2.8.25

Cucurbitácea

 Cuaderno de verano, 43

Las cucurbitáceas tienen algo de descomunal, como esas especies colosales de los cuadros mitológicos, que sacian el hambre de los gigantes. Plinio el Viejo habla de dos clases de calabazas, unas rastreras y otras colganderas, que trepan por las pérgolas y proyectan una sombra tenue, con pedúnculos muy finos de los que cuelgan pesados frutos «que la brisa no menea». Debe de referirse a esas ornamentales que una vez compramos en un mercado de Portugal y fuimos guardando las pepitas. 
En todo caso son enormes, y no todos los años plantamos calabazas porque colonizan el espacio con hojas como parasoles y sus guías trepan por los árboles y las paredes, si bien es cierto que donde crecen no salen hierbas apenas. Lo que sí ponemos siempre son calabacines, cucurbitáceas americanas que al parecer no conocieron los romanos, o pensaron que era otra clase de pepino porque los tratadistas no los mencionan por separado. Pero son igual de grandes y hay que darles mucho espacio para que desarrollen sus tallos gruesos como trenzas de Berenice. Compensan, eso sí, porque una vez que han florecido (y conviene polinizarlos con un bastoncillo, para que no se queden desmedrados o se pudran a mitad de crecimiento) y empiezan a echar fruto no hay manera de pararlos: a poco que te descuides se hacen unos calabacines como proyectiles antiaéreos, que saben igual de buenos pero la carne está un poco más dura. Por más que congelemos para ir teniendo luego, cuando empiezan a salir no hay día que no subamos con la cesta llena ni que los comamos rebozados o a la plancha, o rellenos, o hechos puré. 
La Arcadia debía de estar llena de cucurbitáceas, con «la calabaza que el septiembre arranca», según nos dice fray Plácido de Aguilar, y es «custodia del licor que a Baco alienta». En la Edad de Oro, antes de las carestías y las especulaciones, todo debía de estar lleno de pepinos y calabacines, y ninguna fruta era más rica que «el letrado melón que el necio alabe, pues las letras profesa que no sabe», en retorcido concepto con el que el fraile mercedario se refería a la piel rayada, como llena de muescas de navaja, mensajes en clave como los que adornan las cortezas de los árboles, mientras el hombre primitivo echaba la siesta y el mundo le proporcionaba el sustento sin que tuviera que matarse a trabajar.

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