Cuaderno de verano, 57
Para San Roque bañamos a los mastines. No son perros de llevar los sábados a la peluquería, a que les hagan la permanente, ni tampoco creo que hubiese modo de meterlos, pero un par de veces en verano nos imaginamos que agradecen librarse del polvo y del pelo que aún no han acabado de cambiar y no se ha ido con las cepilladas que les damos cada tarde, y ellos cierran los ojos y levantan la cabeza, y se dejan hacer. Seguramente a su naturaleza les parezca un cuidado superfluo, es posible que incluso perjudicial, pero nos hacemos la ilusión de que así están más a gusto y mejor.
San Roque, amén de ser el santo que más se celebra por los pueblos de la zona (pero ya no le ponen su nombre a ningún niño), se hizo famoso porque un perro le salvó la vida, le llevó un trozo de pan cuando el peregrino se había retirado a morir al bosque, cubierto de llagas purulentas, después de curar a muchos enfermos y él mismo contagiarse, pero gracias a eso el dueño del perro lo descubrió, lo llevó a su casa y le ayudó a restablecerse. El primer jeroglífico que recuerdo me lo dibujó mi padre en un papel: dos líneas a escuadra, la horizontal encima de la vertical; por arriba salía una raya curvada como un signo de interrogación, y por un lado la misma pero tumbada. «¿Qué es esto?» El chiquillo se encoge de hombros. «San Roque y su perro meando en una esquina», dice papá.
Los mastines al principio están remisos al champú, cuesta sacarlos al sol y sigilosamente se ocultan entre los aligustres. Hacen falta mimos y sus buena dosis de paciencia: son inmunes a los gritos y a las órdenes tajantes, miran como si el que grita se hubiera vuelto loco, se dan media vuelta y se van. Pero en cuanto ya nos hemos hecho con ellos y sienten el agua templada y las caricias jabonosas, se quedan quietos, muy serios, aguantando el chaparrón, y luego, recién aclarados, se alejan tranquilamente hasta que llegan al cordel de la ropa tendida, y allí se sacuden como una centrifugadora ambulante hasta que lo ponen todo perdido; vuelven a mirarnos, igual de serios, y se retiran a sus aposentos. Eso sí, si barruntasen que estamos enfermos, no haría falta llamarlos para que viniesen con un trozo de pan.
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