Cuaderno de verano, 28
Las curiosas coincidencias son a veces tan redondas que parecen una rara conjunción astral. Las plantas de las judías estaban ya con hojas (las que no segó el pedrisco nada más brotar) y me dediqué a poner las varas antes de que empezaran a salirles los zarcillos. Utilicé las cañas de otros años, que se ponen grises de la intemperie pero no se pudren con el agua, si acaso en algunas puntas con la tierra, pero son muy resistentes y lo menos llevo cinco años con las mismas. Cuántas techumbres de cañizo no habrán aguantado más que los muros que las sustentaban.
Hincamos, en fin, tres en cada caballón, que se juntan en el extremo superior con otras tres del caballón siguiente, y quedan armadas con otra transversal que se apoya en la juntura, todas bien atadas con cordel de pita. Entre cada dos cañas clavo dos pares de varas de arce que se acoplan en la caña transversal, de modo que para cada caballón quedan siete rodrigones —entre varas y cañas— que se unen con los del siguiente caballón. Así salieron cuatro filas, es decir treinta y dos cañas (veintiocho clavadas en el suelo y ocho transversales) y otras treinta y dos varas (cuatro para cada caña transversal). La coincidencia, no obstante, no consistió en que hubiera que emplear el mismo número de cañas que de varas, sino en que no quedó una sola vara disponible de todas las que había retirado de la poda de los arces por tener la rectitud y la largura que necesitábamos.
Eso fue hace un par de días, y como si estuvieran esperando a que las pusiésemos, han empezado a brotar los zarcillos y a enroscarse en los tutores. En poco tiempo habrán llegado arriba, se harán más gruesos y llenarán de hojas la armadura, y pasear entre cada dos caballones recogiendo judías con la manchas cambiantes del sol de la mañana será otra vez una de las más bellas estampas del verano. Luego guardaré las cañas, pero las varas ya habrán cumplido su misión y servirán para encender la chimenea. Ahora voy podando las ramas de los arces que les salen demasiado finas o caídas, y me pregunto si el día que deje de podar quedarán vivas justo las que vaya a necesitar el año que viene. Deberíamos también contar las judías mientras las arrancamos, pero eso estropearía el placer de recogerlas.
Hincamos, en fin, tres en cada caballón, que se juntan en el extremo superior con otras tres del caballón siguiente, y quedan armadas con otra transversal que se apoya en la juntura, todas bien atadas con cordel de pita. Entre cada dos cañas clavo dos pares de varas de arce que se acoplan en la caña transversal, de modo que para cada caballón quedan siete rodrigones —entre varas y cañas— que se unen con los del siguiente caballón. Así salieron cuatro filas, es decir treinta y dos cañas (veintiocho clavadas en el suelo y ocho transversales) y otras treinta y dos varas (cuatro para cada caña transversal). La coincidencia, no obstante, no consistió en que hubiera que emplear el mismo número de cañas que de varas, sino en que no quedó una sola vara disponible de todas las que había retirado de la poda de los arces por tener la rectitud y la largura que necesitábamos.
Eso fue hace un par de días, y como si estuvieran esperando a que las pusiésemos, han empezado a brotar los zarcillos y a enroscarse en los tutores. En poco tiempo habrán llegado arriba, se harán más gruesos y llenarán de hojas la armadura, y pasear entre cada dos caballones recogiendo judías con la manchas cambiantes del sol de la mañana será otra vez una de las más bellas estampas del verano. Luego guardaré las cañas, pero las varas ya habrán cumplido su misión y servirán para encender la chimenea. Ahora voy podando las ramas de los arces que les salen demasiado finas o caídas, y me pregunto si el día que deje de podar quedarán vivas justo las que vaya a necesitar el año que viene. Deberíamos también contar las judías mientras las arrancamos, pero eso estropearía el placer de recogerlas.
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