Cuaderno de verano, 46
Ya sé que suena un poco presuntuoso, pero es verdad: hay gente para quien el éxito en la vida es tener un jardín. Hay potentados que lo disfrutan en medio de la gran ciudad, o en una urbanización de lujo; otros se vuelven al pueblo, a la tierra de sus padres, y aun otros van buscando con candil unos palmos de tierra a la medida de sus posibilidades, en un sitio donde puedan ganarse la vida o pasarla tranquilamente cuando ya se la han ganado. Todo es cuestión de prioridades. Conozco ciudadanos que se han instalado fuera del mundo, más allá de su lengua y de casi cualquier contacto con el prójimo, solo por el placer de regar cada tarde unas enredaderas. Entre los jubilados, tener un huerto es como para otros jugar a la petanca por las mañanas, no exactamente lo que siempre quisieron hacer, sino lo que les llena, otro verbo de rara exactitud que usamos como si tal cosa. La tierra llena, llenan los cantos de los pájaros y ahora en agosto, de vez en cuando, unas sardinas a la brasa mientras esperamos que aparezcan las Perseidas. Agosto, en la edad adulta, es un ir de jardín en jardín, de vida en vida. La primera conversación nada más llegar y saludarse siempre se refiere a la lozanía de las uvas o a cómo se llama una planta, compartimos experiencias hortícolas como cuando antes compartíamos los libros, o aun antes los discos, o al principio los cromos y los tebeos. Y siempre hay alguien en la reunión que ni ha salido ni tiene previsto abandonar la ciudad, y al que todo lo que no esté liofilizado por el asfalto le parece una pérdida de tiempo, que nos mira con sonrisa complacida, como si pensara en lo bien que se está en su rascacielos, sin necesidad de regar nada, sin hierbas, sin bichos, sin pájaros molestos, sin ladridos de perros. Jamás cometerán la torpeza de mofarse de este intercambio de experiencias jardineras, ni tampoco de tomarlas como una etiqueta triunfal, qué tontería, pero veo en esa sonrisilla, mientras mastican el lomo de una sardina, el placer que da ver a un niño ilusionado con su juguete que corre a enseñárselo a un amigo. Sonríe pero también sabe que ese regreso a la inocencia es lo que mejor puede llenar este tranquilo estuario en que se va convirtiendo la vida.
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