Cuaderno de verano, 62
De los veinticuatro productos hortícolas con denominación de origen que hay en España, solo cuatro (espárragos, alcachofas, patatas y cebollas) tienen dos de diferentes procedencias; el resto (tomates, berenjenas, ajos, chufas, grelos y coliflores) tiene una cada una, salvo el pimiento, que tiene diez. España —sobre todo el norte, y dentro del norte Galicia— es un país de pimientos, hasta el punto de que comparte con el rábano, entre las verduras, el dudoso honor de ser la metonimia de lo que casi no vale nada.
Aquí hemos caído también en ese error. No todos los años hay tomates, a los calabacines los tenemos muchas veces que polinizar, las judías dependen de que no las queme el sol, los ajos se dan bien o mal…, pero los pimientos siempre salen, siempre son abundantes y siempre están buenos. Y no es raro, entre los dueños de los huertos, escuchar que Fulano tiene mano para los pimientos, que sería como decir que tiene un don para cultivar los bledos, otros que tal. Pero es verdad: en casa los tenemos junto a los tomates, siempre tan frondosos y acaparadores, que hay que ir atándolos a las varas para que no les den sombra ni se apoyen en ellos. Los pimientos no necesitan nada, apenas una varilla que en la mayor parte de los casos no les haría ninguna falta. Son los primeros en producir, ya sean los largos y elegantes italianos, de un verde claro y brillante, ya los gordos, tersos y carnosos de asar, de un verde más oscuro y apagado. Los unos no necesitan más que vuelta y vuelta de sartén a fuego lento, o mismamente crudos, en gazpacho o ensalada, y los otros sientan bien con cualquier relleno con que se los arrime a las brasas o se los meta en el horno. Entre las verduras, el pimiento es el hijo que nunca dio problemas, que aguantó las heladas y los tiempos de escasez, que siempre se mantuvo recto y laborioso, allá donde lo pusieran, mientras el padre hortelano se deshacía en esas otras variedades ingratas y delicadas cuya cosecha celebra con un ternero cebado, mientras los pimientos quedan como un acompañamiento vulgar. Criándose tan bien como se crían, no se comprende que todavía no haya una variedad autóctona, los pimientos de Valdeavellano, que nada tendrían que envidiar a los del Bierzo ni a los de Gernika, dónde vas a parar.
Aquí hemos caído también en ese error. No todos los años hay tomates, a los calabacines los tenemos muchas veces que polinizar, las judías dependen de que no las queme el sol, los ajos se dan bien o mal…, pero los pimientos siempre salen, siempre son abundantes y siempre están buenos. Y no es raro, entre los dueños de los huertos, escuchar que Fulano tiene mano para los pimientos, que sería como decir que tiene un don para cultivar los bledos, otros que tal. Pero es verdad: en casa los tenemos junto a los tomates, siempre tan frondosos y acaparadores, que hay que ir atándolos a las varas para que no les den sombra ni se apoyen en ellos. Los pimientos no necesitan nada, apenas una varilla que en la mayor parte de los casos no les haría ninguna falta. Son los primeros en producir, ya sean los largos y elegantes italianos, de un verde claro y brillante, ya los gordos, tersos y carnosos de asar, de un verde más oscuro y apagado. Los unos no necesitan más que vuelta y vuelta de sartén a fuego lento, o mismamente crudos, en gazpacho o ensalada, y los otros sientan bien con cualquier relleno con que se los arrime a las brasas o se los meta en el horno. Entre las verduras, el pimiento es el hijo que nunca dio problemas, que aguantó las heladas y los tiempos de escasez, que siempre se mantuvo recto y laborioso, allá donde lo pusieran, mientras el padre hortelano se deshacía en esas otras variedades ingratas y delicadas cuya cosecha celebra con un ternero cebado, mientras los pimientos quedan como un acompañamiento vulgar. Criándose tan bien como se crían, no se comprende que todavía no haya una variedad autóctona, los pimientos de Valdeavellano, que nada tendrían que envidiar a los del Bierzo ni a los de Gernika, dónde vas a parar.
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