Cuaderno de verano, 41
La naturaleza sigue a su aire. Cada invierno tengo que arrancar los sarmientos de una parra medio silvestre que se encaraman hasta lo alto de un desmayo. Ya he contado cómo, mientras el vecino quemaba el ribazo, en un descuido el fuego cruzó la acequia y la socarró completamente. No quedó más que un palo negro retorcido, como el de una cerilla. Y sin embargo volvió a brotar, y con más fuerza todavía, y a pesar de que digan los manuales que la vid no necesita mucho riego porque si no solo echa hojarasca, esta está llena de racimos, y se aferra a la valla y saca la cabeza por entre los ailantos pestíferos que han ido creciendo alrededor, y se vuelve a agarrar al tronco del sauce y sube hasta la misma copa. Más cerca de la casa, en el terreno que mandan los cánones, con las podas y los riegos oportunos, asperjando azufre cuando toca y aclarando los racimos para que entre el sol, cuando el bicho dice que este año no habrá uvas más vale que las demos por perdidas, porque por mucho que nos empeñemos no sacaremos más que cuatro tristes botellas de vino.
Todo tendrá su explicación y a veces pienso incluso en cortar antes de tiempo esos sarmientos tan enormes que le salen, no vaya a ser que esa parra se rija justo por lo contrario que las otras, que su espíritu salvaje necesite la inclemencia del azar y los errores de quien trata de domesticarla. A esta le salen las uvas con un hollejo más duro, coriáceo, inasequible a las avispas y otros bichos que intentan succionar la pulpa. Hasta los pájaros, más comodones, se van a las vides más cuidadas, por mucho que las embolsemos. Aquí, en vez de comerse las uvas han hecho un nido, aprovechando la consistencia del sarmiento y una rama seca del sauce, que quizá no tenga tanta salud, o la parra se la esté quitando.
Esa parra me recuerda a los ancianos que se hicieron centenarios sin que los viera el médico, que pasaron por guerras y por hambrunas, que vieron nacer y morir a quienes acaso tuvieron más suerte en la vida. De ellos siempre se alababa su naturaleza, qué naturaleza tiene, se decía. Para hablar de los débiles, sin embargo, nunca se empleaba esa palabra, como si solo sirviera para referirse a los que sobreviven.
Todo tendrá su explicación y a veces pienso incluso en cortar antes de tiempo esos sarmientos tan enormes que le salen, no vaya a ser que esa parra se rija justo por lo contrario que las otras, que su espíritu salvaje necesite la inclemencia del azar y los errores de quien trata de domesticarla. A esta le salen las uvas con un hollejo más duro, coriáceo, inasequible a las avispas y otros bichos que intentan succionar la pulpa. Hasta los pájaros, más comodones, se van a las vides más cuidadas, por mucho que las embolsemos. Aquí, en vez de comerse las uvas han hecho un nido, aprovechando la consistencia del sarmiento y una rama seca del sauce, que quizá no tenga tanta salud, o la parra se la esté quitando.
Esa parra me recuerda a los ancianos que se hicieron centenarios sin que los viera el médico, que pasaron por guerras y por hambrunas, que vieron nacer y morir a quienes acaso tuvieron más suerte en la vida. De ellos siempre se alababa su naturaleza, qué naturaleza tiene, se decía. Para hablar de los débiles, sin embargo, nunca se empleaba esa palabra, como si solo sirviera para referirse a los que sobreviven.
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