Cuaderno de verano, 31
Durante el paseo mañanero veo muchos rastros de baba que cruzan el camino. Son de caracoles que han salido por la noche para alimentarse por los setos de saúco, y al amanecer regresan a la ribera del río. No todos llegan. Para ellos esa estrecha franja es un desierto pedregoso, un cenizoso llano en el que se clavan las esquirlas de la grava y avanzan malamente por la arena. A muchos les sorprende el sol en medio de la travesía, y debe ser un suplicio sentir cómo se seca su recubrimiento mucilaginoso, pierden las fuerzas y más de uno se queda metido en su caparazón, a merced del intenso calor, cuando no es aplastado por una rueda, o incluso por alguna suela de alpargata. Yo voy mirando los hilos brillantes que dejan a su paso, y cuando encuentro alguno que ha salido tarde de su escondrijo nocturno lo dejo metido entre las hierbas a la orilla del río. «Los sin hueso», como los llama Hesíodo, han entrado a formar parte del cada vez más amplio catálogo de criaturas que nos inspiran cierta ternura, o que al menos evitamos matar por puro gusto, aunque sea para la paella. Recuerdo cuando al cesar la lluvia salíamos a buscarlos por los ribazos de los huertos, y los teníamos a dieta de romero en flor metidos en un jaulón que aún andará por ahí. Cuando ya se habían puesto finos de romero, los espanábamos, es decir los dejábamos sin comer, y ellos se aletargaban. Para que despabilaran y salieran de sus conchas había que ponerlos en una olla de agua fría, a fuego lento, y ellos sacaban el cuerpo y estiraban las antenas hasta que el calor era excesivo y se empezaban a cocer. Tuvo que evolucionar un poco más la especie, y nosotros con ella, para que esa práctica nos pareciese un crimen, pero todavía los caracoles son el plato nacional de algunos sitios que por otra parte presumen de civilizados. ¿Cómo tiene que ser un animal para que lo empecemos a respetar? Ciertas aves y los mamíferos superiores lo tienen más fácil. No tanto algunos roedores, por no hablar de los ofidios o de los insectos. Pero los caracoles tienen algo de cuento infantil que nos conmueve. Rodeamos de ceniza las lechugas porque si no se las zampan, pero no nos los comemos, ni mucho menos los aplasto cuando salgo a pasear.
No hay comentarios:
Publicar un comentario