Debo agradecer al ensayo autobiográfico de Laure Murat el haberme decidido a emprender otra lectura largamente postergada, la biografía de Marcel Proust de George Painter, en una edición del año 72 que debí de comprar a principios de los 80, cuando empezaba yo a leer en los bancos del parque la traducción de Por el camino de Swann de Pedro Salinas. Han tenido que pasar varias décadas y todos los tomos de En busca del tiempo perdido, algunos varias veces, para que me pusiese con el Painter, la biografía canónica, al menos hasta que apareció la de Diesbach.
Painter dedica prácticamente todo el primer volumen a desenmarañar esos referentes reales de sus personajes, un trabajo de investigación tan deslumbrante como sorprendente, porque resulta difícil de imaginar que todos los conocidos de Proust tuvieran su sitio en la novela o que ningún personaje fuera simple ficción. La «memoria involuntaria» a la que tantas veces hace referencia nos suele remitir a episodios impenetrables hasta para uno mismo… Pero es el método de trabajo de Painter, la tesis de la que parte, del mismo modo que fundamenta su análisis del carácter de Proust en la morbosa relación que tuvo con su madre, «hipersensible y excesivamente amante» (44), de la que Proust llegó a creer, «no sin cierto resentimiento», que «le amaba más intensamente cuando estaba enfermo» (26). El hecho de que Proust tratara de reproducir en sus relaciones sociales ese tipo de vínculos insanos que le unían a su madre lo hizo sufrir más de la cuenta, como si el beso que su madre no le da al principio del ciclo novelesco fuera el trauma que guiara su existencia hasta el final. Esta biografía se publicó en 1957, y las explicaciones freudianas, por más que con frecuencia Painter las mencione con ironía, no dejan de sustentar sus argumentos, por ejemplo para explicar su temprana atracción por mujeres mucho mayores que él o la complicada relación que mantuvo con su padre, un hombre tolerante que sin embargo tenía la sensación de que el verdadero problema de Marcel era «la falta de fuerza de voluntad» (82), y que tomó la decisión de mandarlo al ejército, a ver si se despabilaba, con el curioso resultado de que Proust se sintió en la gloria entre literas y uniformes, pero no recondujo su disipada vida, hasta el punto de que, para poner freno a sus despilfarros, le impuso una asignación fija «¡a los treinta y un años de edad!» (468), lo que produjo a Marcel una vergüenza infinita, además de incontenibles celos por la generosidad que sus padres le seguían prodigando a su hermano Robert. Quizá producto de ese resentimiento, Proust trataba a la profesión médica con tanta admiración como desprecio, lo que se pondrá de manifiesto, sobre todo, en el segundo volumen de la biografía, cuando Proust se convierte en un enfermo profesional y la muerte de su madre marca el final de su vida de recogida de materiales, digámoslo así, para ponerse a buscar, metido en la cama, su Tiempo Perdido. Painter termina este primer volumen con la muerte del padre y comenzará el segundo con el final de la madre, pero, así como la muerte de la madre está narrada desde el morbo freudiano, aquí dedica al padre un epitafio contundente: «Los dos desilusionaron a sus respectivos padres, y los dos alcanzaron la fama muchos años después de la muerte de sus progenitores; cada uno de ellos dedicó su vida a una gran empresa, y cada uno murió en el momento en que acababa de darle cima» (505).
Pero el grueso del volumen, como decíamos, está dedicado a la identificación de personajes. La alta sociedad parisina no parece haber estado tan cerrada como quizá uno pueda pensar leyendo a Proust, sino «siempre abierta a quienes poseyeran talento» (112), como sin duda era el caso, por más que entre los grandes salones menudearan los zopencos, si bien, claro, eran zopencos de alta cuna. Y no era como para sentirse orgulloso ser considerado un escritor de la alta sociedad, y mucho menos un esnob, pero eso es lo que para todos aquellos círculos fue Proust hasta poco antes de morir, aunque sigue sin quedar claro «por qué el novelista los frecuentó, y por qué un joven burgués, oscuro y medio judío, fue admitido en ellos» (263). Quizá todo era por «demostrarse a sí mismo que no era un paria» (264), aunque su actitud, por ejemplo, en el caso Dreyfus, fuera muy gallarda y nada servil: se decantó desde primera hora con el militar judío falsamente acusado (y condenado) en contra de la postura de las damas que tanto frecuentaba, y eligió «la facción de los judíos y los intelectuales progresistas». Aun así, Proust tuvo que soportar que se lo obviara en algún manifiesto que otro de apoyo a Dreyfus, y que, cuando la injusticia empezó a ponerse al descubierto, un batallón de oportunistas se subieran al carro.
Este juego de identificaciones parte de los propios lugares. A veces los retocaba un poco por razones de simple eufonía (Méséglise en vez de la real Méréglise), pero tampoco modificaba tanto como para que, por ejemplo, no resulte evidente que «el verdero paisaje de Illiers se parezca tanto al mítico, inventado y universal paisaje de Combray» (70), el paisaje «de un sueño infantil». La identificación ya llega a lo fotográfico cuando se trata de vagar por los salones de París siguiendo la pista a sus más o menos sinceros amoríos: Jeanne Pouquet, Mme. Straus, Laure Hayman, la condesa de Chevigné o Marie Finaly. Después de la Chevigné, Marcel no volvió a enamorarse de una mujer mayor que él, y después de Finaly, pasaron muchos años hasta que se enamorara, es un decir, de una mujer joven. Con Pouquet, pareja de su amigo Gastón, los amores terminaron por falta de interés. Hayman, veinte años mayor que Proust, cuenta, como Léonie Closmesmil y alguna que otra más, entre los modelos de Odette de Crecy, pero «inteligente, con buen sentido, ingeniosa y culta». La Chevigné y la condesa Greffulhe sirvieron de modelo para la duquesa de Guermantes, y la Greffulhe, que «llevaba un tocado de cattleyas de color malva» (231) la primera vez que Proust la vio, también para la princesa. De la Chevigné, Proust sacó el color de ojos y de pelo, la ronquera de la voz, el ingenio, el modo de vestir y el apasionamiento del narrador por ella; de la Greffulhe, la posición social, las relaciones con el bobo de su marido, primo de Montesquiou (modelo, a su vez, de Charlus). El caso de Chevigné todavía es más curioso por dar más idea de la endogamia de la historia. Esta mujer contaba entre sus antepasados no solo con el marqués de Sade, de cuyo parentesco, al parecer, se sentía muy orgullosa, sino de la mismísima Laura, la dedicataria del Cancionero de Petrarca.
De Mme. Lemaire, según Painter, surgió Mme. de Villeparisis, que también está inspirada en la condesa Sophie de Beaulaincourt, el tipo de mujer que «poco a poco y con grandes esfuerzos recupera la posición social que los excesos cometidos en su juventud le habían hecho perder»; pero más aún Mme. Verdurin, cuyo modelo principal, no obstante, era Mme. Aubernon, aunque también haya que contar con Mme Hochon.… Y Albertine, por su parte, estaría inspirada en Marie Finaly, con quien Proust también tuvo sus escarceos durante un verano en la costa de Normandía y un invierno en París, todo demasiado simétrico entre la realidad y la ficción, y eso que solo hablamos de la alta sociedad, porque hasta las sirvientas, empezando por Ernestine, «quedaron fundidas en la figura de Françoise; y su ama quedó convertida, sin apenas modificaciones, en tía Léonie» (47).
Por lo que a los personajes masculinos atañe, la madeja no está tan liada. El real Montesquiou, que debió de cundir mucho, fue modelo de dos importantes personajes, no solo del barón de Charlus en la obra de Proust, sino del exquisito y misántropo Des Essentes del A rebours de Huysmans. Incluso parece que lo de engastar joyas en el caparazón de una tortuga ya lo había hecho Montesquiou, que por supuesto se cargó al pobre quelonio. Pero, volviendo a Proust, el Charlus de la novela parece inspirarse no solo en Montesquiou sino en el aparatoso Doasan, que exhibía sus relaciones con un joven violinista polaco, mientras que Montesquiou era más discreto en sus amoríos con el pianista Delafosse, «uno de los principales modelos de Morel» (230), quien tanto hizo sufrir a Charlus, cuya homosexualidad debió de ser exclusiva, porque una vez se acostó con la actriz Sarah Bernhardt y «pasó una semana vomitando» (208).
Los modelos de Swann, según Painter, fueron Emile Straus y Charles Haas, amante también del escritor. Proust suele dar pistas porque junto al nombre ficticio a menudo coloca un detalle que lo vincula con el verdadero, en este caso un sombrero que, nos dice el narrador, solo fabrican para Swann y para Haas. Y en cuanto a Saint-Loup, en fin, la cosa se complica hasta el refinamiento. Para Painter, Proust casó a Saint-Loup con Gilbert «debido, en parte, a que uno de los modelos de Saint-Loup casó, en la vida real, con uno de los modelos de Gilberte» (74), pero lo creó antes incluso de conocer a quienes serían sus modelos, un grupo de amigos aristócratas entre los que figuran Gabriel de La Rochefoucauld, Antoine Bibesco y Bertrand de Fenelon, con quien tuvo relaciones de distinta intensidad y celos de diferentes clases, tormentosos con el lenguaraz y cruel Bibesco y más distantes con el acaparador Fenelon, y eso que se pasaba el tiempo en tierras exóticas. A este Fenelon atribuye Painter el «descenso a Sodoma» de Saint-Loup y su «redención al morir en el frente de guerra» (471). Algunos pasajes con estos alegres muchachos son particularmente divertidos, por ejemplo el calamitoso estreno de Proust como cliente de un lupanar: «las muchachas no eran tan atractivas como él había esperado, y la calefacción central todavía dejaba más que desear; fue preciso revolver el establecimiento de arriba abajo para encontrar botellas de agua caliente y más mantas para tan friolero cliente» (455).
Expresiones como «descenso» y «redención» dan idea del tratamiento que, sin salirse de los hechos (y con criterios científicos, como asegura en la introducción), Painter da al tema de las inclinaciones sexuales de Proust, quien, según él, «estaba condenado a la homosexualidad (…) si no en virtud de una predisposición innata, sí por las tensiones sufridas en su primera infancia» (91). Es el único asunto en el que Painter no deja de cargar las tintas. Con frecuencia habla de la «perversión sexual» de Proust, o de que sus fracasos heterosexuales eran deliberados cortes con todo aquello que no lo dirigiese hacia su propio sexo. Painter pasa revista a sus primeros amores, de 1894, con Robert de Billy, y más tarde con Edgar Aubert, Willie Heath o Reynaldo Hahn, con quien duró dieciocho meses, hasta que fue sustituido por Lucien Daudet, hijo del célebre escritor. Aunque resulta ciertamente revelador el tono en el que habla, por ejemplo de Oscar Wilde, que también en 1894 visitó París «por última vez antes de la condena, por él mismo buscada…» (267), e incluso apunta que en Charlie Morel, que lleva loco a Charlus, hay algo del «peligroso y apuesto» Lord Alfred Douglas. Especialmente sarcástico se muestra Painter con otros famosos saturnianos como Jean Lorrain, un sujeto repulsivo al que Proust retó a duelo por decir era «uno de estos niños bonitos de la alta sociedad que han logrado quedar embarazados de literatura». Fue un duelo a pistola, de los muchos que había entonces y que nunca teñían de sangre el río.
Pero cuando Painter moja su pluma en tinteros melodramáticos que poco se avienen con la investigación meticulosa es en el momento de interpretar su relación con Reynaldo Hahn (276), hasta la que Proust, que había tenido devaneos con mujeres, «todavía podía considerarse como un ser básicamente normal», pero a partir de la que ya era «uno de los exiliados, desperdigados, forajidos ciudadanos de Sodoma, un miembro de una raza todavía más trágica y despreciada que la judía», y poco le separaba de «la estirpe de Doasan y su violinista polaco, de Montesquiou y Delafosse, de Wilde y Lord Alfred», aunque lo peor, como siempre, le esperaba en casa, «obligado a realizar un constante esfuerzo, durante toda su vida, para esconder a su madre su verdadero modo de ser». Quizá por eso, apunta Painter (y el inicio del segundo volumen termina de explicarlo) «Proust escribió una narración en la que mataba a su madre y luego se suicidaba, cual si esta fuese la única solución a su dilema». El libro, insistamos, se escribió en 1957, pero la pluma de Proust, en el más amplio sentido de la palabra, no creemos que pudiera sorprender tan trágicamente a su querida madre.
El libro, por lo demás, ahonda en el largo y agotador camino que le llevó hasta su gran obra, desde sus preferencias literarias (Verlaine antes incluso de ser simbolista, o Lecont de Lisle «el más grande de los parnasianos»), o musicales (Wagner ante todo, pero también Fauré, Saint-Saëns o un entonces poco conocido Debussy). Varias veces aparece Middlemarch, bien porque se lo pidiera a su madre en su retiro de Fontainebleau (306) o porque él mismo se sintiera como Casaubon, entregado a una obra que se sentía incapaz de terminar. En sus principios, Proust trató y se vio influenciado por Anatole France, entonces en la cima del éxito, de quien, según Painter, tomó «la irrealidad del mundo fenomenológico, el de la poética naturaleza del pasado, en el cual se esconde una única realidad verdadera, el de la imposibilidad de conocer a otra persona, el del constante proceso de alteraciones en el propio ser, sentimientos y recuerdos, el de su pesimismo…» (121). France, por su parte, ejerció su influencia personal para que Proust encontrara editor, e incluso, sin mostrar demasiado ojo clínico, pensó en él como candidato para casarse con su hija Suzanne.
Y así el personaje de Bergotte es una mezcla de Anatole France, por su relevancia social, y de John Ruskin, su principal modelo, al que, con la ayuda de su gran amiga Nordlinger y de su madre, que sí sabían inglés, se ocupó de traducir, y con el que compartía una estética que nos recuerda a la del medium de la literatura clásica: «el poeta era una especie de escribano que, siguiendo el dictado de la naturaleza, hacía constar una parte más o menos importante del secreto de esta; y el primordial deber del artista es no añadir nada suyo al divino mensaje». Su influencia, ya presente en Jean Santeuil —cuya trama se basa en la vida de Proust hasta 1895, es decir, el que utilizó en la primera mitad de su heptalogía—, tiene que ver con la típica especulación del sentimiento que cobra cuerpo en À la recherche, por ejemplo cuando el protagonista habla de Marie, que luego sería Gilberte: «Medía el placer de contemplarla con la medida inmensa de su deseo de verla, y de su dolor al despedirse de ella; y, en realidad, muy poco era el placer que experimentaba merced a su presencia real» (89). Del mismo modo, Los placeres y los días son «depósitos que contienen el Tiempo Perdido» (298), una «inmensa cuba de la que, tras larga fermentación, saldrán los personajes de En busca del tiempo perdido» (298). Jean Santeuil fue una gran novela fallida, un enorme esfuerzo baldío, un desperdicio de «casi trescientas mil palabras» (383). Pero en ella divisó lo que sería, al cabo, su gran obra, una novela «en la que escriba únicamente sobre el pasado resucitado por un olor o una visión» (390), y con ella recorrió los «dos falsos caminos», los «Nombres de personas» y los «Nombres de lugares», que «representan, el primero, la carrera de Proust para ser aceptado en la alta sociedad, y el segundo, su periplo siguiendo los pasos de Ruskin» (425). En todo caso, casi nos sirve de consuelo pensar que si Jean Santeuil le hubiera salido bien, muy probablemente Proust se hubiera dado por satisfecho hasta el punto de no escribir aquello de «Durante años me acosté temprano», que es a lo que Painter dedicará el segundo volumen de su biografía.
George D. Painter, Marcel Proust 1. Biografía 1871-1903, Alianza-Lumen, 1972, 509 p.