Cuaderno de invierno, 22
Ayer abrí un sendero para no estar de un lado a otro como funambulistas del hielo. Me acordaba, al dar paladas, de Amarcord, el pasadizo entre la nieve. Aquí solo llegamos al medio metro pero la sensación es como si hubiera habido que cavar una trinchera. Pero cunde más de lo que había imaginado, y se luce, que son las dos ventajas que hacen un trabajo soportable. A falta de zapa de campaña, pesa más la pala que la nieve. Manejándola de frente se quitan los ampos gruesos, leves y compactos, que se pegan al metal de la pala y hay que sacudirla golpeándola contra el suelo. Pero luego hay que usar el canto para rascar las placas de hielo, que saltan como las losas. Esto es mejor hacerlo de derecha a izquierda, a ritmo de guadaña, como si estuviéramos segando pipirigallo, o como cuando recogemos el montón de arena que han deshecho los mastines. Finalmente conviene rascar el suelo con un cepillo de púas metálicas, la anchura de cuyo soporte marca y perfila los bordes del sendero, y arrastra grumos amarillos diminutos, los últimos restos del hielo, que son los que se cuelan por los poros y abren las grietas que cuartean las aceras. La nieve se ensucia enseguida.
El sendero culebrea cuesta arriba desde la puerta de casa hasta la verja de la entrada. El cemento mojado se ennegrece todavía más con la presencia de la nieve, sus paredes son como las de una cantera de mármol tallada con un pico. Cuando veo la escena de Amarcord solo pienso en el que, sin decorados de cartón, cavaría la zanja entre la nieve, pero no en el trabajo que le costó ni en las veces que tuvo que agachar el lomo y sacudir la pala, sino en la meticulosidad con que lo hizo, lo vertical de las paredes y lo blando de las curvas. No es muy útil porque no pienso ir a ninguna parte, pero el temporal hay que capearlo con elegancia.
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