Cuaderno de verano, 36
Y no solo en el huerto hay que escardar las malas hierbas. El verano es un constante crecer de lo que sobra, una permanente ampliación innecesaria. En los frutales brotan hojas nuevas que no tendrán más flores de las que salgan frutos, las zarzas voraces engordan con la sed, a los membrillos y a los ciclamores les salen chupones que nos llegan hasta el cuello, y que cada poco tiempo hay que meterles la tijera. Pero esto, más que podar, es desbrozar, impedir que todo se enmarañe «de abrojos y lampazos», tratar de que las hojas no arguellen los frutos, de que la feracidad no sea infértil, de que la abundancia no provoque la escasez.
Pero además de los hierbajos oficiales hay otros más arteros y dañinos, de buena presencia y prestigio poético, sobre todo la yedra, cuyas virtudes líricas creo que ya hemos glosado, con sus hojas tersas, lozanas, como barnizadas de un verde profundo, que sin embargo van metiéndose por donde no deben, y tapizan el feo muro de cemento pero también se cuelan por los mechinales, y cubren la fachada del cobertizo pero se incrustan sigilosamente en las finas grietas del enlucido, hasta que el tallo ha engordado lo bastante como para abrir una brecha en los ladrillos. En una jardinera de obra hay una hermosa yedra que cuelga como el cabello de una dríade y serviría como fondo de un retrato, pero ya nos ha hecho en el murete que la contiene una raja de dos dedos de ancha que amenaza con tirarla abajo. Hay que estar al tanto de los rincones en los que se junta la fachada con la acera, en los que sobresale la huella de la escalera o el alféizar de la venana, o en el mismo alero del tejado, bajo el que se desliza con disimulo hasta que de pronto hay unas cuantas tejas levantadas o aparece por el techo alguna mancha de humedad.
De modo que, entre la inagotable —y agotadora— labor del verano, no es lo último contemplar la bella estampa del muro revestido de verdor sin inspeccionar bien las grietas y agujeros, y no tener piedad cuando se descuelga la podadera. A la yedra le da lo mismo: de cuajo habría que arrancarla para que no siguiera perforando hasta las lápidas de mármol, y aun así no necesitaría más que tiempo y olvido para volver a destrozarlo todo.
Pero además de los hierbajos oficiales hay otros más arteros y dañinos, de buena presencia y prestigio poético, sobre todo la yedra, cuyas virtudes líricas creo que ya hemos glosado, con sus hojas tersas, lozanas, como barnizadas de un verde profundo, que sin embargo van metiéndose por donde no deben, y tapizan el feo muro de cemento pero también se cuelan por los mechinales, y cubren la fachada del cobertizo pero se incrustan sigilosamente en las finas grietas del enlucido, hasta que el tallo ha engordado lo bastante como para abrir una brecha en los ladrillos. En una jardinera de obra hay una hermosa yedra que cuelga como el cabello de una dríade y serviría como fondo de un retrato, pero ya nos ha hecho en el murete que la contiene una raja de dos dedos de ancha que amenaza con tirarla abajo. Hay que estar al tanto de los rincones en los que se junta la fachada con la acera, en los que sobresale la huella de la escalera o el alféizar de la venana, o en el mismo alero del tejado, bajo el que se desliza con disimulo hasta que de pronto hay unas cuantas tejas levantadas o aparece por el techo alguna mancha de humedad.
De modo que, entre la inagotable —y agotadora— labor del verano, no es lo último contemplar la bella estampa del muro revestido de verdor sin inspeccionar bien las grietas y agujeros, y no tener piedad cuando se descuelga la podadera. A la yedra le da lo mismo: de cuajo habría que arrancarla para que no siguiera perforando hasta las lápidas de mármol, y aun así no necesitaría más que tiempo y olvido para volver a destrozarlo todo.
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