Cuaderno de invierno, 13
Ha vuelto a nevar toda la noche. De pequeño me llamaba la atención aquello de las nieves perpetuas, los montes que siempre se pintaban con las crestas blancas, o esos pueblos en cuesta donde en noviembre cae una nevada que no se marcha hasta abril. La impresión primera pronto se convierte en incomodidad y tedio. Harían falta unos zuecos de madera para salir cada mañana a la puerta de casa, el melodioso crujir de los pasos pronto se convertiría en esfuerzo añadido, el trabajo sería cenagoso. Pero conozco a quien sí lo vive o lo ha vivido, y esa obligación pascaliana de quedarse en casa le ha granjeado pingües beneficios, casi siempre en forma de estudios o firmeza de carácter.
La nieve es inhóspita, un blancor intransitable, y quizá sea ese el primer rasgo de su hermosura. Las cosas emergen a la nieve, trasparecen. En el célebre Paisaje invernal de Sesshu Toyo, el pintor japonés del siglo XV, la nieve es el fondo del que, con más o menos intensidad, surgen los trazos suficientes, lo que asoma para que quien lo vea pueda imaginar su forma completa y detallada. Los quinientos años que hace que está pintado han convertido el fondo en un sepia un tanto pardo, nada que ver con el blanco nievil; lo que da la sensación de frío es, precisamente, la ausencia de las cosas, la emergencia de sus líneas esenciales. Es curioso que esa realidad aparecida, como si entornase la puerta para que entreviésemos lo verdadero, sirva como fundamento del realismo pero también de la pintura abstracta. En el momento en que las formas confusas del horizonte comienzan a cobrar sentido se produce también la sensación de recuerdo más intenso y duradero. Miro las ramas del cerezo, líneas negras muy quebradas, sugeridas por el dedo de nieve que las cubre y las funde con el suelo blanco. Bastarían esos trazos sobre un papel amarillento para que imaginásemos el frío.
En Europa la nieve es, como decía, dramática o infantil, pero en Japón está más quieta, más pensada como sensación de plenitud, de contemplar las formas esenciales de la existencia. Hay un placentero desdramatizar y al mismo tiempo engrandecer las cosas. Además, como es el segundo día, no es obligatorio estar mirando a todas horas. Uno empieza a convivir con ello, como si lleváramos meses viendo las mismas imágenes. Además arrecia la nevada. Tenemos abstracciones para rato.
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