Cuaderno de verano, 59
El bochorno de estos días se ha condensado en una tormenta ligera, nada de esos violentos chaparrones que nos tenían en vilo, pendientes de que el agua no armara ningún estropicio. Esta tarde los truenos sonaban lejanos, amortiguados, y las nubes no eran muy bajas ni muy oscuras. Una lluvia fina liberó el aroma de la tierra y parecía que iba a quedarse en otro amago de tormenta, cuando las gotas se van secando a medida que tocan la piedra. Pero luego aumentó la fuerza y se convirtió en un aguacero, no hasta el punto de desbordar los canalones ni arrastrar cantos rodados ni abrir cárcavas ni escorrentías, pero sí lo suficiente para que no hubiera que regar el huerto, para que los setos de aligustre recobrasen la lozanía, que ya estaban algo mustios, y las briznas secas de grama de la última siega se desmenuzaran y volviera el verde intenso a dominar el suelo del jardín. Ha sido una lluvia sin complicaciones, nada inquietante, y lo bastante duradera para que empapase bien la tierra. Así dan gusto las tormentas. Yo creo que si nos dejasen diseñarlas para refrescar el ambiente y quitarnos faena elegiríamos algo muy parecido. Ha sido como quitarle el polvo al huerto. Limpió incluso las hojas de las tomateras, que tenían viruta de los agujeros que horadan los bichos en las puntas de las varas, para chupar la poca savia que les queda. Esta mañana el melocotonero volvía a lucir sus hojas nuevas, tersas, de un verde más claro, y las de la catalpa, que son grandes y tienden a ponerse lacias, flotaban otra vez horizontales, como si el viento las levantara. Y eso por no hablar de las hierbas que han salido en el huerto de la noche a la mañana, que podría tomarse como el único inconveniente pero no lo es tanto porque la tierra está empapada y casi se arrancan solas. Eso sí, la lluvia da un poco de galbana. Me asomo al barandal a ver si cogen color los tomates y lo veo todo lleno de hierbas pero hay un regocijo en aspirar el aroma de la lluvia que me impide bajar a quitarlas. Y es bueno ser consciente del placer, «dichosos los labriegos que saben lo que tienen», dice Virgilio, que saben mirar desde lejos el sembrado, y saben gozar de la lluvia y mantener a raya el vicio del trabajo.
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