar con escopetas de tiempo comprimido, ponerse bajo el chorro de la fiesta con la boca abierta y los ojos cerrados. Sólo al día siguiente, exhausto y magullado, pensaba uno en las delicias de la vida campestre. Pero ha salido ya una dalia muy hermosa y esta tarde hay que poner las cañas para las judías, sacar los ajos y tenderlos al sol. Si los martillazos estridentes de los altavoces lo permiten, los perros no nos perderán ojo mientras suenan las charangas y las carcajadas, los silbidos que aturden al toro, los olés prolongados y populacheros y los gritos desgarrados de la cornada grave, pero esta vez no será para mantenernos vigilados sino para que nosotros los protejamos a ellos.

13.7.25

Lluvia

Cuaderno de verano, 23



Lo bueno del calor son estas tormentas de lluvia fina, al menos para quien pueda pasarse la tarde mirando cómo cae, y no doblar el espinazo para quitar las hierbas o aporcar las cebolletas. Antiguamente, en las tierras de secano, las lluvias a principios de julio eran temibles, a veces desastrosas, si aún no se había segado la mies. La labor quedaba interrumpida porque el grano mojado podía fermentar, de modo que había que esperar a que volviese a secarlo el sol. Siempre había huertos y animales que atender en los días de lluvia, pero estos chaparrones imprevistos eran como una tregua de los cielos, inquietantes porque (hoy no es el caso) podían ir acompañadas de pedrisco y estropear la cosecha, y con ella el sustento del año. Aquí sólo significa que baja un poco la temperatura y que no hace falta regar, y que mientras dure el chaparrón tampoco se puede acudir a las otras labores que teníamos previstas. Quizá fuera tiempo de guarecerse en el cobertizo y reparar algún apero, de proseguir con las faenas aplazadas con el desparrame del buen tiempo: la estantería que quedó a medio armar, la manivela que iba dura… Pero uno se deja llevar por la tentación de un agosto anticipado, cuando las tormentas son frecuentes y estas tardes barruntan el sosiego del otoño, el flexo encendido, su luz amarillenta sobre el libro abierto y las cuartillas con caligrafía diminuta. No iremos a segar, y miramos al cielo y nos encogemos de hombros, como aquel que no se siente culpable de hacer el vago por un día.
El huerto lo agradece. Las judías han tomado un verde más intenso, se las ve más tersas, como con más ganas de medrar. Si sigue lloviendo hasta la noche, mañana ya habrán crecido lo bastante para que saquemos las cañas viejas, pero todavía resistentes, y poco después de terminar las tomateras empecemos a rodrigar judías. Hoy, además, la tormenta viene sin violencia. No apedrea ni cae tan fuerte como el otro día, es lluvia fina y constante, rumor sin salpicaduras, los chorros no golpean en las piedras, tan sólo se oyen caer las gotas en las hojas de los árboles, sin moverlas siquiera, como si las acariciasen. Los truenos no desgarran el cielo, no vibran los cristales, es un rumor inofensivo. La lluvia no sólo nos ha dado fiesta sino que también nos ha traído paz.

12.7.25

Color

 Cuaderno de verano, 22


De par de mañana el campo está lleno de nombres. El cielo amanece cubierto, corre un vientecillo suave, las espigas cabecean, hay charcos por el camino. Las últimas lluvias han hecho aflorar una segunda primavera de botánica silvestre. En los márgenes del río, entre carrizos y mirabeles, bledos, cenizos y matas de centinodia, se abren campos baldíos llenos de puntos de colores, el amarillo del diente de león, las campanillas blancas, como las sombrillicas o encajes de la reina, parecidas a la flor de los hinojos y de los saúcos. Pero lo que me llama la atención es que hay una cierta discriminación de las tonalidades, y allí donde reina el amarillo levemente anaranjado sólo se ven las flores blancas de la correhuela, y donde abundan las grandes matas de achicoria, con sus estrellas azules, solo crecen las malvas, las flores violetas de los cardos borriqueros o la púrpura de las bardanas o de las cabezuelas, que parecen alcachofas diminutas con una borla de cilios cárdenos. Es como si no se criasen juntos los colores complementarios, porque quedan pocas amapolas que manchen de rojo el verde joven de las hierbas recién regadas y de los maizales. Y desde luego que las flores cultivadas, las que no salen en los ribazos ni en los baldíos, el amarillo canario y el rojo carmín de unos gladiolos que hay plantados en un huerto, al lado de las lechugas, desentonan por completo con los tonos que salpican la espesura, como si fuesen flores teñidas con tintes artificiales.
     Aquí en casa empiezan a brotar las dalias, que son también de color violeta, más parecido a las bardanas, pero están saliendo ya las lagestroemias, de un rosa fuerte que no encuentro cuando salgo de paseo por el río, en los sitios donde nadie ha puesto sua manu semillas de ninguna clase. La naturaleza silvestre no exagera los tonos ni los contrastes, no deslumbra ni apabulla. Antes de que el viento barra las nubes y el sol vuelva a cubrirlo todo con sus centellas, los colores son vivos pero no cantan, refrescan y armonizan, cubren de frescor y de alegría, se funden pero no restallan. Qué más quisiera un pintor que ir juntando colores sin mezclarlos, mantenerlos cada uno en su matiz, delicado y nítido, y al mismo tiempo componer con ellos un solo fresco en el que nada desentone y todo parezca haber estado desde siempre.

11.7.25

Yucca

 Cuaderno de verano, 21


Las yuccas están enfermas, no las nuestras (solo algunas, y con el mal en fase inicial todavía), sino todas, parece ser, víctimas de un hongo, de algún bicho que les saca manchas marrones en las hojas y les va pudriendo el tallo hasta que las deseca. Sería una lástima, porque estas de casa son de las antiguas, de cuando llegó aquí mi familia y la yucca era entonces una de las pocas plantas de aspecto exótico que podían crecer en los jardines sin que una helada las fulminase. En esta tierra no pueden criarse magnolios ni mandarinos, y mira que lo intentan. Los hay, cada vez más, que plantan un olivo algo crecido y a la vuelta del primer invierno ya pueden hacerlo tarugos y quemarlos en la estufa. Esto no está lejos de los paisajes bíblicos, pero no tan cerca como para que aquí prosperen los palmerales. La yucca, en cambio, era planta con aires de oasis y de playas del Caribe o de valles con guacamayos, llenos de lianas en las que se columpian y dan gritos los mandriles. Tiene su gracia que una planta tropical resista bien la falta de humedad, como un lujo de terrenos pobres, como una alhaja del desierto. A mí, ya desde pequeño, me daban algo de miedo, quizá porque alguna vez me pincharía con una de esas hojas como cuchillos. Veo por ahí, de hecho, que la Yucca aloifolia también recibe el nombre de bayoneta española y planta daga, y no me extraña. Mis padres pusieron una al borde de un terraplen y con el tiempo se ha extendido hasta cubrirlo casi todo, allí convive con los álamos proliferantes, apenas protegida por un seto de aligustre; protegidos nosotros, más bien, de que al acercarnos nos pinche o nos rasgue la piel. A los mastines, a Galán sobre todo, les gusta buscar la sombra entre las yuccas, y yo me sorprendo de que en todos estos años no se haya sacado nunca un ojo con esas púas gigantescas. 
No sé si estas yuccas estarán también en sus últimas boqueadas, como tanta especie últimamente, pero este año han vuelto a dar sus grandes racimos de flores, blancas y apretadas, como capullos de nardos, con leves rastros de color púrpura. Duran poco, se elevan en un tallo florido sobre las hojas crispadas en las que el sol se refleja como en una hoja de metal.

10.7.25

Contemplación

Cuaderno de verano, 20



El verano es más activo que contemplativo. Con estos calores son pocas las horas que pueden dedicarse al huerto y al jardín, y el resto es espera, descanso, lectura, es posible que meditación, pero no actitud contemplativa. La meditación no exige un objeto exterior, una mirada, un pasearse sin hacer gran cosa. La contemplación en cambio es lentitud, salir al jardín y sentarse a mirar, a captar el ritmo de las cosas y trasladarlo al propio ritmo interior. De aquella hermosa película, El sol del membrillo, recuerdo muchos momentos, pero sobre todo uno: cuando los visitantes le dicen al pintor Antonio López si no perturba su trabajo el hecho de que el peso de los frutos y el paso del tiempo haga cambiar el árbol que está pintando. López lo niega con firmeza, y luego se explica: «Yo lo acompaño». Es una definición perfecta de la actitud contemplativa, acompañar a lo que se contempla, transcurrir con ello. Y eso es posible en las épocas del año en las que no hay urgencias y uno puede entretenerse en mirar aquellos cambios que no exigen labores inmediatas, ver cómo cambian las hojas de color, cómo reposan los árboles desnudos, incluso cómo van despertándose las flores. El verano, en cambio, te aparta de la contemplación porque sería como estar mirando al sol, y luego hay siempre demasiadas cosas que hacer como para tomárselo con calma. Todo nace y se muere al mismo tiempo, crece y se agosta, fructifica y se pudre. Cuando ya las sombras caen sobre los brotes de judía y uno decide parar (los viejos hortelanos siguen buena parte de la noche, según las lunas y los vientos, y a veces riegan a las tres de la mañana o entrecavan antes de que amanezca), la sensación es de que todo sigue por hacer. No se puede mirar lo terminado sin conciencia de lo que aún está por empezar. Hay, más que mirada, miramiento, escrúpulos y precauciones, cálculos, vanos intentos de que cunda el poco tiempo disponible. Tan solo a la mañana siguiente, antes de que el sol nos vuelva a meter en casa, salgo a ver cómo han pasado la noche los pimientos. Los veo lozanos de rocío, tersos de suave humedad, hasta que el sol asoma por cima del seto de madreselva y la luz se hace excesiva. Es tiempo de trabajar en casa, de contemplar las sombras del hogar.

9.7.25

Negrillo

 Cuaderno de verano, 19

 Hay por el jardín media docena de negrillos, olmos que vinieron en macetas de otras plantas en las que el viento dejaba la semilla. Por grande que fuera el tiesto, en Madrid no crecían mucho, pero fue trasplantarlas a esta tierra y empezar a desarrollarse como árboles de mucho porte. Los podamos todos a una altura manejable, para que la copa quedara más tupida y redondeada, salvo uno que dejamos que creciese a su sabor, y ya hemos contado aquí que en pocos años se hizo enorme y que sus ramas pujan con las nubes, por encima de los nogales y de las catalpas. Había crecido en forma de Y, pero en el tronco le salió una rama que se hizo más robusta que las otras dos. Quién sabe si por el meneo de la fronda con los vientos y las lluvias, o porque el tronco no la sujetaba, pero ayer vimos que empezaba a desgajarse, y una brecha desgarraba el nudo y amenazaba con arrancar un buen tajo del tronco hasta el suelo. Temíamos, además, que cayera de improviso, con los perros debajo, echando la siesta, o encima de la parra, o que rompiese un cristal, conque a cosa de un par de palmos de donde estaba la raja empecé a serrarlo, y no había llegado siquiera a la mitad de la rama cuando sentimos que crujía. No tardó mucho en venirse abajo y dejar un muñón astillado que ojalá no llegue a secarlo entero. La rama, un árbol en sí misma, con una viga gorda como una chimenea, cayó amortiguada por la hojarasca, sin más daños colaterales que un arriate de dondiegos que murieron por aplastamiento. Lo peor vino luego. Exagera la Biblia sin necesidad cuando para hablar de grandes números nombra los granos de arena del desierto; bastaría con que nombrase las hojas de un negrillo. A base de sierras y tijeras hubo que desnudar las ramas que bien secas aprovecharán para la estufa, las finas para encender el fuego, las gruesas para mantenerlo, y clasificarlas en montones, y recoger las que quedaron con hojas e ir llevándolas hasta la compostera. En poco más de dos horas no quedaba ni una hoja por el suelo. Tan sólo el muñón de madera tierna, húmedo de savia, que taparemos con barro, que vendaremos con un saco, algo intentaremos para que la vida no se le salga por la herida.

8.7.25

Alcorque

 Cuaderno de verano, 18


Cualquiera diría que hoy es un día de finales de agosto, la luz tamizada por nubes tranquilas, un estar agradable para pasearse junto al río; incluso, por la noche, ha habido que cerrar la ventana y ponerse una manta muy fina. Uno nunca sabe si es que se ha ido la ola de calor o es que la próxima tormenta está haciendo ejercicios de calentamiento. En todo caso hemos adecuado las faenas a la temperatura, pero en vez de aprovechar para grandes esfuerzos aplazados, hemos disfrutado de labores mínimas, clavar una estaquilla junto a los pimientos, o limpiar los alcorques de los frutales, que después de segar el césped estaban rodeados de hierbajos. Ha sido como hacerles la pedicura, arrancar primero las hierbas que nacen junto al tronco y casi llegan a las ramas bajas, hasta que solo quedasen las cortezas de carrasca con que cubrimos la tierra, y luego, con una maquinilla, ir recortando las que salían entre los bolos de río, para dejarlas a la altura del césped recién cortado. Con un rastrillo de alambre se limpia el contorno igual que el barbero, cuando termina con un cliente, barre con un cepillo los alrededores del sillón. 
No durarán muchos días. Nada dura nada. Pronto los pájaros, que ya empiezan a reunirse con voraz algarabía, empezarán a picotear las frutas más altas y el suelo se llenará de albaricoques en proceso de putrefacción que habrá que retirar si no queremos que esto se llene de bichos. Pero así, limpios y aseados, no con esa perfección artificial de los campos de golf pero sí con la irregularidad de un prado por el que ya han pasado las ovejas, uno siente también cierta limpieza interior. Ya sabemos que las praderas hay que dejarlas a su aire, que salgan las flores silvestres y vengan los insectos a libar, que el sistema de la naturaleza siga su complejo funcionamiento. Pero lo cierto es que paisaje es aquello que el paisano ha conformado, que nos sentimos más a gusto con un cierto grado de domesticación de la naturaleza, no tan excesivo y rectilíneo como en la jardinería francesa, quizá más desmañado, más inglés, pero nunca con el desconcierto del abandono. Los gruesos piedrolos que pusimos alrededor de los frutales ya van hundiéndose en la tierra, llegará un momento en que apenas se vea la superficie, pero aun entonces haremos lo posible por tenerlos arreglados.


7.7.25

Pervivencia

 Cuaderno de verano, 17


Después de la tormenta todo está otra vez patas arriba, y aunque haya salido un día radiante pero no abrasador como solía, desanima comprobar que vienen más lluvias por el horizonte, no se sabe si tan fuertes, ni si merece la pena emprender de nuevo las labores de limpieza, una vez que he conseguido ensanchar la boca del aliviadero a golpe de maza y cortafríos. Pero ahí quedan los rastros de tierra en las aceras, los cantos desperdigados, los trozos de corteza de los plátanos, las hojas verdes por el suelo. Sería el momento, con el terreno bien empapado, de arrancar los brotes de ailanto, o de sacar los ajos, que es lo que habíamos previsto y lo que habrá que posponer, porque en vez de eso me dedico a limpiar a conciencia la bajada, que se llenó de acículas del pino y hojas de los álamos, y primero la barro con un escobón de retamas y luego, tapando con el dedo gordo la boca de la manguera para que salga el agua con más presión, limpio bien los intersticios del cemento y las junturas de las losas, y aprovecho para sacar la broza que tupe la rejilla por donde se desvía el aluvión, llevarla con el carretillo hasta la compostera, para que todo quede más o menos igual que minutos antes de que se desatase la tormenta, en un interludio aseado que no sabemos cuánto durará.
Pero así son las cosas. Nos pasamos la vida haciendo lo que dentro de muy poco tiempo parecerá que nadie ha hecho. La mayor parte de nuestro trabajo se escurre por el sumidero. Son pocos los oficios que se dedican a lo tangible, a lo perdurable. Casi todo el mundo se pasa la vida haciendo cosas necesarias que no van a ninguna parte, a veces ni al recuerdo de quien se benefició de ellas. Cuando uno ve una ruina, alfombrada de moho, amortajada de yedra, es posible que imagine los días en que estuvo habitada y había geranios en las ventanas, pero no la infinidad de horas que alguien dedicó a vencer el implacable avance de la mugre, el descansado pero constante crecimiento de la dejadez. Y así será en este verano de mares calientes, aplastados por temperaturas saharianas o doblados del esfuerzo por que no queden rastros de las deshechuras que provoquen las tormentas, huellas que nieguen nuestro paso por la vida.

6.7.25

Tormenta

 Cuaderno de verano, 16


Mientras nos hacíamos un vermú, veíamos las pavorosas inundaciones del río Guadalupe, en Texas, con casas enteras flotando por la carretera, árboles descuajados y vecinos desaparecidos, cuando al pinchar una oliva sentimos descerrajarse un trueno justo encima de nuestras cabezas. Lo que hasta entonces había sido un liviano sirimiri se convirtió de pronto en un tremendo aguacero. Empezamos a ver una cortina de agua que caía de las canaleras desbordadas, cómo el huerto se inundaba y ya sólo se veían las plántulas de las judías asomando en una balsa de agua rojiza. Pero lo peor estaba en la entrada. Medimos la violencia de las tormentas por la capacidad de los desagües, y el del porche ya no daba para más: una abertura de más de un palmo de ancha no tragaba los chorros que caían del tejado, de modo que hubo que sacar agua, y daba igual que estuviéramos debajo del porche porque la lluvia era tan fuerte y racheada que nos empapaba como si estuviéramos al descubierto. Con cubos y escobones empujábamos el agua hasta el aliviadero, que salía despedida y al caer en el jardín de abajo esparcía la tierra como si hubiera caído una bomba. Nos sentíamos como marineros en mitad de una borrasca, achicando la sentina, acelerando los movimientos para no darle tiempo al agua a que alcanzara el umbral de nuestra casa. Fue un intenso trabajo, pero antes incluso de que la tormenta empezase a remitir ya teníamos controlada la situación. Luego, empapados de agua y de sudor, solo hubo que aguardar a que amainase, mientras comentábamos las obras que urgentemente habrá que acometer para ensanchar el aliviadero del rellano y reconducir las aguas del tejadillo con un canalón más capaz. Luego dimos una vuelta para ver los desperfectos. La acequia no se había desbordado, pero el agua estaba descarnando los caminos de bajada. Un reguero de cantos rodados se extendía por el césped recién segado. Unas cuantas plantas de pimiento se habían acostado. Los tomates, afortunadamente, estaban recién atados, pero los ajos ya esperábamos que se acabasen de secar para sacarlos, ojalá no los pudra tanta agua.
Al volver a casa quedaban los vasos de vermú a medio beber y los palillos clavados en las aceitunas. No había daños serios que lamentar, salvo el hecho de que una tormenta de verano ya no es un espectáculo para disfrutarlo sin que nos devore la inquietud.

5.7.25

Vestigio

 Cuaderno de verano, 15


Creo que la llaman arqueología del pasado reciente, aquellos objetos que no tienen un siglo siquiera pero no solo son rastros de un tiempo remoto sino que han adquirido cierta pátina de vetusta dignidad, de condición venerable y casi mitológica. Es el caso de esta barra de hierro que sujetaba las dos patas de una máquina de coser. A pesar de que en casa sigue habiendo una, la que usaba mi madre, que guardamos como oro en paño, por su hermosura como objeto y por su capacidad de mantener en el tiempo los momentos en que estuvo funcionando, esta otra barra de una máquina Singer lleva aquí más tiempo aún del que yo pueda recordar. Desde luego que ya estaba cuando vinieron aquí mis padres, y en las sucesivas limpiezas generales siempre se quedó apartada, si bien nunca a resguardo, siempre encima de algún muro, junto a alguna piedra, a la intemperie, aguantando la lluvia y el hielo y el calor del ferragosto de tres meses que tenemos por verano. Y siempre que limpiamos la zona, que segamos las hierbas o reparamos un murete, la volvemos a dejar ahí, a que siga desomponiéndose con lentitud, como un vestigio previo que sin duda nos ha de sobrevivir.
Otras huellas de otros tiempos han salido al desmontar un terraplen o cavar un hoyo para plantar un árbol. De vez en cuando aparecen cascotes de ladrillo viejo, macizo y esmerado, de una arcilla clara, que tardará menos que el hierro en fundirse con la tierra y aun así puede que sea más antiguo que esta barra. Otra vez, al desenterrar la antigua canal de riego, salieron unos fragmentos de cerámica tradicional, con pinceladas moradas de manganeso que parecían las alas de algún pájaro, y que podrían ser aún más viejos que el ladrillo, de cuando el antepasado mudéjar regaba sus ajos o sus coles, o quizá ya sus alcachofas y sus berenjenas, pero aún no todavía los tomates.
Esas piezas pueden haber levantado una pared o formar parte de un escombro medieval, pero la barra de la máquina de coser es de un tiempo antiguo en el que es posible que yo ya estuviera vivo. Lo intrigante es cómo pudo llegar hasta aquí, para qué quisieron emplearla, desarmar la mesa de la máquina, arrancarle las patas de hierro y dejarla tirada en un paraje donde sólo se escuchaban los silbidos de algún hortelano.


4.7.25

Achicoria

Cuaderno de verano, 14



Columella, hablando del cuidado de los pastizales, llama a la achicoria solsticialis, porque nace a principios de verano, y recomienda segarla con la hoz. Si las arrancásemos, sus raíces secas nos harían las veces de café, como en la posguerra, y sus tallos servirían para una tisana amarga, «grata a los paladares embotados», que según el doctor Laguna sienta bien después de haber comido mucho. Aquí salen en medio de la grama, y sacan esas flores como estrellas azules que antiguamente llamaban heliotropias o solsequias, porque se abrían con el sol y lo iban siguiendo durante el día. De todas formas, por mucho que se siegue —nos advierte Teofrasto, que la llama κιχόριον— resulta difícil de matar porque tiene raíces muy largas. Y es cierto que a los dos o tres días de haber segado la grama salen esos tallos esquemáticos que enseguida se hacen altos y enmarañan la pradera. Dice Virgilio que «dan mucho mal», que tienen la raíz amarga, y las compara con las grullas estrimonias y los gansos voraces, incluso con la misma sombra, como peligros que si el labrador no está muy vigilante puede incluso que le arruinen el cultivo. 
Siempre ha sido comida de pobres, y no solo por el sucedáneo del café, que en España llegó a ser el símbolo de la penuria. En la historia de Baucis y Filemón que nos cuenta Ovidio en sus Metamorfosis, aparece un menú muy sencillo con el que estos aldeanos obsequian a dos mendigos que llaman a su puerta. Primero les sacan olivas y bayas de cornejo, con achicoria, rábano, queso fresco y huevos pasados por agua, y de postre les ofrecen nueces, higos con dátiles, ciruelas, manzanas y uvas tintas. Tampoco tan austero, desde luego, sobre todo porque al centro de la mesa ponen, junto al vino, una jícara de miel. Zeus y Hermes, los dioses disfrazados de mendigos, no solo disfrutaron del banquete sino que libraron a sus anfitriones de la inundación con que más tarde habían de castigar a los demás vecinos del pueblo que se negaron a darles cobijo. Y no sólo eso, porque antes de seguir camino les dijeron que pidieran un deseo. Pero a Baucis y Filemón ni siquiera les hacía gracia el templo de mármol y oro en que Zeus convirtió su humilde choza. Ellos sólo pidieron vivir juntos muchos años, y no morir el uno antes que el otro.

3.7.25

Grosellero

 Cuaderno de verano, 13


En su precioso libro Verano tardío, que no me canso de recomendar, y que no descarto releer un día de estos, Adalbert Stifter dedica muchas páginas a pasear por un jardín en el que abundan los rosales y donde cada dos por tres, como si fuera una ocurrencia que les llena de alegría, los personajes se acercan a ver cómo maduran las grosellas. Los suyos son paseos románticos, de levita y botas altas y camisas con volantes en los puños (en un verano austriaco algo menos caluroso que los nuestros), en los que todos caminan con las manos en la espalda o dando vueltas con los dedos al mango de una sombrilla, mientras un anciano jardinero, con gorra y chaleco y un mostacho entrecano, pasa por detrás con una carretilla cargada de tierra negra.
En esta comedia nosotros hacemos todos los papeles. Es una delicia ver cómo el limpio sol de la mañana brilla sobre las esferas diminutas, que ya empiezan a colgar entre el follaje como racimos de perlas coloradas. Bajamos al jardín con una cestilla de mimbre colgada del brazo y un paño limpio extendido en su interior, y la vamos llenando con esos manjares menudos que por la tarde mezclaremos con yogur en un cuenco de porcelana antigua. Lástima que no tengamos también un hato de cabras para que el señor del bigote las ordeñe y su santa esposa cuaje la leche con flores de cardos marianos.
Mejor sin cabras, porque al lado de los groselleros a la hierba ya le va haciendo falta una pasada, y empiezan a brotar, aquí y allá, los odiosos ailantos, que habrá que arrancar sin más demora, y caminamos con cuidado porque por esa zona les gusta cagar a los mastines. Y todo hay que tenerlo limpio y arreglado, y yo soy el esteta pero también el del chaleco, y toda la faena se concentra en las dos o tres horas escasas que a la caída de la tarde se puede salir sin que te dé un vahído, la mayor parte de las cuales se consumen en regar. El banco inglés bajo la sombra en el que los personajes se sientan a gozar de la brisa de la tarde entre comentarios corteses y moderadamente jocosos, no sólo está vacío sino que si te descuidas lleva un manchurrón blanquinoso de las torcaces que anidan en las ramas, que también habrá que limpiar.

2.7.25

Dondiego

Cuaderno de verano, 12



Hay plantas muy vistosas que pertenecen a la clase social de los hierbajos. La razón es muy simple: nacen en cualquier parte, se reproducen vertiginosamente, y se nutren con el agua que les llega de las otras plantas, las de clase alta, esas que necesitan de atenciones permanentes. Aquí hemos dejado que proliferasen los dondiegos, el Mirabilis jarapa, originaria del Perú, cuya descripción, usos y propiedades daría para unas cuantas entradas. De toda esa información enciclopédica, lo que más me llama la atención es que en castellano reciba más de cincuenta nombres populares. De ellos, y aparte de dondiego, me gustan pericón y arrebolera, y me sorprende que en algún lugar la llamen hierba triste porque es justo lo contrario, con sus flores blancas o rosas o amarillas, a veces bicolores, a veces jaspeadas, que se van tintando de un rosa fuerte hasta llegar al intenso morado a finales de verano. El hecho de que tenga tantos nombres ya es índice de que quizá sea la flor que menos cuidados necesita. La he visto en los pueblos, en las puertas de las casas, llenando el alcorque donde nace la parra, y en tapias y rastrojos, casi como hortensias de secano. Nosotros las tenemos en el borde de la acera y junto a la cerca del huerto. Hace quince días no había ni rastro de ellas. Tan ingenuo como todos los años, me preguntaba si no se habrían secado los bulbos, o no habrían contraído alguna enfermedad extraña. Pero pronto asomó una plántula que en cuatro días, contados con los dedos, era ya un tallo de más de un palmo, y otra semana después hay que arrancar unos cuantos porque han nacido también en las veredas del huerto y hasta en los arriates de los crisantemos, que siguen su lento proceso. Pronto habrá que sujetarlos con una beta para que no se acuesten como las tomateras, o segarlos en medio del verano, porque seguro que vuelven a salir. La resistencia es virtud que solo valora quien la tiene: los demás tienden a despreciar todo aquello que no causa más problema que su exceso de salud. Llevado por un cierto sentido de la justicia botánica, nosotros los regamos como a esas otras que si no estuviésemos encima morirían, y los mantenemos erguidos igual que a las ilustres tomateras, incluso tratamos de no mezclarlos, para que no terminen todos con la misma color.

1.7.25

Vara

 Cuaderno de verano, 11


Una vez enterradas las semillas de las judías (nunca más de tres centímetros o cuatro por debajo de la superficie) en los compactos, relucientes caballones, y regadas una por una con unas gotas de agua, no más que para humedecerlas antes de soltar el chorro por el surco, hemos vuelto a las tomateras, a revisar aquellos tallos que dañó el granizo, a ver si resisten o han perdido la color, y a instalar los rodrigones que habrán de sostenerlas mientras dure la campaña. Nada más plantarlas clavé unas varillas de medio metro, las puntas de las ramas de los arces, y con eso era bastante para que el flojo tallo no se acostase ya desde los primeros días. Tienen algo extraño estas plantas incapaces de aguantarse por sí mismas. La reina es la vid. Ya Homero, al hablar del escudo que forja Hefesto para que lo lleve Aquiles, dice que «en él figuraba una viña / muy cargada de racimos de uvas, / hermosa, hecha de oro / (arriba los racimos eran negros), / que estaba en estacas sustentada, / hechas en plata, de una parte a otra», en la traducción de Antonio López Eire, que sigue siendo la que más me gusta. Claro que entonces en Grecia no había tomates, y estas κάμακες eran estacas, no se especifica de qué árbol, aunque a juzgar por la costumbre que arraigó luego en Italia, la de rodrigarlas a los árboles, bien podrían ser de olmo, de álamo o de fresno, principalmente, que son los que sacan cada poco ramas largas y derechas.
Pero ya hablaremos de este asunto. Ahora se trataba de que aquellas primeras estaquillas de las tomateras estaban quedándose pequeñas. Veo por los huertos de los alrededores (yo mismo lo hice el primer año, pero luego las usé para sujetar cañizos) varillas de hierro que clavan verticales y unen con cuerdas o con alambres, o también varas delgadas que plantan entre dos caballones en forma de aspa, y luego les añaden pitas u otras varas transversales para armar los rodrigones e ir atando en ellas los tallos laterales. Nosotros preferimos unir las dos varas, una desde cada caballón, y atarlas a otra larga que descansa en las junturas, más o menos como haremos con las judías, pero no tan altas, para que no se espiguen. Pero habrá tomates, claro, si el año se da bien. Si no, ni aunque las varas sean de plata.

30.6.25

Hortensia

 Cuaderno de verano, 10


Hay plantas que llevan toda la vida con nosotros. Al principio eran un tiesto pequeño en el alféizar del patio donde solo daba el sol por las mañanas. Después pasaron muchos años en grandes macetones, con sustrato abundante, en una terraza muy amplia. Allí se hicieron grandes y frondosas, sobre todo las hortensias, delante de las que nos gustaba retratarnos porque todo era un fondo de flores azules, blancas y rosáceas, según el hierro que les echábamos las fuera oscureciendo. Les daba el sol castellano y el viento de la sierra, pero allí seguían, floreciendo año tras año, a mediados de junio, cuando apretaba la calor y las regábamos todas las noches. 
Luego viajaron en un camión de mudanzas junto con todas las especies que se habían ido acumulando. Un esqueje de negrillo que encontramos medio tronchado en un parque al lado de casa es ahora un árbol imponente, de más de diez metros de altura; una azalea que en su momento llenaba el mes de mayo con sus grandes pétalos de un rojo vivo es ahora una anciana que en primavera saca dos o tres flores raquíticas. Un geranio que había venido de París y resistía los ataques del taladro, esa polilla silenciosa que los devoraba por dentro, y que de pronto dejó el país sin flores en los balcones, al llegar aquí, sin embargo, se puso pocho y se secó. Se conoce que era un geranio que sólo se encontraba a gusto en las grandes ciudades. 
A las hortensias no les augurábamos mucho futuro. Esta tierra es todo lo contrario del hábitat en el que crecen solas. En Galicia forman setos al lado de los muros, y a veces tienen que arrancarlas para dejar paso y que no invadan el camino. Allí están en su ambiente, húmedo y templado, pero en este secativo de oscilaciones térmicas extremas las dábamos por muertas el primer invierno que pasaron a la intemperie, y eso que las poníamos a resguardo y las cubríamos incluso con un plástico en las noches de heladas fuertes. Pero ahí siguieron, y ahí siguen, diez años después de llegar a un mundo extraño, y a finales de mayo echaron sus hojas grandes y dentadas y ahora brotan otra vez las flores, blancas y rosadas, menos oscuras quizá que las gallegas, menos abundosas que cuando estaban en Madrid, pero igual de firmes y puntuales, tan hermosas como siempre.

29.6.25

Animal

 Cuaderno de verano, 9


Dicen que nos llega una tremenda ola de calor, como si hasta ahora hubiéramos pasado frío. Pero es verdad que medio país está que se achicharra, por encima de los cuarenta grados, y aquí, salvo a las horas en que el sol aprieta, desde que empieza a subir, a eso de las diez, hasta que la tarde se cubre de sombra, entre las ocho y las nueve, lo mejor que puede hacerse es no salir de casa. La sombra, la brisa noctura y la parra virgen que forra la fachada mantienen una agradable temperatura para sentarse a leer sin necesidad de aparatos de refrigeración. 

Con los perros es distinto. Aún no han terminado de cambiar el pelo y a media mañana ya les cuelga un palmo de lengua, por mucho que se escondan entre los aligustres o se tumben en la hierba húmeda, debajo del nogal o de los cerezos de ramaje impenetrable. Cuando el calor se adueña incluso de las sombras más espesas, se acercan remolones y con la cabeza baja hasta la galería, donde tienen suelo de losas frescas en el que acostarse, un ventilador cenital que mueve el aire y ahuyenta las moscas y otro de pie junto al que ronca Galán hasta que los trinos de los pájaros indican que ya afloja la calor. Morena se tira debajo de las aspas que cuelgan del techo, ella es más delicada y no le gusta que le dé el aire en la cara. Se está tan bien allí que alguna tarde me salgo y me estiro en un futón al lado de Morena, ella chasca la lengua un par de veces como si acabara de bostezar, que es su manera de decir que algo le gusta, y sigue con la mayor parte posible de piel en contacto con la piedra. Los perros tardan en cambiar de temperatura, y Morena, cuando lleva ya un buen rato en ese frescor de patio en primavera, se levanta y sale al sol cinco minutos, hasta que se da cuenta de que no ha sido buena idea y se vuelve a meter. El otro no se mueve del ventilador, salvo que escuche algún ruido distinto de los mil sonidos normales que aunque yo no los perciba él sí registra y examina, y entonces sale a decir aquí estoy yo con sus ladridos, da una vuelta, bebe agua, regresa y se vuelve a tumbar.

28.6.25

Riego

 Cuaderno de verano, 8


Por un sentido un poco primitivo de lo auténtico, sigo evitando los adelantos técnicos para cuidar el huerto. Igual que me gusta desmenuzar los terrones con la laya, o con las mismas manos, todavía me resisto a las delicias del riego automático. De vez en cuando visitamos el espléndido jardín de una amiga que ni siquiera se molesta en darle a un botón para que el sistema de riego se ponga en funcionamiento. Es el propio sistema el que controla el grado de humedad que hay en la tierra y la cantidad de agua que las plantas necesitan con arreglo a parámetros tan inasibles como el viento o el calor. Ella se sienta en el porche y lo ve florecer. 
Aquí sigo regando con el tajadero, y rezando por que no corten el agua de la acequia en el peor momento, cuando están creciendo los pimientos o las hortensias y las dalias empiezan a brotar. En verano regar es la faena, ir de un sitio para otro con las mangueras, ahora los alcorques de los frutales, después los surcos de las tomateras, más tarde los arriates de los lirios, sin olvidarnos de la parra virgen que envuelve la fachada y la protege de las brasas del sol, o de las glicinias que mantienen la pérgola con sombra densa, para que se tumben los perros por las mañanas. 
He emborronado papeles con proyectos, el depósito de decantación, la ruta de las tuberías, los distintos grifos, filtros y aparatos, pero me resisto al progreso igual que me resisto al tiempo. Por alguna razón absurda pienso que disfruto más si no media la técnica entre las plantas y mis manos. Me sigo contentando con métodos antiguos, con manuales milenarios, y a veces pienso que el día que necesite tecnificarlo todo, de algún modo mi relación con el jardín también habrá terminado. Yo, de momento, sigo a lo mío, y leo a Virgilio:

El campo es fecundo. Y qué diré de aquél  
que después de haber ya echado la simiente 
repasa los terrenos, los grumos desmenuza 
del estéril secano, y después encamina 
uniendo canaleras las aguas desde el río, 
y si el campo exhausto se llega a requemar 
entre los herbazales mustios, hete aquí 
que del borde inclinado en la boca del canal 
hace saltar las aguas, y un bronco rumor 
resuena al discurrir entre esmeradas piedras 
y a chorros refrescan los áridos bancales.

27.6.25

Viento

Cuaderno de verano, 7


No cambiaría mucho el ruido si viviésemos al lado del mar, si acaso sería más constante, más rítmico el romper las olas en la orilla, pero el fragor de las ramas de los álamos es muy parecido, y más con este viento cálido, viento solano como el de la novela de Aldecoa, pero no porque venga de levante sino por seco, pesado y sofocante. Más allá de nuestro pequeño bosque no se puede andar sin riesgo de sufrir un golpe de calor, y eso que aún no ha empezado la canícula, pero el verano es una temporada en el desierto con reflejos que perturban la noción del tiempo. No entiendo por qué se le aplica el adjetivo desapacible justo a lo contrario de este clima violento, que quema las flores y reseca la tierra. Hasta los pájaros, escondidos entre la hojarasca, chillan desesperados, como si les faltara el agua. 
Yo no sé si siempre ha sido así. De pequeño recuerdo que las horas peores eran nada más comer, pero era sobre todo porque no apetecía la siesta sino sacar la bicicleta y marcharse a que nos diera el viento en la cara, aunque fuera caliente. Pero la infancia es optimista y acomodaticia, al menos cuando se trata de jugar. Incluso en esas horas muertas siempre había cosas que descubrir en la penumbra, por ejemplo un libro de aventuras tropicales que sin embargo no daban esta sensación de bochorno insoportable.

Todo es ir acostumbrándose a esta ventolera desquiciante, este coro monótono de las erinias cuyo bramido te persigue como el recuerdo de un crimen atroz. Así, entre olivos calcinados y piedras sin color, corría el gitano sudoriento que acababa de matar a un guardia. Con este viento infernal se cometen los crímenes más primitivos y jarrapellejos, ya es un tópico de los telediarios que den noticia de algún asesinato y después echen un reportaje sobre las fiestas de un pueblo, las hogueras con que por la noche se celebra que remite la calor. Porque luego, cuando se para el viento, como si se fuera con el sol, viene una brisa de olvido, empiezan a escucharse los ladridos de los perros que aguantaban asfixiados, los gritos de los vencejos, el rebuzno de algún burro, o a lo lejos una carcajada, de alguna familia que ha sacado las sillas a la puerta, debajo de la parra, y esperan a que empiece a refrescar.

26.6.25

Apio

 Cuaderno de verano, 6


Un año plantamos una mata de apio debajo del guindo, que mantiene la sombra casi todo el día, conserva demasiado la humedad y no es bueno para la mayor parte de las hortalizas. Los calabacines que plantamos otro año, por ejemplo, alargaban los troncos desesperados en busca de la luz, y las hojas enseguida se les ponían blancas de moho. Pero el apio no solo no se estropeó sino que ha salido un corro de matas que aguantan todo el año y hasta cierto punto han influido en nuestra dieta. Empezamos echando un tallo de apio a un estofado de cordero y ahora ya no hay guiso al que no le pongamos, y en abundante cantidad, mezclado a veces con hierbabuena o albahaca, para aumentar la frescura un tanto exótica de los sabores. Y eso por no hablar de la gracia de los caldos y la fragancia de los potajes. 
    Los antiguos daban al apio más usos que el gastronómico. El que aparece el la Ilíada, que se comen tan campantes los caballos del ejército de Aquiles mientras este sigue enfurruñado con Agamenón, probablemente sea el Smyrnium olusatrum, parecido al perejil, pero no el Apium graveolens, que es el que comemos los humanos. En la gruta de Calipso, en la Odisea, había, aparte de una parra, cuatro fuentes en torno a las que crecía un «delicado jardín» de apios y violetas. Su valor aromático debía de ser muy apreciado porque ya nos cuenta Heródoto que los escitas, cuando moría su rey, lo abrían en canal, lo limpiaban bien por dentro y lo rellenaban con juncia y semillas de apio y eneldo. En la poesía posterior, sin embargo, su valor principal era decorativo. El cabrero de Teócrito ha tejido para Amarilis una corona de hiedra con rosas y apio, y lo mismo hace Lino en las Bucólicas de Virgilio. Horacio lo repite varias veces, alguna de las cuales añade el «lirio breve» como ingrediente ornamental.

Y debe, en fin, de incitar al buen humor, porque Pío Font, entre doctas y minuciosas explicaciones, se permite un par de bromas, una cuando dice que el apio «huele a apio, y perdone el lector la perogrullada», y otra cuando se deja de eufemismos y mete el dedo en la llaga: «Un buen puchero con apio abundante», dice, «hace mear al más reacio». Esto último todavía no me atrevo a atestiguarlo, aunque todo se andará.

25.6.25

Caballón

Cuaderno de verano, 5


Igual que las hormigas que cuando pasa la tormenta vuelven a salir del agujero y retoman su labor como si nada, así hemos vuelto a trabajar el huerto, en una pieza que habíamos reservado para plantar judías por San Juan. La tierra estaba ya labrada, pero las fuertes lluvias la habían apelmazado, y después de esparcir un par de sacos de abono lo he ido envolviendo con la laya, de modo que la tierra quedara nuevamente suelta para trazar los caballones.

El primer consejo que se ha de dar a quien cava un surco es que no lo haga mientras lo mira otro hortelano que no sea un buen amigo. Es un instinto ancestral decir que así no se hace, o dar consejos gratuitos, o decir cómo los hacía su abuelo. Lo bueno de la horticultura, por mucho tutorial que infeste las pantallas, es descubrirla por uno mismo e ir puliendo los defectos cada año. Los hay que todavía tienden un hilo atado a dos estacas para no torcerse, como hacen los albañiles, pero quizá esos no utilicen todos los aperos que yo uso: una azada de hoja corta y ancha para cavar el surco, en un sentido y en el otro, de manera que quede lo más nivelado posible; un aporcador de mango largo que dejo caer perpendicular a la cumbrera del caballón para mantenerla recta y afilada; otra azada de hoja larga para ir prensando las paredes, y una última pasada con el interior del aporcador que lo deja niquelado.  

Yo he visto a viejos hortelanos que no necesitan ni aplastar siquiera las paredes de la tierra, y con un solo golpe de azada van sacando surcos rectos como velas, que se reirían si me vieran darle tantas vueltas a un montículo alargado que las hierbas y las lluvias van a deformar en cuatro días, por mucho que les pase la legona. Para estos otros goyos tengo siempre la misma respuesta, una frase que se estila por estos pagos: «No tengo otro pito que tocar», con la que se resume que a uno no le apura el tiempo ni le aprieta la necesidad, y que cada cual cava su huerto como le viene en gana. Prefiero, no obstante, guardar los aperos cuando aparece alguno. Tener que dar explicaciones me sienta peor aún que recibir consejos, y además no creo que haya líneas verdaderas que no estén algo torcidas.

24.6.25

Rocío

Cuaderno de verano, 4



Tuvo que ser en 1973 porque aquel año San Juan cayó en domingo. Mi padre me despertó cuando apenas clareaba, como ahora que escribo estas líneas. De niño sólo madrugaba tanto cuando íbamos de viaje, para aprovechar el poco tráfico y la fresca, o para ver, en las fiestas de julio, el encierro del toro ensogado, que también era a las seis de la mañana. El amanecer me parecía entonces un paisaje inexplorado, la aventura de la luz. Mi padre era mucho más joven de lo que yo soy ahora. Estaba en lo que los griegos llamaban su acmé, la edad del máximo esplendor, en torno a los cuarenta, cuando se ha dejado de ser joven pero queda vida por delante, cuando se ha dejado de ser Paris y uno se convierte en Héctor. Recuerdo el niki gris perla que llevaba, sobre todo porque luego, cuando él ya lo había arrumbado, a mí me quedaba de lo más moderno. Recuerdo su paso firme y retenido cuando bajábamos por la Cuesta de los Gitanos, donde un par de años antes, por cierto, yo me había caído de culo en un cardo borriquero y hubo que sacarme las púas con unas pinzas de acero inoxidable que había en el baño, casi me quemo con la luz del flexo. Ese domingo no hubo percances y bajamos hasta el río, el mismo junto al que ahora vivo pero aguas abajo, por la carretera de Villaspesa. Por allí estuvimos caminando un rato y al llegar al ribazo de unos huertos vi cómo mi padre metía las manos bien abiertas entre las hierbas mojadas con el rocío de la noche, y luego se frotaba la cara y la cabeza, y aún le corrían por las sienes gotas transparentes al incorporarse. «Ahora, tú», me dijo, sonriente, y yo imité sus movimientos, sin tanta energía quizá, con más miedo a que hubiese algún bicho, o una zarza escondida entre las hierbas, y no me froté la cabeza con vigor homérico sino posando las manos mojadas encima de la piel. 
    Hace un rato, nada más levantarme, he bajado al jardín y he pasado una mano por las hierbas que salen entre los lirios sanjuaneros, esa flor naranja que es como una hoja del calendario, como los crisantemos de noviembre o la flor de los almendros en febrero. Me he palpado un poco la cara, aún quedaba algo de humedad.

23.6.25

Pérdida

Cuaderno de verano, 3



La primavera se despidió con un tormentón que daba miedo. Después de un buen rato de truenos lejanos y viento plomizo, un velo gris oscuro cubrió la tarde y el cielo se abrió en canal. Nos metimos en casa con los perros y cerramos bien puertas y ventanas para que ningún rayo se colase por las corrientes de aire, y lo que al principio parecía un chaparrón se convirtió en fuerte aguacero, la lluvia caía a chorros, el agua se salía de las canaleras, borraba las hojas de los árboles, hasta que los relámpagos coincidieron con los truenos y la casa retumbaba estremecida, y una violenta pedregada empezó a rebotar en las losas y en los tubos que sujetan las parras, y alguna que salía despedida iba a parar a los cristales, que afortunadamente no sufrieron desperfectos. 
Cuando cesó la tormenta y las canales terminaron de evacuar, tuvimos esa sensación contradictoria de alegrarnos de permanecer a salvo y de que nada se hubiese inundado, pero al mismo tiempo dar por hecho que este año hemos perdido la primera cosecha de fruta. La imagen era extraña, el suelo alfombrado de hojas verdes, como un otoño prematuro, verde joven en sus últimos momentos de tersura, porque al día siguiente ya estaría flácido sin haberse acartonado antes ni haberse tintado de ocre. Dimos un paseo por las plantas como aquel que se pasea por un campo de batalla cuando ya han cesado los disparos y las explosiones, apartando víctimas con la punta de la bota. El pedrisco había tronchado algún que otro sarmiento y los tallos de unas cuantas tomateras. Había limpios agujeros en las hojas grandes de los lilos. El suelo brillaba con el rojo de las guindas y de las cerezas. 

Falta por hacer un recuento más exhaustivo, pero me temo que este año no nos subiremos a lo alto de un andamio a llenar cestas de cerezas, que es lo que tal día como hoy deberíamos estar haciendo. Las que no se han caído al suelo están tocadas por la piedra, podridas de la noche a la mañana, en menos que canta un gallo. Otros años los viejos cerezos enormes daban fruta para dar y regalar, para comer y llenar tarros de mermelada, para decorar las tartas y para jugar a ponerlas de pendiente en las orejas. Pero esta tierra es así de extrema, así de violenta, así de imprevisible.

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