Cuaderno de verano, 58
Ya era casi mediodía cuando ha venido un herrerillo a visitarnos, con su antifaz negro sobre las mejillas blancas, su pechera verde amarilla y su librea azul. No se asustaba de vernos, pero al escuchar el ruido de la cámara se ha subido al ventilador, y luego al marco de la ventana. Iría buscando la sombra, aunque ha tenido suerte de no estamparse contra los cristales y acertar con la estrecha abertura entre las puertas correderas. Vienen mucho, a beber agua en los platos de los tiestos o en los charcos que van dejando las mangueras, o cuando riego el huerto, antes de que se la trague la tierra. A veces, a las horas de más calor, abro una puerta que da al jardín y de los cerezos sale una bandada cuyo «tupido aleteo» me recuerda al poema de Safó, aunque en ese caso eran los gorriones de Afrodita, los pardales que llamamos aquí, de capa más parda, pero bastante parecidos a los herrerillos.
Supongo que son unos u otros (o los pájaros carpinteros, que al atardecer oímos taladrar los troncos de los chopos) los responsables de que este año casi no cogiésemos albaricoques, o que tengamos que embolsar los melocotones si no queremos que los estropeen. Aquí tienen la despensa y el abrevadero, y la rama donde descansar. En otros huertos manda el sol, y salvo que el dueño haya plantado chopos o cerezos bordes, más allá de la ribera pocos parajes tan boscosos tienen cerca como este. Nosotros nos hacemos cargo. Solemos tirar redes por los árboles pequeños, para que los dejen en paz, pero son listos y se meten por debajo, y luego saben salir. Otras veces disparamos al aire, sin perdigones, la escopeta de aire comprimido, y al principio se espantan y se van a las nogueras de la acequia, pero pronto descubren que no hay bajas entre ellos, que es ruido y nada más. De poner un espantapájaros ya ni hablemos: se subirían a él, lo cubrirían de lamparones, se pondrían a dormir en el sombrero. Pero pasa con ellos lo mismo que con las hierbas del huerto: podríamos fumigarlas, llenarlas de veneno y tenerlo limpio como la patena, pero tampoco son tantas las veces que hay que agacharse a quitarlas. Tampoco es tanta la fruta que se comen los herrerillos, y cuando la han picado, si la cogemos a tiempo, sirven para hacerlas mermelada.
Supongo que son unos u otros (o los pájaros carpinteros, que al atardecer oímos taladrar los troncos de los chopos) los responsables de que este año casi no cogiésemos albaricoques, o que tengamos que embolsar los melocotones si no queremos que los estropeen. Aquí tienen la despensa y el abrevadero, y la rama donde descansar. En otros huertos manda el sol, y salvo que el dueño haya plantado chopos o cerezos bordes, más allá de la ribera pocos parajes tan boscosos tienen cerca como este. Nosotros nos hacemos cargo. Solemos tirar redes por los árboles pequeños, para que los dejen en paz, pero son listos y se meten por debajo, y luego saben salir. Otras veces disparamos al aire, sin perdigones, la escopeta de aire comprimido, y al principio se espantan y se van a las nogueras de la acequia, pero pronto descubren que no hay bajas entre ellos, que es ruido y nada más. De poner un espantapájaros ya ni hablemos: se subirían a él, lo cubrirían de lamparones, se pondrían a dormir en el sombrero. Pero pasa con ellos lo mismo que con las hierbas del huerto: podríamos fumigarlas, llenarlas de veneno y tenerlo limpio como la patena, pero tampoco son tantas las veces que hay que agacharse a quitarlas. Tampoco es tanta la fruta que se comen los herrerillos, y cuando la han picado, si la cogemos a tiempo, sirven para hacerlas mermelada.
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