Cuaderno de invierno, 16
Hace demasiado frío para empezar la poda, así que hemos abierto un bote de mermelada de albaricoque. La primavera pasada plantamos un arbolillo nuevo, pero el viejo albaricoquero, cuando casi lo creíamos moribundo, nos sorprendió cuajándose de frutos. Hubo que cubrirlo con una malla verde para que los pájaros no se ensañasen. Recogimos cestas de mimbre rebosantes de albaricoques. Subidos en escaleras y con sombreros de paja, pasábamos revista a cada rama para arrancarlos del árbol en el momento más adecuado. Pero eran tantos que para no atracarnos ni dejar que se pusieran feos llenamos unos cuantos tarros de mermelada y los metimos en el congelador.
Me gusta rastrear en los sabores el vínculo que une al fruto con la tierra, no con una máquina de acero inoxidable, algo que es más fácil con las hortalizas pero también, de otro modo, con los árboles frutales. En eso pensaba el dueño de una famosa fábrica de conservas, que sabía latín y le puso a sus mermeladas el nombre de Hero, la enamorada clásica, quien, viendo que su amado Leandro había perecido en la orilla después de cruzarse a nado el Helesponto (era invierno), se arrojó desde la torre donde cada noche le esperaba con una lámpara encendida, y se despachurró contra el suelo. Unos versos de Góngora, del romance Arrojóse el mancebito, dan idea de la textura de este tipo de mermeladas industriales, cuando Hero escribe su epitafio:
El amor, como dos huevos,
quebrantó nuestras saludes:
él fue pasado por agua,
yo estrellada mi fin tuve.
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