Cuaderno de verano, 65
Estaba leyendo el discurso de Cicerón en defensa de Sexto Roscio Amerino, hijo de un rico terrateniente de Ameria que consumía en Roma la mayor parte del tiempo, entregado a los lujos de la gran ciudad, mientras el hijo llevaba las tierras en el pueblo. Sexto fue acusado de matar a su padre, con quien parece ser que no mantenía buenas relaciones, y su defensa constituyó uno de los primeros éxitos de Cicerón, por aquel entonces un joven abogado de veintiséis años. En el discurso, apasionante y complicado, Cicerón esgrime un argumento que se ha convertido en lugar común del tópico del menosprecio de corte y alabanza de aldea. Dice que «entre las costumbres rústicas, en medio de una alimentación escasa y con esa vida dura y sin relaciones sociales, no suelen engendrarse delitos de semejante naturaleza». Y este crimen era propio del lujo y la avaricia, vicios típicos de la ciudad, porque la vida campestre, en cambio, «es maestra de austeridad, de economía doméstica y de justicia». Lo que suele traducirse como 'austeridad' en latín es 'parsimonia', curiosa palabra que nosotros ya no usamos así, por más que el diccionario conserve la acepción de sobriedad, sino con un sentido de tranquilidad un tanto peyorativo, es decir como sinónimo de 'melsa', 'pachorra' o 'cachaza'.
Mientras regaba el huerto me preguntaba por qué habrá sido esto así, y caía en la cuenta de que los labradores, salvo que ocurra un percance o sobrevenga una urgencia inesperada, nunca van corriendo a los sitios. La faena se hace poco a poco, distribuyendo el tiempo y los esfuerzos, sin cansarse antes de hora y sin necesidad. El labrador es sobrio en la distribución y aprovechamiento del trabajo, y por ahí digo yo que podrían relacionarse los dos significados, en apariencia tan contradictorios. Porque uno aprende enseguida la necesidad de trabajar con parsimonia, de no hacer las cosas a todo meter para ver si se terminan cuanto antes, porque con eso lo único que se acaba son las ganas de volverlas a hacer.
Esa parsimonia se traslada luego a todos los órdenes de la existencia, desde disfrutar de los placeres con sosiego a no ponerse nervioso ante los infortunios. El hombre de campo come y trabaja y camina y habla incluso con parsimonia, un poco con el ritmo de los días, que siempre parecen ir más lentos de lo que luego resulta que han ido.
Mientras regaba el huerto me preguntaba por qué habrá sido esto así, y caía en la cuenta de que los labradores, salvo que ocurra un percance o sobrevenga una urgencia inesperada, nunca van corriendo a los sitios. La faena se hace poco a poco, distribuyendo el tiempo y los esfuerzos, sin cansarse antes de hora y sin necesidad. El labrador es sobrio en la distribución y aprovechamiento del trabajo, y por ahí digo yo que podrían relacionarse los dos significados, en apariencia tan contradictorios. Porque uno aprende enseguida la necesidad de trabajar con parsimonia, de no hacer las cosas a todo meter para ver si se terminan cuanto antes, porque con eso lo único que se acaba son las ganas de volverlas a hacer.
Esa parsimonia se traslada luego a todos los órdenes de la existencia, desde disfrutar de los placeres con sosiego a no ponerse nervioso ante los infortunios. El hombre de campo come y trabaja y camina y habla incluso con parsimonia, un poco con el ritmo de los días, que siempre parecen ir más lentos de lo que luego resulta que han ido.
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