31.7.25

Naturaleza

 Cuaderno de verano, 41


La naturaleza sigue a su aire. Cada invierno tengo que arrancar los sarmientos de una parra medio silvestre que se encaraman hasta lo alto de un desmayo. Ya he contado cómo, mientras el vecino quemaba el ribazo, en un descuido el fuego cruzó la acequia y la socarró completamente. No quedó más que un palo negro retorcido, como el de una cerilla. Y sin embargo volvió a brotar, y con más fuerza todavía, y a pesar de que digan los manuales que la vid no necesita mucho riego porque si no solo echa hojarasca, esta está llena de racimos, y se aferra a la valla y saca la cabeza por entre los ailantos pestíferos que han ido creciendo alrededor, y se vuelve a agarrar al tronco del sauce y sube hasta la misma copa. Más cerca de la casa, en el terreno que mandan los cánones, con las podas y los riegos oportunos, asperjando azufre cuando toca y aclarando los racimos para que entre el sol, cuando el bicho dice que este año no habrá uvas más vale que las demos por perdidas, porque por mucho que nos empeñemos no sacaremos más que cuatro tristes botellas de vino. 
Todo tendrá su explicación y a veces pienso incluso en cortar antes de tiempo esos sarmientos tan enormes que le salen, no vaya a ser que esa parra se rija justo por lo contrario que las otras, que su espíritu salvaje necesite la inclemencia del azar y los errores de quien trata de domesticarla. A esta le salen las uvas con un hollejo más duro, coriáceo, inasequible a las avispas y otros bichos que intentan succionar la pulpa. Hasta los pájaros, más comodones, se van a las vides más cuidadas, por mucho que las embolsemos. Aquí, en vez de comerse las uvas han hecho un nido, aprovechando la consistencia del sarmiento y una rama seca del sauce, que quizá no tenga tanta salud, o la parra se la esté quitando.
Esa parra me recuerda a los ancianos que se hicieron centenarios sin que los viera el médico, que pasaron por guerras y por hambrunas, que vieron nacer y morir a quienes acaso tuvieron más suerte en la vida. De ellos siempre se alababa su naturaleza, qué naturaleza tiene, se decía. Para hablar de los débiles, sin embargo, nunca se empleaba esa palabra, como si solo sirviera para referirse a los que sobreviven.

30.7.25

Pepino

 Cuaderno de verano, 40


En nuestro exiguus hortus, lo más parecido al pleno rendimiento se produce cuando salen los pepinos y están disponibles los cinco ingredientes de un buen gazpacho, que, además del cohombro, son el ajo, el pimiento, la cebolla y el tomate. Los otros tampoco vienen de muy lejos: el aceite es de aquí al lado, de las tierras del Alto Mijares, según se empieza a descender hacia el Mediterráneo; el vinagre lo hace un primo mío, y la sal, a la espera de que se recuperen las salinas históricas de Arcos o de Ojos Negros, sigue siendo del supermercado. Nos gustan aquellos platos cuya variedad solo radica en la exquisitez de sus productos, siempre los mismos, y en la buena mano al cocinarlos. A combinaciones tan suculentas como el gazpacho no hay que tocarles ya más, no merece la pena introducir ningún elemento nuevo ni buscar su esencia líquida: en un restaurante de La Rioja nos sirvieron un —dijeron— gazpacho que era un dedal de agua con sabor a tomate. A mí esas mistificaciones me ponen malo. Un gazpacho no está bueno por lo nuevo que le añades sino por cómo te sale. De uno tan sólo dependen las cantidades y el mimo con el que hayas cultivado sus componentes. 
De las otras hortalizas ya hemos dado el visto bueno: aprobamos con nota los tomates y los ajos, las cebollas no nos han decepcionado y dedicaremos una entrada a los espléndidos pimientos, pero hoy era el día del pepino, refrescante y suave, nada repetitivo, y menos si se le echa al gazpacho una tira de la monda. Propercio lo llama caeruleus, verdinegro, como el mar profundo, y Paladio da una porción de sabias instrucciones sobre cómo cultivarlo, «en surcos separados de medio pie de altura por tres de ancho», con ocho pies de espacio entre ellos para que se puedan extender. Según él les convienen las hierbas y no es menester escardarlos. Aparte de algunas otras consideraciones para que salgan blancos y dulces, Palacio cita a un tal Gargilio Marcial, que dice que «si la flor, tal cual está en su planta, se mete en una horma de barro y se ata, el pepino tomará una forma igual que el rostro de la persona o animal que tuviera el molde». No sé si hacerme un vaciado y comerme a mí mismo en forma de pepino. Eso sí que sería alta cocina.

29.7.25

Paja

 Cuaderno de verano, 39


Las orillas del camino y los gallipuentes están cubiertos de paja, el equivalente a varias alpacas esparcidas por toda la ribera, que van soltando las cosechadoras cuando salen de los bancales y a nadie le compensa recoger, y que, cuando el viento y la lluvia conviertan en briznas grisáceas, acabarán descompuestas entre los barbechos o disueltas en las aguas del río. Pero hasta entonces, recién cortada, tiene un hermoso color y da gusto pisarla. 
En pintura, el color de la paja (el amarillo pajizo, nombre tan habitual en los manuales de interiorismo como en la coloración saludable de la orina) se consigue con amarillo cadmio aclarado con blanco y calentado con naranja terroso, pero en cualquier caso es un tono fugaz que dura lo que tarda el rocío en mojarla, el viento en apagarle el brillo, el sol en borrarle los matices. Al día siguiente paso por los mismos rastros y ya son pajas grises, trilladas por las ruedas de las máquinas, que por la noche suenan como camiones —aquí que el resto del año no se oye más que los grillos y algún ladrido—, hasta que llegan al ribazo y ponen la bocina intermitente cuando dan marcha atrás. Son pocas noches. Viene agosto, anuncian lluvias, tendrán que darse prisa.
Ya quedan pocos campos sin esos rulos enormes que difícilmente un hombre solo podría manejar, aunque alguno queda con la alpaca de siempre, la que se carga tirando de las cuerdas y apoyándola en los muslos, hasta llenar el carro con un volumen enorme que parece sostenerse de milagro. Con esas alpacas, antes de guardarlas bajo techo, se han levantado hermosas construcciones, templos circulares, auditorios en espiral, incluso casas enteras que son la última palabra en aislamiento sostenible, aunque a uno le hubiera gustado vivir la época de los almiares, cuando «la rubia paja» se guardaba sin empacar, como esa siesta de Van Gogh, o el amor adolescente de Neruda —según su propia versión…—, o la «cuna dorada» de la pera gongorina. Alguna vez escuché la expresión «a la pajera» en vez de «a dormir». Los pajares que ahora veo derruidos, como volviendo a ser la tierra de donde salieron, fueron lugares de abrigo y de fuego interior, de cría y de alimento, de juego y de secreto. En los días de siega, antes de que la echaran a los animales, nunca hubo lecho tan mullido para trabajo tan agotador.



28.7.25

Fresco

 Cuaderno de verano, 38


«Ya se ha jodido el verano», se decía antiguamente (esta vez un antiguamente difuso y cercano, de cuando éramos pequeños y oíamos hablar a los abuelos, que lo usaban para referirse a sus años mozos o a todo lo que hubiera sucedido antes del desarrollismo), cuando a finales de julio venían estos días frescos de desplegar la colcha y cerrar por las noches las ventanas. Si además se preparaba un par de tormentas seguidas, había que ir sacando del armario las chaquetas y los refranes del año anterior, «en agosto, frío al rostro», con ese sentido anticipatorio, un tanto exagerado, con el que se dice aquel otro de «en febrero, busca la sombra el perro».  
Para mí es una excelente noticia que a las siete de la mañana convenga echar mano de la chambra, por más que cuando el sol empiece a calentar haya que llevarla atada a la cintura. Pero las cosas han cambiado. Los perrillos de un cercado que a estas horas ya suelen haberse metido a la sombra descansan al sol —y no estamos en febrero— hechos un ovillo, y hay un gato subido a un tejado, en su vertiente sur, sentado junto a la veleta. Algunas plantas han reaccionado al fresco: los carrizos están más tiesos y envarados; a las lechuguillas, que parecen cardos desmedrados, les han salido unas flores amarillas diminutas, e incluso hemos visto un estramonio en flor. En los campos recién segados empiezan a brotar los ricios, y a la orilla del camino los manzanos están cuajados de pomas. Es como si el verano hubiera declinado y quedaran víctimas por el camino, sobre todo las que no son propias del lugar: los gladiolos, por ejemplo, tan rampantes el otro día, ya están un poco pochos, y alguno medio seco.
Pero donde más se nota el cambio de tiempo es en el agua, que suena más fría, y no es una sinestesia. El calor la enturbia un poco y ahora suena más rápida y más dura, más burbujeante en los saltos mínimos que hay en la acequia. En el lecho se ven los nítidos contornos de las piedras, como con la transparencia del deshielo. Me inclino para meter la mano y enseguida se me pone colorada y siento un frío vivificador que no me da nostalgia de ninguna clase. Ojalá sea cierto y de pronto se haya ido el verano. No caerá esa breva.

27.7.25

Bignonia

 Cuaderno de verano, 37


Otras plantas trepadoras, en cambio, son más resistentes y menos peligrosas, pero también, como suele suceder, más sencillas y peor consideradas. Es el caso de la bignonia, con sus flores en forma de trompetilla o de vieja gramola, de color naranja, que crecen sin molestar a nadie, sus finas hojas dentadas no abruman con su sombra y sus delgados tallos se van haciendo cañas como las de la flor del ajo, y su tronco no engorda tan deprisa como el de la yedra ni va buscando a propósito dónde causar problemas. Las he visto en los pueblos de la contornada, a veces en el mismo alcorque donde crecen los dondiegos, en la puerta de las casas, o subidas a una tapia, a modo de barderas. De hecho son al mundo de las trepadoras lo que los dondiegos al de los setos: delicadas flores humildes, complejas formaciones corrientes, intensos tonos vulgares. Conozco gente que se entusiasma contemplando una gardenia pero estas flores le parecen feas, otra prueba de cómo la abundancia y la feracidad genera prejuicios de clase, y de cómo estos prejuicios nos trastornan el sentido estético. A nosotros nos encantan, y a pesar de que las raíces se extienden bastante y de vez en cuando hay que arrancar algún brote alrededor (nada comparable, ni de lejos, a los antipáticos ailantos,  que asoman por todas partes, ni siquiera a las retículas extensas de los álamos), que se deja segar como parte de la grama porque sale con un tallo muy fino y flexible que incluso es agradable a la vista mientras no eche a crecer, a pesar de todo eso las cuidamos, las regamos y les preparamos soportes nuevos para que sigan ascendiendo por el muro y compitan en pie de igualdad con las yedras avasalladoras o las frondosas glicinias, nada de lo cual les resulta necesario porque las bignonias, además de bellas, son muy sufridas. Pero nos queda ese otro prejuicio, el de identificar la hermosura con la fragilidad, que quizá sea un gesto de reconocimiento por nuestra parte, tratar con mimo a quien no lo necesita, como esas mozas del partido del Quijote a las que alguien, de buenas a primeras, agasaja, por primera vez en su vida, como damas de alto copete. Las mismas bignonias, si no tuviesen ese naranja oscuro tan llamativo, se sonrojarían si nos vieran tratarlas como a raras especies en peligro de extinción.

26.7.25

Yedra

 Cuaderno de verano, 36


Y no solo en el huerto hay que escardar las malas hierbas. El verano es un constante crecer de lo que sobra, una permanente ampliación innecesaria. En los frutales brotan hojas nuevas que no tendrán más flores de las que salgan frutos, las zarzas voraces engordan con la sed, a los membrillos y a los ciclamores les salen chupones que nos llegan hasta el cuello, y que cada poco tiempo hay que meterles la tijera. Pero esto, más que podar, es desbrozar, impedir que todo se enmarañe «de abrojos y lampazos», tratar de que las hojas no arguellen los frutos, de que la feracidad no sea infértil, de que la abundancia no provoque la escasez.
Pero además de los hierbajos oficiales hay otros más arteros y dañinos, de buena presencia y prestigio poético, sobre todo la yedra, cuyas virtudes líricas creo que ya hemos glosado, con sus hojas tersas, lozanas, como barnizadas de un verde profundo, que sin embargo van metiéndose por donde no deben, y tapizan el feo muro de cemento pero también se cuelan por los mechinales, y cubren la fachada del cobertizo pero se incrustan sigilosamente en las finas grietas del enlucido, hasta que el tallo ha engordado lo bastante como para abrir una brecha en los ladrillos. En una jardinera de obra hay una hermosa yedra que cuelga como el cabello de una dríade y serviría como fondo de un retrato, pero ya nos ha hecho en el murete que la contiene una raja de dos dedos de ancha que amenaza con tirarla abajo. Hay que estar al tanto de los rincones en los que se junta la fachada con la acera, en los que sobresale la huella de la escalera o el alféizar de la ventana, o en el mismo alero del tejado, bajo el que se desliza con disimulo hasta que de pronto hay unas cuantas tejas levantadas o aparece por el techo alguna mancha de humedad.
De modo que, entre la inagotable —y agotadora— labor del verano, no es lo último contemplar la bella estampa del muro revestido de verdor sin inspeccionar bien las grietas y agujeros, y no tener piedad cuando se descuelga la podadera. A la yedra le da lo mismo: de cuajo habría que arrancarla para que no siguiera perforando hasta las lápidas de mármol, y aun así no necesitaría más que tiempo y olvido para volver a destrozarlo todo.

25.7.25

Método

 Cuaderno de verano, 35


Aquí hacemos las cosas como antiguamente, pero no como las hacían nuestros abuelos sino como era costumbre hace dos mil años. La razón es tan gratuita como el mismo hecho de cultivar un huerto: el campo está más allá del tiempo. Salvo los odiosos ailantos, que algún mercader sin escrúpulos trajo hace tres siglos de la China, y las lánguidas catalpas, todo lo que veo desde esta silla en la que escribo podría haberlo visto un turboleta de antes de Cristo, o un románico mudéjar más de mil años después. Imagino que entonces ya estaría la Digitaria sanguinalis, la pertinaz pata de gallina que, junto con la infatigable grama, la verdolaga y la cincoenrama, se adueñó en dos días del trozo de huerto donde tenía puestos los ajos, y que ahora estoy cavando para plantar las últimas alubias de la temporada. 
Los antiguos, sin embargo (y no tan antiguos, porque todavía es apero común), usaban el rastrum, un azadón con dientes o púas, lo que por aquí se llama los ganchos, que no es lo mismo que la azada (sarculum) ni que el rastrillo (rastelli). Tenía un cabezal de hierro puesto en ángulo recto a un mango de cierta longitud, normalmente con dos dientes (de ahí bidens, como los corderos para el sacrificio), pero a menudo hasta cuatro, de donde los rastros quatridentes de que habla Catón. El fossor, el cavador, levantaba en el aire el cabezal, sostenido por el mango, y lo bajaba de golpe; luego, tirando del rastrum, arrancaba un terrón, de modo que pudiera desmenuzarlo dándole la vuelta, con la parte de atrás a modo de martillo. 
La literatura antigua sobre este asunto es abundante, pero ahora lo que me sorprende es que no usaran la laya, que es palabra vasca a la que ellos llamaban furca (de donde viene el inglés fork, por su forma de tenedor), pero no tan consistente como para voltear la tierra con ella. No solo es curioso que prefiriesen doblar el espinazo para clavar los hierros en el suelo apelmazado, en vez de hincarlos empujando con el pie como se empuja el palanquín, sino que trabajaran pisando lo recién cavado en vez de lo todavía por cavar. Pero hay dos cosas que seguro que no han cambiado: que, con apero o sin apero, las hierbas tienes que arrancarlas con los dedos, y que al día siguiente ya han vuelto a salir. 

24.7.25

Noche

 Cuaderno de verano, 34


No corre una gota de aire, la temperatura no es tropical ni es necesario el ventilador pero la noche parece más inmóvil, como más cansada. La luna menguante apenas deja que se vean desde la cama los contornos de los árboles, todo es una masa informe que oculta las estrellas. En el silencio absoluto se oye el maullido de un gato. Es una cría, sin duda, si no recién parida, poco le faltará. Estoy a punto de levantarme, porque un gatico desvalido en mitad de la noche no tiene mucho porvenir. Cada pocos segundos lanza el mismo maullido, agudo, tierno, desesperado, pero los perros no charten, que es como por estos pagos se llama a decir algo, en este caso ladrar. Sigo escuchándolo pero si no escucho sus aullidos ni hacen retumbar las paredes con sus carreras es porque no le han hecho el menor caso, y eso puede ser porque el gatico esté más allá de la linde, y por tanto fuera del alcance de los mastines, o porque actúen igual que con cualquier cachorro, aunque sea macho, que lo huelen y se desentienden. Es posible que el maullido sirva tanto para llamar a la madre como para identificarse como un ser inofensivo, el caso es que aguardo unos momentos, aguzo el oído, contengo la respiración, y como mucho percibo el tranquilo respirar de Galán, tumbado en la hierba, esperando la brisa. El gatico maúlla unas pocas veces más y luego calla. ¿Ha venido la madre a recogerlo? Muy sigilosa ha debido de ser, porque no se ha escuchado el frufrú de las hierbas cuando se acercaba. ¿Habrá sido otra la alimaña que ha dado cuenta de la criatura? Quién sabe, pero no escuchar esos maullidos me tranquiliza, no por pensar que la madre ha venido a su encuentro sino porque se me estaban clavando en el alma. Es difícil imaginar tanta indefensión, tanta exposición a cualquier mínimo peligro. Alguna mañana, cuando bajo al río, veo alguno que no tendrá más de una semana, con los ojos que se le salen de la cara, pero ya es ágil y despierto, y mira, calcula y se escabulle, y en la noche se esconde, y ya no llama a su madre. Si ese se despista, los mastines no se lo tomarían como si tal cosa. El silencio me justifica. No voy a salir, pero sigo escuchando los sonidos de la noche.

23.7.25

Tomate

 Cuaderno de verano, 33


Todo es un poco tardío este verano (tardinero, como diría el Arcipreste), y se ha hecho esperar la ceremonia del primer tomate, el momento en que vemos uno lo bastante maduro para arrancarlo, lavarle las salpicaduras de tierra, colocarlo en un plato, abrirlo por la mitad y, como si se tratase de una ofrenda a la diosa Pomona, observar contritos si ha salido carnoso, si las pepitas tienen buen color, algo verdosas por el borde, y sin echar todavía nada de aceite ni sal, cerrar los ojos y probarlo. No es que seamos expertos catadores ni nos dediquemos a la ingeniería genética. Nos conformamos con que el tomate sepa a tomate, con su punto de dulzura y acidez, con su carnosidad jugosa, pero sobre todo con algo que podríamos llamar sabor a mata. Del mismo modo que las ostras están buenas porque son como morder el mar, los tomates lo están porque saben como si se pudiera dar un bocado al huerto sin llenarse la boca de tierra. Otros años por estas fechas bajábamos con las cestas y las cargábamos de tomates gordos, maduros, abundosos, que había que pelar para meter en conserva antes de que empezaran a estropearse, y así todos los días, triturándolos para el gazpacho, refregándolos en rebanadas de pan tierno, o simplemente metiéndonos entre las varas para escoger uno cualquiera, limpiarlo con el pañuelo de hierbas y allí mismo darle una dentellada.
Pero aunque haya habido que esperar, y no estén listos unos tomates valencianos que en principio eran los que primero recogeríamos, no nos hemos resistido a probar dos más bien pequeños, de la variedad de corazón de buey, que es la que más me gusta, tanto por lo sabrosos que salen como por su propio nombre, que cuando se hacen grandes, con estrías, entre cónicos y helicoidales, les va que ni pintado. De hecho la primera vez que los plantamos fue porque nos llamó la atención que se llamasen de un modo tan entrañable.
Todo llega. Más de una vez nos hemos lamentado de tanto trabajo, tanto cavar la tierra, tanto clavar las varas y tan minuciosamente atarlas para que ninguna rama se descolgase ni, a ser posible, dañásemos ninguna flor al agacharnos para arrancar las hierbas. Pero al final ha habido al menos una muestra con que oficiar el rito, para que, pase lo que pase, el verano no sea del todo baldío.

22.7.25

Respiro

 Cuaderno de verano, 32


Los días están dando un respiro. No hay que cerrar la casa a cal y canto nada más que regresamos del paseo, para que el calor no se cuele con la luz, y los trinos mañaneros duran por lo menos hasta mediodía. Por las noches no hace falta abrir las ventanas de par en par, sino lo justo para que corra el aire, igual que en El humo dormido decía Gabriel Miró que le gustaba escuchar el armónium de la iglesia sin las puertas abiertas del todo, porque «abrir del todo es poder escucharlo todo, y se perdería lo que apetecemos en el trastornado conjunto». Yo también prefiero esa lejanía de entretiempo, que las cosas no suenen claras del todo, que la realidad asome, se entrevea, invite a entrar en ella, pero no se exhiba ni abrume. En todo caso es preferible disfrutar del concierto de pajarillos que de las chicharras que dan la sensación de que la tierra entera se esté asando, y de los gallos que se animan a cantar hasta bien entrada la mañana y no callan como acobardados durante todo el día. Hay una temperatura que pone a funcionar la vida, como si los animales saliesen de sus guaridas con ganas de charlar. Incluso se podían ver por el camino los caballos que no vemos casi nunca porque permanecen a la sombra, resguardados en un establo con el techo de hojalata, muertos de calor. Esta mañana, sin embargo, había uno pastando en el ribazo de la acequia y espantándose las moscas con la cola. 
Llevamos una semana de canícula, podía ser peor; pero las mieses ya se han secado después de las últimas lluvias intempestivas y también han salido a pasear las cosechadoras. La vieja John Deere de la masía del Campano, que siega los campos de trigo y de cebada, ya estaba aparcada debajo de un nogal, y la tierra con espigas granadas que temíamos que con las humedad les entrara el añublo ya son unas cuantas hiladas de paja limpia y seca. A lo mejor pasa mañana por aquí la empacadora, y por la noche algún animal duerme con la cama nueva, tan a gusto como nosotros. A partir de hoy escucharemos el trastornado rumor de las cosechadoras que trabajan por la noche, con focos potentes que van a ras de tierra y al principio suelen alarmar a los mastines, pero pronto se acostumbran.


21.7.25

Caracol

 Cuaderno de verano, 31


Durante el paseo mañanero veo muchos rastros de baba que cruzan el camino. Son de caracoles que han salido por la noche para alimentarse por los setos de saúco, y al amanecer regresan a la ribera del río. No todos llegan. Para ellos esa estrecha franja es un desierto pedregoso, un cenizoso llano en el que se clavan las esquirlas de la grava y avanzan malamente por la arena. A muchos les sorprende el sol en medio de la travesía, y debe ser un suplicio sentir cómo se seca su recubrimiento mucilaginoso, pierden las fuerzas y más de uno se queda metido en su caparazón, a merced del intenso calor, cuando no es aplastado por una rueda, o incluso por alguna suela de alpargata. Yo voy mirando los hilos brillantes que dejan a su paso, y cuando encuentro alguno que ha salido tarde de su escondrijo nocturno lo dejo metido entre las hierbas a la orilla del río. «Los sin hueso», como los llama Hesíodo, han entrado a formar parte del cada vez más amplio catálogo de criaturas que nos inspiran cierta ternura, o que al menos evitamos matar por puro gusto, aunque sea para la paella. Recuerdo cuando al cesar la lluvia salíamos a buscarlos por los ribazos de los huertos, y los teníamos a dieta de romero en flor metidos en un jaulón que aún andará por ahí. Cuando ya se habían puesto finos de romero, los espanábamos, es decir los dejábamos sin comer, y ellos se aletargaban. Para que despabilaran y salieran de sus conchas había que ponerlos en una olla de agua fría, a fuego lento, y ellos sacaban el cuerpo y estiraban las antenas hasta que el calor era excesivo y se empezaban a cocer. Tuvo que evolucionar un poco más la especie, y nosotros con ella, para que esa práctica nos pareciese un crimen, pero todavía los caracoles son el plato nacional de algunos sitios que por otra parte presumen de civilizados. ¿Cómo tiene que ser un animal para que lo empecemos a respetar? Ciertas aves y los mamíferos superiores lo tienen más fácil. No tanto algunos roedores, por no hablar de los ofidios o de los insectos. Pero los caracoles tienen algo de cuento infantil que nos conmueve. Rodeamos de ceniza las lechugas porque si no se las zampan, pero no nos los comemos, ni mucho menos los aplasto cuando salgo a pasear.

20.7.25

Maíz

 Cuaderno de verano, 30


Los maizales de la vega nos superan en altura, y cuando el sol aún no está arriba del todo llenan de sombra el camino y hacen más grato el paseo. Las hojas fibrosas van acostándose y al pasar es agradable rozarlas con la palma de la mano. Por encima, bajo el cielo raso, se ve una muchedumbre de espiguillas, que son como las flores del aligustre japonés que tenemos en el jardín, un fino tallo con ramitas a los lados, como un abeto color caña en miniatura, y a mitad de tallo, que tiene ya el grosor de una garrota, han salido unos husillos envueltos todavía en hojas tiernas, con un penacho de rubios estigmas despeinados, pringosos del polen que les cae de las espigas. Dentro, por lo que se ve de alguna mazorca que un paseante, o el propio dueño del campo, peló para ver cómo iba la cosecha, se ven granillos blancos como dientes de leche. Las plantas no han tardado un mes siquiera en ponerse así de altas y de hermosas. Estos días, además, al pasar se escuchan las compuertas de la acequia, abiertas de par en par para que el agua riegue a manta los maizales y los anegue hasta un palmo por lo menos, más arriba de las raicillas que crecen por cima de la tierra. 
Las mazorcas salen de los nudos de mitad de tallo para abajo, y más de una vez he visto a nuestro vecino granjero que segaba la parte superior, cuando ya las espigas macho estaban pochas y las mazorcas fecundadas, para dársela a los animales. «Antes», me decía, «veníamos con la corbella por la vega para darles de comer a las vacas». Ahora se contenta con echárselo a las cabras, que se conoce que también las alimenta. 
Pero esta imagen de salud y productividad ensombrece al mismo tiempo los recuerdos. Los maizales y las choperas, que exprimen el terreno, hicieron desaparecer años atrás muchos huertos en los que ahora estarían creciendo los tomates y las judías, y sin embargo quedan reducidos a piezas menores junto a las casetas. Aquí en casa hubo en tiempos un mediero que un año hizo de su capa un sayo y plantó entera de maíz la tabla donde están ahora los frutales. Contaba mi padre que se pasó el invierno arrancando cañas secas, no fuese que volvieran a salir. Las gallinas del mediero lo agradecerían.

19.7.25

Protección

Cuaderno de verano, 29



Deberíamos embolsar las uvas antes de que sean, como dice Virgilio, «triunfo de los pájaros», lo que sucederá en el mismísimo momento en que bajen la acidez. Por lo menos habría que proteger las moscateles, que son las más delicadas, porque las otras tintas tienen el hollejo más áspero y más duro y los intrusos tardan más en cebarse con ellas. El gaditano Lucio Junio Moderato Columela nos aconseja enrejar las vides, «ab iniuria pecoris caueis emuniri», «defender con jaulas de los daños del ganado», y en todo caso preparar una buena cerca, para lo que recomienda levantar «un seto de varas por el que suban los arbustos» plantados a uno y otro lado de la empalizada, algo que nosotros hicimos con una tela metálica y un denso seto de madreselva que ensancha la valla y la recrece. Otro agrónomo romano, Paladio, es mucho más preciso con los tipos de cercas, sobre todo una hecha con zarzas y cuerdas de la que quizás hablemos algún día. Pero aquí no tememos al ganado, ni siquiera al de dos pies, como dice el salmo: «Ut quid destruxisti maceriam eius, et vindemiant eam omnes qui praetergrediuntur viam?», «¿Por qué tuviste que derribar sus cercas, de modo que todos los que pasan por el camino la vendimian?» Más tememos a los pájaros y a las avispas, y todavía más que a ellos al odioso mildiu, que mancha y reseca las hojas de la parra y arguella y pudre los racimos por más que los rociemos con una solución de azufre. Difícil es decir qué fue peor, si el pedrisco que reventó las uvas cuando empezaban a granar o la humedad que propagó la enfermedad, que quién sabe si este año nos dejará bailar a la pata coja sobre un boto de vino untado en aceite, como antiguamente se hacía en la fiesta de la vendimia.
La uva recia, a pesar de los bichos y de las tormentas, parece que sigue adelante. Cubriremos los racimos con papeles amarillos para que no vengan los verderones a picotearlas, aunque las avispas, como por abajo hay que dejarlos descubiertos para que respiren, merodean y se meten y se sostienen en el aire como colibríes mientras van libando el zumo que gotea por los poros de la uva, quién sabe si ellas mismas las aguijonean para chuparles el azúcar cuyo aroma debe ya de estar flotando por el aire.

18.7.25

Judía

 Cuaderno de verano, 28


Las curiosas coincidencias son a veces tan redondas que parecen una rara conjunción astral. Las plantas de las judías estaban ya con hojas (las que no segó el pedrisco nada más brotar) y me dediqué a poner las varas antes de que empezaran a salirles los zarcillos. Utilicé las cañas de otros años, que se ponen grises de la intemperie pero no se pudren con el agua, si acaso en algunas puntas con la tierra, pero son muy resistentes y lo menos llevo cinco años con las mismas. Cuántas techumbres de cañizo no habrán aguantado más que los muros que las sustentaban. 
Hincamos, en fin, tres en cada caballón, que se juntan en el extremo superior con otras tres del caballón siguiente, y quedan armadas con otra transversal que se apoya en la juntura, todas bien atadas con cordel de pita. Entre cada dos cañas clavo dos pares de varas de arce que se acoplan en la caña transversal, de modo que para cada caballón quedan siete rodrigones —entre varas y cañas— que se unen con los del siguiente caballón. Así salieron cuatro filas, es decir treinta y dos cañas (veintiocho clavadas en el suelo y ocho transversales) y otras treinta y dos varas (cuatro para cada caña transversal). La coincidencia, no obstante, no consistió en que hubiera que emplear el mismo número de cañas que de varas, sino en que no quedó una sola vara disponible de todas las que había retirado de la poda de los arces por tener la rectitud y la largura que necesitábamos. 
Eso fue hace un par de días, y como si estuvieran esperando a que las pusiésemos, han empezado a brotar los zarcillos y a enroscarse en los tutores. En poco tiempo habrán llegado arriba, se harán más gruesos y llenarán de hojas la armadura, y pasear entre cada dos caballones recogiendo judías con la manchas cambiantes del sol de la mañana será otra vez una de las más bellas estampas del verano. Luego guardaré las cañas, pero las varas ya habrán cumplido su misión y servirán para encender la chimenea. Ahora voy podando las ramas de los arces que les salen demasiado finas o caídas, y me pregunto si el día que deje de podar quedarán vivas justo las que vaya a necesitar el año que viene. Deberíamos también contar las judías mientras las arrancamos, pero eso estropearía el placer de recogerlas.

17.7.25

Ajo

 Cuaderno de verano, 27



La primera vez que intenté trenzar una ristra de ajos me salió un churro: aparte de que no tenía el empaque y la uniformidad de las que aparecen en los museos etnográficos, cada vez que iba a arrancar después una cabeza, como bolas de un abalorio al que se le hubiera roto el hilo, se caían dos o tres al suelo. Había razones varias, pero una de ellas es que no solemos arrancar la flor del ajo desde la misma cabeza, no sea que la vayamos a estropear, y por eso al secarse queda una caña dura que se parte si se dobla. Los que enseñan cómo trenzarlos lo hacen con las hojas todavía verdes y sin nada del tallo de la flor. Nosotros los dejamos unos días sin regar hasta que se secan por completo y sólo quedan hojas grisáceas, mustias y retorcidas. Cuando salen las flores, a principios de verano, que parecen anturios blancos o flamencos de fino cuello, antes de que granen las cortamos a cuatro dedos de la cabeza enterrada, lo bastante para que no crezcan (y vaya en detrimento del grosor de los dientes), pero también para que luego, limpios los ajos de tierra y de la primera capa como de papel muy fino y quebradizo, podamos atarlos en manojos de cinco con una beta y colgarlos del varal que hemos instalado en la parte más fresca y oscura de la bodega, entre dos estanterías, junto a libros que ya no hace falta que tengamos muy a mano. Los primeros manojos quedan delante de las Obras Completas de Camilo José Cela, que tampoco es mal lugar, y de una colección de vetustos vídeos VHS que no hemos tirado por apego a la juventud. Allí yacen todos los capítulos de Doctor en Alaska, que ponían los viernes por la noche y nosotros veíamos al día siguiente, tirados en el sofá. Durante el invierno la bodega huele a papel viejo y a jabón de casa, pero con los ajos empiezan los aromas cosecheros, que de aquí a tres meses serán los propios de un lagar. De momento, y eso que sólo hemos limpiado unos pocos, nada más abrir la puerta nos viene el olor fresco y picante de los ajos recién cogidos. Mientras los ataba he visto el Primer viaje andaluz, que es un libro precioso, y me lo he subido al estudio, a modo de ambientador.

16.7.25

Tresbolillo

 Cuaderno de verano, 26


Mientras sacábamos los ajos, siempre con la aprensión de que la tierra estuviese demasiado húmeda, pero también con el recelo de que vuelva a llover estos días, al ir clavando la laya para levantar los caballones pensaba que quizás este año hayan salido tan gordos y tan majos porque tomé la precaución de plantarlos al tresbolillo, el quincunce que decían los antiguos, palabra que deriva de los cinco puntos tal y como se disponen en la cara de un dado, y que van formando rombos con dos ángulos ligeramente más obtusos. Nada más poner los ajos a secar, en una disposición que parecía la de las tibias de un osario, he ido corriendo a buscar mi edición de El jardín de Ciro, de Thomas Brown, un canto al tresbolillo, orden que el gran barroco inglés defiende como el más antiguo y el más sabio, no solo para plantar árboles desde antes de Noé, sino para disponer las formaciones de combate en el ejército romano, como ya sabíamos por Julio César y también, claro, por Virgilio, cuando recomienda plantar así las vides y pone el ejemplo de las legiones, cuyas diferentes filas quedaban compactadas con sólo retroceder o avanzar unos pocos pasos, y fue así como Escipión evitó en la batalla de Zama que los elefantes cartagineses penetraran entre sus cohortes. Pero pocas criaturas de la naturaleza son ajenas al losange, desde las bardanas y la flor de los saúcos que comentábamos a la piel de los lagartos, la tela de las arañas, las protuberancias de las piñas o la espina dorsal del pejesapo. A nadie escapa que, junto a la proporción áurea, el más grande descubrimiento geométrico de la antigüedad fue sin duda alguna el tresbolillo. Pero, como dice Brown, antes fue el jardín que el jardinero, y quién sabe si los ajos no han salido así de hermosos este año por esa natural disposición, a pesar de las tormentas a destiempo, que inundaban el huerto cuando tocaba dejarlos estar hasta que la tierra se secase, y de que hubiera que sacarlos prematuramente, sin esperar a la fiesta de Santiago, aun a riesgo de que no se hubieran terminado de hacer. Vecinos hortelanos se quejaban con amargura de que este año las cabezas les habían salido blandas y pequeñas, cuando no ajas de un solo diente.  Pocos podrían aprovechar para plantarlos cuando llegue el invierno, comentaban abatidos por el desconsuelo.

15.7.25

Lagerstroemia

Cuaderno de verano, 25



Han salido ya las flores de la lagerstroemia, el árbol de Júpiter, que lucirán sus racimos de pétalos ondulados todo lo que queda del verano. Aquí plantamos una en homenaje a Julio Caro. En la fachada de Itzea, la casa familiar de los Baroja en Vera de Bidasoa, vimos dos enormes lagerstroemias que llegan hasta el tejado, arbustos de dos troncos principales que por estas fechas ya están llenos de flores. Desde el mismo balcón las cogerán para preparar un ramo que llevar al cementerio, cuando ahora en agosto sea el aniversario de su fallecimiento.
Allí no cometieron el error que ha condenado a las lagerstroemias a la condición de arbolito en casi cualquier manual de jardinería. El rosa fuerte de sus flores, su resistencia y su maleabilidad han hecho de él una especie urbana, un árbol chupachups, de copas compactas, para que no molesten a los transeúntes que caminan por las aceras ni se metan por las ventanas de las callejuelas. Las plantan en hileras en las medianas, en minúsculos jardincillos, hasta en macetas donde crecen como árboles enanos. Se adaptan a casi cualquier terreno y no necesitan más que un poco de sol, suficiente para que se las trate como si fueran de plástico.
Sin embargo, como casi todas las especies que a su aire crecen como arbustos (los avellanos o los membrillos, sin ir más lejos, porque aquí tenemos unos cuantos), cuando se las deja que formen el porte que les es propio se convierten en ejemplares imponentes, frondosos, coloridos, con ese aire desparramado, esa rubusta languidez, digamos, que les da un aire romántico a medida que las hojas van cambiando de color, del ocre vinoso de cuando van creciendo al verde oscuro y brillante de cuando están en su apogeo. 
La nuestra la hemos dejado tres o cuatro años que arraigase bien y rompiese a crecer como quisiera, hasta que ha ensanchado tanto por abajo que invade el paseo junto al que la plantamos, de modo que a finales del invierno que viene, sin domesticarla como el árbol que no es, habrá que quitarle las ramas horizontales más cercanas al suelo y dejar dos o tres mástiles derechos que crezcan hasta la ventana, desde donde ya se empiezan a ver las flores. En poco tiempo las cogeremos nosotros también con solo alargar el brazo en el balcón, y haremos también un ramo que llevar al cementerio.

14.7.25

Fiesta

 Cuaderno de verano, 24


Por la noche resonaban muy a lo lejos los zambombazos de música industrial con los que atruenan las calles durante las fiestas, pero no soplaba el viento de levante, que sube por el valle, y el jaleo solo molestaba a los mastines porque tienen muy fino el oído, y se metieron ellos solos en el invernadero, como cuando escuchan disparos de los cazadores que esperan escondidos entre los trigales a los corzos o a los jabalíes. Esta vez, como los furtivos debían de estar todos en el baile, a los perros no les molestaba el tubo de escape sin silenciador de algún cebollo, aunque ya de amanecida se oyó el motor de un coche que iba dando un rodeo por si la policía se hubiera puesto en la carretera. También se inquietan, claro, cuando asoma tras los álamos el resplandor de los fuegos artificiales, o cuando suenan los cohetes que anuncian la salida de los toros. De amanecida, mientras damos un paseo por el río, no vemos jóvenes cansados que regresan de la juerga, sino a los pocos andarines de siempre, la mayoría viejos, y algún corredor al que se conoce que no le van las bacanales. Luego, durante toda la mañana, sólo se oyen los pájaros. El personal se ha ido a dormir, los vecinos tienen unas pocas horas de descanso hasta que vuelva la matraca insoportable, el río de aguas fecales por la calle principal, y eso que estos días llueve y ha bajado la temperatura y el sol no fermenta los charcos de vino malo. 
No debería hablar así, uno también ha sido mozo verbenero, y en días como estos era inconcebible retirarse al monte. Había que disparar con escopetas de tiempo comprimido, ponerse bajo el chorro de la fiesta con la boca abierta y los ojos cerrados. Sólo al día siguiente, exhausto y magullado, pensaba uno en las delicias de la vida campestre. Pero ha salido ya una dalia muy hermosa y esta tarde hay que poner las cañas para las judías, sacar los ajos y tenderlos al sol. Si los martillazos estridentes de los altavoces lo permiten, los perros no nos perderán ojo mientras suenan las charangas y las carcajadas, los silbidos que aturden al toro, los olés prolongados y populacheros y los gritos desgarrados de la cornada grave, pero esta vez no será para mantenernos vigilados sino para que nosotros los protejamos a ellos.

13.7.25

Lluvia

Cuaderno de verano, 23



Lo bueno del calor son estas tormentas de lluvia fina, al menos para quien pueda pasarse la tarde mirando cómo cae, y no doblar el espinazo para quitar las hierbas o aporcar las cebolletas. Antiguamente, en las tierras de secano, las lluvias a principios de julio eran temibles, a veces desastrosas, si aún no se había segado la mies. La labor quedaba interrumpida porque el grano mojado podía fermentar, de modo que había que esperar a que volviese a secarlo el sol. Siempre había huertos y animales que atender en los días de lluvia, pero estos chaparrones imprevistos eran como una tregua de los cielos, inquietantes porque (hoy no es el caso) podían ir acompañadas de pedrisco y estropear la cosecha, y con ella el sustento del año. Aquí sólo significa que baja un poco la temperatura y que no hace falta regar, y que mientras dure el chaparrón tampoco se puede acudir a las otras labores que teníamos previstas. Quizá fuera tiempo de guarecerse en el cobertizo y reparar algún apero, de proseguir con las faenas aplazadas con el desparrame del buen tiempo: la estantería que quedó a medio armar, la manivela que iba dura… Pero uno se deja llevar por la tentación de un agosto anticipado, cuando las tormentas son frecuentes y estas tardes barruntan el sosiego del otoño, el flexo encendido, su luz amarillenta sobre el libro abierto y las cuartillas con caligrafía diminuta. No iremos a segar, y miramos al cielo y nos encogemos de hombros, como aquel que no se siente culpable de hacer el vago por un día.
El huerto lo agradece. Las judías han tomado un verde más intenso, se las ve más tersas, como con más ganas de medrar. Si sigue lloviendo hasta la noche, mañana ya habrán crecido lo bastante para que saquemos las cañas viejas, pero todavía resistentes, y poco después de terminar las tomateras empecemos a rodrigar judías. Hoy, además, la tormenta viene sin violencia. No apedrea ni cae tan fuerte como el otro día, es lluvia fina y constante, rumor sin salpicaduras, los chorros no golpean en las piedras, tan sólo se oyen caer las gotas en las hojas de los árboles, sin moverlas siquiera, como si las acariciasen. Los truenos no desgarran el cielo, no vibran los cristales, es un rumor inofensivo. La lluvia no sólo nos ha dado fiesta sino que también nos ha traído paz.

12.7.25

Color

 Cuaderno de verano, 22


De par de mañana el campo está lleno de nombres. El cielo amanece cubierto, corre un vientecillo suave, las espigas cabecean, hay charcos por el camino. Las últimas lluvias han hecho aflorar una segunda primavera de botánica silvestre. En los márgenes del río, entre carrizos y mirabeles, bledos, cenizos y matas de centinodia, se abren campos baldíos llenos de puntos de colores, el amarillo del diente de león, las campanillas blancas, como las sombrillicas o encajes de la reina, parecidas a la flor de los hinojos y de los saúcos. Pero lo que me llama la atención es que hay una cierta discriminación de las tonalidades, y allí donde reina el amarillo levemente anaranjado sólo se ven las flores blancas de la correhuela, y donde abundan las grandes matas de achicoria, con sus estrellas azules, solo crecen las malvas, las flores violetas de los cardos borriqueros o la púrpura de las bardanas o de las cabezuelas, que parecen alcachofas diminutas con una borla de cilios cárdenos. Es como si no se criasen juntos los colores complementarios, porque quedan pocas amapolas que manchen de rojo el verde joven de las hierbas recién regadas y de los maizales. Y desde luego que las flores cultivadas, las que no salen en los ribazos ni en los baldíos, el amarillo canario y el rojo carmín de unos gladiolos que hay plantados en un huerto, al lado de las lechugas, desentonan por completo con los tonos que salpican la espesura, como si fuesen flores teñidas con tintes artificiales.
     Aquí en casa empiezan a brotar las dalias, que son también de color violeta, más parecido a las bardanas, pero están saliendo ya las lagestroemias, de un rosa fuerte que no encuentro cuando salgo de paseo por el río, en los sitios donde nadie ha puesto sua manu semillas de ninguna clase. La naturaleza silvestre no exagera los tonos ni los contrastes, no deslumbra ni apabulla. Antes de que el viento barra las nubes y el sol vuelva a cubrirlo todo con sus centellas, los colores son vivos pero no cantan, refrescan y armonizan, cubren de frescor y de alegría, se funden pero no restallan. Qué más quisiera un pintor que ir juntando colores sin mezclarlos, mantenerlos cada uno en su matiz, delicado y nítido, y al mismo tiempo componer con ellos un solo fresco en el que nada desentone y todo parezca haber estado desde siempre.

11.7.25

Yucca

 Cuaderno de verano, 21


Las yuccas están enfermas, no las nuestras (solo algunas, y con el mal en fase inicial todavía), sino todas, parece ser, víctimas de un hongo, de algún bicho que les saca manchas marrones en las hojas y les va pudriendo el tallo hasta que las deseca. Sería una lástima, porque estas de casa son de las antiguas, de cuando llegó aquí mi familia y la yucca era entonces una de las pocas plantas de aspecto exótico que podían crecer en los jardines sin que una helada las fulminase. En esta tierra no pueden criarse magnolios ni mandarinos, y mira que lo intentan. Los hay, cada vez más, que plantan un olivo algo crecido y a la vuelta del primer invierno ya pueden hacerlo tarugos y quemarlos en la estufa. Esto no está lejos de los paisajes bíblicos, pero no tan cerca como para que aquí prosperen los palmerales. La yucca, en cambio, era planta con aires de oasis y de playas del Caribe o de valles con guacamayos, llenos de lianas en las que se columpian y dan gritos los mandriles. Tiene su gracia que una planta tropical resista bien la falta de humedad, como un lujo de terrenos pobres, como una alhaja del desierto. A mí, ya desde pequeño, me daban algo de miedo, quizá porque alguna vez me pincharía con una de esas hojas como cuchillos. Veo por ahí, de hecho, que la Yucca aloifolia también recibe el nombre de bayoneta española y planta daga, y no me extraña. Mis padres pusieron una al borde de un terraplen y con el tiempo se ha extendido hasta cubrirlo casi todo, allí convive con los álamos proliferantes, apenas protegida por un seto de aligustre; protegidos nosotros, más bien, de que al acercarnos nos pinche o nos rasgue la piel. A los mastines, a Galán sobre todo, les gusta buscar la sombra entre las yuccas, y yo me sorprendo de que en todos estos años no se haya sacado nunca un ojo con esas púas gigantescas. 
No sé si estas yuccas estarán también en sus últimas boqueadas, como tanta especie últimamente, pero este año han vuelto a dar sus grandes racimos de flores, blancas y apretadas, como capullos de nardos, con leves rastros de color púrpura. Duran poco, se elevan en un tallo florido sobre las hojas crispadas en las que el sol se refleja como en una hoja de metal.
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