Cuaderno de invierno, 30
Leo La vida simple, el diario de Sylvain Tesson de cuando se fue a pasar seis meses a Siberia, en una cabaña junto al lago Baikal, no lejos de Irkustk, por cierto, la ciudad de donde salió el submarino que acabó en sarcófago y donde nacieron varios personajes de Otoño ruso. Me interesaba la relación entre frío y ascetismo, pero el libro, adornado, eso sí, con una porción de imágenes brillantes y francesas, da una idea trágica del frío (el hielo es un crujido permanente) pero cómica del ascetismo: hay pocas páginas en las que el protagonista no sea visitado por alguien o vaya él de visita. Si lo que quería es aislarse, no le hacía falta salir de su casa de París, pero aquí las horas de soledad, aun rebozadas de poesía y rayos blancos de sol que avanzan sobre el hule de la mesa, suenan más bien a insoportable aburrimiento, razón por la cual el protagonista se arrea una botella de vodka tras otra. El libro necesitaba que pasasen cosas, acontecimientos excepcionales, descubrimientos reveladores, experiencias inolvidables, en una cabaña de madera de tres por tres, en medio de la nieve y junto a un bosque de cedros centenarios. Tesson no se aparta nunca del espíritu juvenil robinsoniano, con el cuchillo grande de matar osos clavado en el cabecero de la cama, obligándose a pasar calamidades en viajes sin objeto a través de la ventisca, a treinta grados bajo cero, para encontrarse con guardabosques que no hablan y volverse otra vez por donde ha venido. Los episodios están narrados con espíritu de reportero audaz que visita los extremos pero finge callar lo más íntimo de cada encuentro, lo de siempre. Pero la novedad, el descubrimiento absoluto (el de quien vive, transitoriamente, como de vacaciones, en un sitio en el que ningún lector vivirá), son más bien contrarios al ascetismo, que siempre descubre lo que cualquiera puede ver. El asceta navega en la rutina, la mejor forma de no naufragar en las horas muertas, y esa rutina está distribuida para contemplar los distintos momentos del día, las diferentes formas de las lechugas, los cambios del tiempo. Al asceta le basta ver cómo se las ingenian las hormigas para entrar en el tarro de miel por más que le pongas una buena tapadera, como dice fray Luis de Granada en unas páginas maravillosas que en cuanto salga del hielo cinematográfico de Tesson volveré a leer con verdadera sed.
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