Cuaderno de verano, 56
Hace años le saqué una utilidad inesperada al atuendo de las fiestas de verano, que llevaba mucho tiempo arrumbado en el armario donde lo había metido cuando di por terminada la dichosa juventud. Estaba poniendo un suelo de madera (la gran obra que voy a legar a la humanidad) y entre el esfuerzo y el calor me caían de la frente unas gotas como medallones. Con la gorra no era suficiente, de modo que empecé a buscar algo más eficaz, y cuando vi el traje olvidado me dio por desplegar la faja de algodón descolorido, al estilo de las que se llevan en San Fermín, y me la lie a la cabeza como un turbante oriental. Y fue un acierto: cesó el derramamiento de sudor y encontré alivio al sofoco. Parecía uno de esos hindúes que rellenan en cuclillas moldes de celosías, tan campantes bajo un sol de justicia.
El otro día me volvió a ocurrir algo parecido. El sombrero de paja estaba tan empapado que empezaba a destrenzarse, el calor iba en aumento y cavar la tierra no era el mejor medio para combatirlo. Y me volví a acordar del atuendo tradicional, esta vez del pañuelo de hierbas, de algodón basto con cuadros azules sobre fondo blanco. La gente ahora lo lleva anudado al cuello, pero en los grabados antiguos y en algunos trajes regionales se ve a los campesinos con él atado a la cabeza como los pañuelos de pirata. Y fue, de nuevo, una sabia decisión. El pañuelo enjugaba el sudor sin calentarme la cabeza, y encima podía llevar el sombrero de paja. Reducimos las tradiciones a su condición de adorno, molesto muchas veces, y nos da vergüenza usarlas para lo que fueron inventadas.
Y no solo lo llevo en el huerto. Me lo pongo también debajo del sombrerete de pescador para salir a pasear, con mis alpargatas de cáñamo, mi camisa blanca arremangada y mis pantalones de sarga fresca, mientras a mi lado pasan, sobre todo en días como hoy, ciclistas disfrazados como para un ataque nuclear y corredores con prendas de última generación, culotes transpirables, camisetas inteligentes, gafas con GPS y zapatillas con propulsión a chorro, armando ruido, levantando polvo, perturbando el equilibrio. Me ven pasar tan pincho con mi vara de mimbre y se sonríen. Qué sabrán ellos, lo bien que me lo paso en mis viajes por el tiempo y por el diccionario.
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