Cuaderno de verano, 48
Ayer hizo nueve años que trajimos a Galán. Era el más manso de los hermanillos, el menos voraz, pero en su mirada tranquila se veía que no tenía miedo, sobre todo a que lo tratásemos mal. Y así ha sido, y así será. Galán nos regaló su nobleza infinita, por más que vayan pesando los años y empiece a costarle subir las escaleras para asustar con un ladrido algo cascado a quien merodee al otro lado de la valla. Jamás lo hemos oído gañir ni quejarse de nada. En alguna ocasión detectamos que renqueaba un poco, porque se había clavado una púa en la almohadilla, o porque en nuestra ausencia, en una de esas carreras de ciclón, se habría caído de morros al resbalarse con las acículas mientras bajaba la cuesta a toda pastilla. Una vez se le encajó un sarmiento en la mandíbula, y se dejó que le metiéramos la mano para sacárselo, y luego nos lamía. Otra vez se quedó despatarrado y no se podía mover. Esperó hasta que llegásemos sin decir ni pío, se dejó hacer mientras lo cogíamos por las corvas y poníamos de pie sus casi ochenta kilos de mastín. Al principio titubeaba un poco, pero dio unos pasos y nos miró con esa misma seriedad agradecida, esa tierna solemnidad.
El invierno se echó encima y Galán no es perro de estar amorrado a la chimenea: por más que le preparásemos un refugio en condiciones, se pasaba las horas recorriendo sus dominios, aparatoso y delicado, cauteloso y tremendo; si se pone contento y se arrima igual casi te tira al suelo, pero jamás ha roto el tallo de ninguna flor. Como no nos gustaba nada que estuviera solo, muy pronto llegó Morena. Y ahí siguen, grandes, fuertes, firmes con los ruidos infrecuentes, imponentes con la más leve amenaza, nunca empalagosos ni pesados, pero dulces, atentos, siempre cerca, tan solo para cerciorarse de que todo está como tiene que estar.
Ha vuelto el calor sofocante y cuando el sol sube a lo alto se meten en la galería, se tumban en las losas de rodeno, se dejan acariciar por el ventilador. Y en cuanto empiecen a barruntar movimiento se pondrán de nuevo en marcha y nos seguirán allá donde vayamos, y se acostarán en la hierba como si no estuvieran pendientes, solo para sepamos que no hay de qué preocuparse mientras ellos estén junto a nosotros.
El invierno se echó encima y Galán no es perro de estar amorrado a la chimenea: por más que le preparásemos un refugio en condiciones, se pasaba las horas recorriendo sus dominios, aparatoso y delicado, cauteloso y tremendo; si se pone contento y se arrima igual casi te tira al suelo, pero jamás ha roto el tallo de ninguna flor. Como no nos gustaba nada que estuviera solo, muy pronto llegó Morena. Y ahí siguen, grandes, fuertes, firmes con los ruidos infrecuentes, imponentes con la más leve amenaza, nunca empalagosos ni pesados, pero dulces, atentos, siempre cerca, tan solo para cerciorarse de que todo está como tiene que estar.
Ha vuelto el calor sofocante y cuando el sol sube a lo alto se meten en la galería, se tumban en las losas de rodeno, se dejan acariciar por el ventilador. Y en cuanto empiecen a barruntar movimiento se pondrán de nuevo en marcha y nos seguirán allá donde vayamos, y se acostarán en la hierba como si no estuvieran pendientes, solo para sepamos que no hay de qué preocuparse mientras ellos estén junto a nosotros.
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