22.8.25

Edad

 Cuaderno de verano, 63

El mismo día que fui consciente de que había pasado los dos primeros tercios de este cuaderno, también me di cuenta de que había escrito tantas entradas como años tengo. Me acordé de un relato de Paul Auster, el que abre La invención de la soledad, sobre la muerte de su padre, creo recordar que a los 63 años. El narrador cuenta cómo quiso evadirse un poco del tumulto de parientes y amigos que habían ido al velatorio y se retiró al silencio de la cochera, donde estaba el auto que su padre acababa de comprarse poco antes de morir. Abrió la puerta, se sentó en el asiento del conductor y miró el salpicadero, y allí vio el número de kilómetros que le había dado tiempo a recorrer con él: 63.

Es frecuente usar las estaciones para referirse a las etapas de la vida. Se dice que un joven está en la primavera de la vida, y un señor maduro en el otoño, y un anciano decrépito en el invierno. Sin embargo, aunque a la edad adulta le corresponda el verano, nunca se usa para delimitar tiempo vivido. Nadie dice de alguien que acaba de morir: «Estaba en el verano de la vida». Eso no significa nada, en todo caso que no trabajaba. Llevo ya 63 entradas de este cuaderno, empieza ahora el otoño del verano, por así decir, y la canícula sería el verano del verano, una cierta plenitud indeseable. Del mismo modo que me alegro de haber entrado en el último tercio, de que digan que pronto empezarán a bajar las temperaturas, caigo en la cuenta de que una larga vida tiene tantos años como días una estación. Queda un tercio todavía, treinta y tantas entradas que deberán tener sentido, a no ser que un imprevisto acorte el cuaderno antes de tiempo, cuando, como suele decirse, aún no había dicho su última palabra.

En todo caso no le encontramos sitio al verano en las metáforas de la edad porque en el fondo es tiempo muerto, paréntesis y espera, obligación y tumulto, descanso agotador, incluso aquí en el campo, que es tiempo de abundancia, pero solo cuando el verano no es verano, cuando, al amanecer o al anochecer, en los rincones del día, deja que la vida sea normal. Luego, cuando empiecen a caer las hojas, el coche se volverá a poner en marcha, la vida volverá a rodar.

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