9.8.25

Alfaz

Cuaderno de verano, 50


Ya están segados los campos de alfalfa, el alfaz, como se decía por aquí. Ayer mañana eran una espesura de verdor a punto de espigarse, salpicada de flores azules. Por la tarde las debieron de cortar, y al amanecer el campo olía a pesebre, la máquina había dejado ringleras de tallos que parecían ordenados con la mano, y en unas pocas horas habían empezado a perder el color. La dejarán unos días hasta que se seque, y luego traerán la empacadora, porque no creo que venga ningún campesino a recogerla en brazados y atarlos con un vencejo. Igual se la comen las ovejas de la masada de Artigot, con su seriedad rumiante, o a lo mejor esta, como la de Castelserás, también se la venden a los flojos sabeos para que alimenten a sus purasangre. 
«Lo que nos da de comer es la ciencia», me decía, con un deje de resignación, el granjero de más abajo, que está en la edad de haber llegado tarde a los tractores, mientras cortaba unas pocas mielgas (que no es exactamente lo mismo que la alfalfa, según me ha dicho) para echárselas a las gallinas. Pero él antes plantaba alfalfa para darles de comer a las ovejas, que yo lo he visto cortarla con la dalla, ese apero siniestro que se maneja en un giro rítmico del cuerpo, con cadencias bien medidas, no sea que se escape la hoja y te des un tajo en el pie. Aquí tenemos una que alguna vez me he puesto a usar, aunque ya está un poco roma, y en efecto es un giro que parece un baile, al menos cuando se dan los primeros pasos, luego los riñones no dirán lo mismo, imagino. 
Pero enseguida la dejé. Me da miedo no solo porque siempre la asociamos con la muerte, sino por una historia que contaba mi abuelo, que había nacido en la ribera del Alfambra, sobre un vecino que estaba segando alfalfa con la dalla. Le apareció entre las matas una culebra tremenda, mitológica, como una anaconda de grande. El labrador mantuvo la serenidad y cuando el monstruo reptó hasta sus pies colocó la dalla junto a él. La serpiente, creyendo que apresaba al campesino, se fue cortando en rebanadas gordas como mortadelas. El hombre no sufrió daño alguno, pero fue tal la impresión que allí mismo cayó muerto, sin que la culebra le hubiera hecho nada.

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