Cuaderno de invierno, 17
«En invierno contemplo la nieve que se acumula como nuestras faltas y se derrite como una expiación», leo en Pensamientos desde mi cabaña, de Kamo No Chomei, poeta japonés del siglo XII, aunque fue a principios del XIII, al cumplir cincuenta años, cuando se lio la manta a la cabeza y se retiró a vivir al monte. Construyó una cabaña en la que solo cabía él, tumbado en un lecho de hojas o sentado en un taburete ante su mesa de trabajo, comiendo raíces del suelo y frutos que los árboles le regalaban, y fue cambiando de residencia: «A medida que, de año en año, mi vida declinaba, mis moradas se iban haciendo más pequeñas». Sus casas eran portátiles, como su propia vida.
Lo que el poeta nos invita a pensar es que también somos esclavos de las llaves que nos liberan. El apartamiento y la soledad son las circunstancias de la meditación, pero, en la medida en que son necesarias, se convierten en una cárcel. Este reduccionismo lo conocemos en Occidente por la tradición sofística y, sobre todo, cínica, aunque en los ensayos que acompañan al libro se empeñan en llamarlo pesimismo.
No estoy tan seguro. La plenitud del paisaje lo es cuando tampoco nos resulta imprescindible. El amor al terruño es otro lastre más, y el poeta lo tiene claro, solo busca «la tranquilidad y el placer que me ofrece la ausencia de toda angustia». Y si se retira al monte es porque «el anhelo de vivir se mantiene en mí ante la posibilidad de contemplar la belleza de un paisaje». De cualquier paisaje, cabría decir. Los monjes alaban la hermosura de lo inmediato porque ese es el paisaje que ha de darles ganas de continuar.
Estos Pensamientos son muy breves y vienen forrados de contextos e interpretaciones. Tienen la concisión de lo misterioso, el laconismo compacto que alimenta la especulación. Yo me imagino que la teoría mística sería el impulso para echarse al monte, pero que luego allí le pudo el descubrimiento de que, sencillamente, no le apetecía volver, y dejó pasar los días y cada tarde se sentaba a mirar por la ventana. Cuando nevase, como va a pasar hoy, le pasaría lo mismo que a Gabriel, el protagonista de The dead, cuya alma se desvanecía «al escuchar la nieve caer mansamente sobre el universo, y mansamente caer, como el descenso del último ocaso, sobre los vivos y los muertos».
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