Cuaderno de invierno, 27
«Iam aetas mea contenta est suo frigore; vix media regelatur aestate», le dice Séneca a Lucilio, o sea, «mi edad ya tiene bastante con su propio frío; apenas se derrite en mitad del verano». De ese regelari, descongelarse, viene el regalarse de la nieve, como se dice por aquí, aunque en Soria reclaman la patente. Pero sí, la nieve se regala con el sol de la mañana. Lo que en la ciudad parece los escombros de una fiesta, un confeti helado, incómodo y sucio, aquí es un paulatino y armonioso desaparecer. Ya no está en las ramas de los árboles, y va retrocediendo de la acera como una marea lenta. Se hunde en la cuadrícula de las tejas, desaparece bajo las cañas de los maizales. En los bancales empieza a marcar las irregularidades del terreno, montículos que llevan dentro una mata de apio, hoyos de cuando arranqué las varas, incluso se nota una levísima línea azul que separa lo que ya tenía cavado y listo para plantar los ajos y lo que se había ido apelmazando. Los caballones del campo de calabazas de la granja parecen trazados en la misma nieve. Todo sigue siendo blanco y el manto inmaculado tiene idéntico grosor. En algunas piezas donde da más el sol empiezan a abrirse diminutos poros que se abren en círculos negros como quemaduras. Solo hay neveros donde pasan las personas, en los bordes del camino, en las tapias y en las alambradas, pero el resto es un irse yendo que no produce la impaciencia ni el resentimiento de la nieve que se queda por las calles. Séneca lleva razón. Si vinculamos la primera estación del año solar con la última de la vida humana es precisamente por el frío, por la incapacidad de reponerse del frío, la progresiva lentitud con la que uno se regala. Las lluvias de otoño y primavera, por fuertes que sean, dejan rastro poco tiempo, pero la nieve persiste. Acostumbrados a olvidar los placeres nada más hacerles una foto, este de ver nevar se queda con nosotros unos días, es un intruso fascinante que vino a visitarnos y se apalancó. Quedan días de frío. La ladera que veo desde la ventana, al otro lado del río, es toda una umbría, y allí la nieve helada permanecerá compacta y sin roderas ni pisadas por lo menos hasta que, como dice el refrán, busque la sombra el perro.
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