Todo empieza a ser pasado antes de que se termine. El tiempo se desplaza como la tierra. Amanece más tarde, y el calor del cobertor sobre la cama invita a retrasar también el inicio del paseo. Por el camino se nota que el verano va de retirada. Aparte de algún que otro punto azul de las achicorias, ya muy pocos, y de que la alfalfa ha vuelto a crecer, se ve amarillear a los maizales junto al suelo y las puntas de los juncos están secas. Los ribazos tienen una veladura polvorienta que con el tono algo más ambarino del sol, aun a primera hora de la mañana, da la sensación de que hayan empezado fenecer. Lo más verde que se mete en el camino son las zarzas, de un dedo de gordas, con hojas prietas y carnosas y púas como espolones, y las únicas flores son las de las cañas, mensajeras del otoño, blandas y sedosas espiguillas de un color ocre agrisado y, según le dé la luz, algo violáceo, que empiezan a brotar ahora y durarán hasta casi fin de año. Son plumas que mece la brisa, por suave que sea, y apetece acercarse y dejar que me acaricien la palma de la mano. 
    Pero la primera señal inequívoca la he visto en un frondoso nogal que hay entre el río y el camino. Las hojas siguen verdes, con ese verde oscuro, como acartonado, de finales de verano, pero en medio de la copa le ha salido un corro amarillento, como una mancha de vejez, como un primer síntoma de decadencia. Incluso he pensado si no será que esa rama se ha secado, que no es que empiece a perder las hojas sino que por esa parte las va a perder para siempre, a fin de cuentas es pronto todavía para la defoliación, y cuando llega suele ser más homogénea. Tengo que ver estos días el estado de la mancha, si se agranda hacia el otoño, si permanece como una necrosis puntual. En estos finales de verano no resulta fácil distinguir la evolución natural de la muerte prematura.
	Por la tarde, antes de ocultarse, el sol asoma por la fachada norte de la casa, que durante todo el verano era el único sitio que se mantenía en sombra. Esos primeros rayos ambarinos por encima de la grama nos dicen que vamos cambiando de sitio, acomodándonos al tiempo nuevo.
31.8.25
Principio
30.8.25
Aroma
Cuaderno de verano, 71
Ya dije que habíamos recogido las manzanas antes de que los pájaros las picotearan, excepto las del viejo manzano del huerto, cuyas reinetas comentábamos que seguían sin tocar. Sin embargo hemos descubierto un par de ellas con huellas de dentelladas que probablemente sean de una rata, de modo que las hemos recogido todas, que no iban a engordar más, a que maduren en casa, junto a la ventana, todo el tiempo que les falta para que se les vaya la acidez.
Abro una, la pruebo, y mientras la carne va tomándose de ocre por la oxidación, cierro los ojos y me la llevo a la nariz. Todavía huele a planta tierna (ya empezamos), pero también a ropa limpia y algo húmeda, a lino, a yute, a telas humildes, a vestido de novia, a jabón de casa perfumado con flores silvestres. No es el olor maduro del lagar, no todavía. No tiene, por supuesto, nada de cítrico, pero tampoco de dulce. El olor está más cerca del granero que de la bodega, de un granero ya vacío, en tarde de lluvia, limpio y baldeado como un patio a la sombra en la mañana. Quizá por no estar madura se define por lo que no es, pero le queda un aroma penetrante de flor más que de fruta. Rebano otro gajo, que ya estaba el olor algo apagado por la intemperie, y regresa la intensa, pero no lujuriosa, fragancia de flores diminutas. Hay en ella algo no excesivo, de fruto sobrio, de tallo leñoso, con los hilos aún impregnados de savia. Es la fragancia de lo que no está hecho, el aroma ingenuo y prematuro, la piel recién lavada en las aguas frescas del río. Es un olor austero, discreto, como la manzana misma, símbolo de tantas historias solemnes, que permanece quieta y sencilla mientras las maderas de oriente cansan enseguida. La manzana necesita tiempo, su olor tiene la delicadeza del recuerdo.
29.8.25
Murmullo
Cuaderno de verano, 70
El caso es que llevábamos sin agua casi una semana, tirando de goteo manual, hasta que alguien decidió abrir de nuevo las compuertas del azud. Regamos entonces el huerto en abundancia, y los macizos de dalias, que están ahora en su apogeo, y como el calor no se va, aprovechamos para refrescar los árboles y humedecer el suelo del jardín, lo que nos ha proporcionado un placer con el que no contábamos: en vez de dejar a ras de suelo las mangueras, además de conectarlas a los aspersores, que refrescan con su bisbiseo de lluvia menuda —sobre todo si las gotas chocan en las hojas de un frutal—, las dejamos colgando de las ramas bajas de los árboles, de modo que un rumor de fuente amenice la tarde. Caen las gotas y los chorros sobre charcos que se extienden por la tierra reseca, o a veces encima de la piedra de un alcorque. Cuántas veces habré pensado en instalar una fuente permanente, en sumar al viento y a los pájaros el murmullo del agua. Así el placer se empapa de ilusión, la ocurrencia cobra formas distinguibles de proyecto, y uno deja la lectura para dibujar en un papel el recorrido de los tubos, el itinerario del surtidor y la curvatura de la pileta.
Siempre se me ocurren estas cosas a finales de verano, cuando está acabando el tiempo para disfrutarlas, o empieza el de prepararlas minuciosamente, una vez que se terminen las labores de recolección y el riego no sea una tarea tan absorbente, cuando venga el frío y con él un entorno propicio para imaginar. De momento me conformo con el chorrillo improvisado, con el arco delicado de los aspersores. Seguro que si me dicidiese a instalar una sofisticada fuente japonesa no conseguía un sonido tan estimulante.
28.8.25
Bodegón
Cuaderno de verano, 69
Es la fiesta de las hortalizas, el sentido literal de hacer el agosto, cuando afloja el nudo del calor, y aunque tarden las lluvias y el campo se espigue y se reseque, el huerto se derrama en frutos incesantes. Es la cornucopia de finales de verano, el anuncio fecundo de los alegres días de la recolección, cuando vemos ya salir de entre las hojas los membrillos, y los manzanos parecen árboles de Navidad. Cada vez que dejamos la cesta en la mesa, el cuarto se alegra con el color de la abundancia, bullen las ollas con los botes de tomate, rebosan los congeladores de judías apenas escaldadas y dados de calabacín, se toma el aceite del olor de los pimientos, que da luego sabor a las fritangas y a los estofados. Vamos saliendo del verano con guirnaldas de verduras en las proas, como pescadores que después de la tediosa, abrasadora travesía vuelven a puerto cargados de manjares. Así llenamos los canastos al atardecer, antes de que el rumor del agua los siga alimentando por la noche, para que mañana, por la gracia de la diosa Pomona, todo esté otra vez a rebosar.
27.8.25
Amiga
Cuaderno de verano, 68
Luego cada cual ocupó su sitio. Morena, que se asusta con los truenos, que no viene a buscar un pedazo de pan hasta que se le insiste, como hacíamos cuando éramos pequeños cuando un vecino nos ofrecía algo, y que prefiere beber en los charcos de lluvia que en los cubos de agua clorada, retraída y silenciosa, cadenciosa y dormilona, es sin embargo por las noches la primera que avisa con sus ladridos, la que nada más caer el sol ocupa el puesto de vigía, y la que, si Galán se propasa lo más mínimo, se revuelve con un genio sin contemplaciones que alguna vez hemos tenido que parar. No es escandalosa ni amenazante, pero siempre que te incorporas, mientras arrancas una hierba en el jardín, o te das la vuelta cuando estás barriendo las acículas de la bajada (ese otoño dentro del verano, tan resbaladizo), siempre la encuentras a distancia prudencial, atenta a tus movimientos, y a los que pueda haber alrededor.
En estos días de calor también es más sufrida que Galán. Puede estarse al sol hasta que empieza a ser insoportable, y pasar la noche entera al socaire de unos arbustos. Lleva peor que el otro las corrientes del ventilador y todo lo que no sea el discurrir tranquilo de los días. Esa misma sobriedad que le viene por parte de madre la hace más dulce, no cariñosa pero tampoco arisca, y más dura que Galán, que enseguida va buscando el fresco artificial y la humedad de la noche. Morena no es que se conforme con lo que le ofrece la naturaleza, más bien rechaza todo lo demás.
26.8.25
Lectura
Cuaderno de verano, 67
«Todos mis antepasados llegaron a esta casa y la abandonaron. Todos ellos contemplaron esta galería silenciosa y tranquila tal como la contemplo ahora. Todos ellos pensaron, como pienso, en el vacío que dejarían en esta finca cuando tuvieran que marcharse. Les costaría creer, igual que a mí, que la finca pudiera subsistir sin ellos. Así se fueron de este mundo en el que yo estoy ahora, se cerró la puerta uno tras otro, y ninguno es echado en falta tras su muerte.»
Esto no es una gran mansión pero, como también dicen los ingleses, mi casa es mi castillo, y en él vago por las noches, asomado a la barbacana como un fantasma que vigila el tiempo desde las almenas. No hay mejor manera de describir el apego que siento por esta casa, el miedo, más que a perderla, a dejar de vivir en ella, y el reconfortante deseo de que otros la disfruten como yo la he disfrutado. Como todavía la disfruto.
25.8.25
Agotamiento
Cuaderno de verano, 66
La sensación es parecida a la que tengo cuando el cansancio en el trabajo hace que necesite despejar el escritorio, poner cada libro en su sitio, aunque dentro de nada lo vuelva a sacar, ordenar los lapiceros, colocar las plumas paralelas, restablecer la simetría de los objetos, la rectitud del vade, la inclinación del flexo, como si así pudiera volver al principio, deshacerme de lo que me ha causado la fatiga. Es como si para sacudirse la melancolía uno quisiera convertir de pronto su jardín inglés en uno francés, y sustituir las pérgolas asalvajadas por setos rectilíneos escrupulosamente rasurados, y reducir los arbustos melenudos a figuritas de peluquería canina. Luego uno se da cuenta de que en Versalles hace más calor que en Edimburgo, y de que cuando llegue el otoño me alegraré de haber reprimido este impulso arrasador. Pero mientras tanto es esta constancia de lo inaguantable, esta inmovilidad obligatoria, siempre buscando las horas que sobran del día, cuando se mueve un poco el aire y uno abandona la guarida, pero tampoco por eso se le refresca el ánimo. No es de extrañar que estos calores inoperantes vayan muchas veces más allá del jardín o del escritorio y provoquen arrebatos de inquietud y alteraciones en las buenas costumbres.
24.8.25
Parsimonia
Cuaderno de verano, 65
Mientras regaba el huerto me preguntaba por qué habrá sido esto así, y caía en la cuenta de que los labradores, salvo que ocurra un percance o sobrevenga una urgencia inesperada, nunca van corriendo a los sitios. La faena se hace poco a poco, distribuyendo el tiempo y los esfuerzos, sin cansarse antes de hora y sin necesidad. El labrador es sobrio en la distribución y aprovechamiento del trabajo, y por ahí digo yo que podrían relacionarse los dos significados, en apariencia tan contradictorios. Porque uno aprende enseguida la necesidad de trabajar con parsimonia, de no hacer las cosas a todo meter para ver si se terminan cuanto antes, porque con eso lo único que se acaba son las ganas de volverlas a hacer.
Esa parsimonia se traslada luego a todos los órdenes de la existencia, desde disfrutar de los placeres con sosiego a no ponerse nervioso ante los infortunios. El hombre de campo come y trabaja y camina y habla incluso con parsimonia, un poco con el ritmo de los días, que siempre parecen ir más lentos de lo que luego resulta que han ido.
23.8.25
Siesta
Cuaderno de verano, 64
El cuarto tiene una ventana que da al porche y al parral, de manera que durante toda la mañana le entra una brisa templada que lo mantiene a buena temperatura, y cuando el sol empieza a dar la cara, bajo la persiana y el fresco se mantiene para echar una cabezada o simplemente descansar. Me gusta ver cómo la luz se cuela por entre las rendijas, los rayos amarillentos que se tiñen del verde de las paredes y de los lomos color crema de los libros, y por los que antes ascendían lentas, formando arabescos, las columnas de humo. De niño eran las horas que le sobraban al día, cuando había que hacer la digestión antes de echarse a la calle, de ir a la piscina o de ponerse a hacer cualquier cosa. Había que detener la vida, y por los intersticios de las lamas entraba luz suficiente para pasar leyendo la hora de la siesta, porque en la infancia solo se tiene sueño cuando se es un bebé. No leía entonces los tratados, lógicamente, sino libros que ahora han ido a parar a la bodega, aventuras llenas de ácaros, tigres de bengala, chalupas en la oscuridad, Miguel Strogoff llorando cuando le queman los ojos con la espada, y gracias a eso salva la vista. El otro día me dio un amago de melancolía y subí uno de aquellos tomos, pero lo tuve que dejar porque me picaban las manos. A la infancia hay que volver con guantes, no vaya a salirte una urticaria.
Ahora dejo la lectura para cuando me levanto, para cuando entonces me dejaban sacar la bicicleta, o ya me podía bañar. Pero no siempre me quedo dormido. Sin embargo esa luz que se filtra es como tiempo detenido, ese tono ambarino sirve para conservar vivo el recuerdo, aquella sensación, al principio, de fastidio, que luego se iba diluyendo entre las páginas hasta que venían a llamarme porque algún amigo me había venido a buscar.
22.8.25
Edad
Cuaderno de verano, 63
El mismo día que fui consciente de que había pasado los dos primeros tercios de este cuaderno, también me di cuenta de que había escrito tantas entradas como años tengo. Me acordé de un relato de Paul Auster, el que abre La invención de la soledad, sobre la muerte de su padre, creo recordar que a los 63 años. El narrador cuenta cómo quiso evadirse un poco del tumulto de parientes y amigos que habían ido al velatorio y se retiró al silencio de la cochera, donde estaba el auto que su padre acababa de comprarse poco antes de morir. Abrió la puerta, se sentó en el asiento del conductor y miró el salpicadero, y allí vio el número de kilómetros que le había dado tiempo a recorrer con él: 63.
Es frecuente usar las estaciones para referirse a las etapas de la vida. Se dice que un joven está en la primavera de la vida, y un señor maduro en el otoño, y un anciano decrépito en el invierno. Sin embargo, aunque a la edad adulta le corresponda el verano, nunca se usa para delimitar tiempo vivido. Nadie dice de alguien que acaba de morir: «Estaba en el verano de la vida». Eso no significa nada, en todo caso que no trabajaba. Llevo ya 63 entradas de este cuaderno, empieza ahora el otoño del verano, por así decir, y la canícula sería el verano del verano, una cierta plenitud indeseable. Del mismo modo que me alegro de haber entrado en el último tercio, de que digan que pronto empezarán a bajar las temperaturas, caigo en la cuenta de que una larga vida tiene tantos años como días una estación. Queda un tercio todavía, treinta y tantas entradas que deberán tener sentido, a no ser que un imprevisto acorte el cuaderno antes de tiempo, cuando, como suele decirse, aún no había dicho su última palabra.
En todo caso no le encontramos sitio al verano en las metáforas de la edad porque en el fondo es tiempo muerto, paréntesis y espera, obligación y tumulto, descanso agotador, incluso aquí en el campo, que es tiempo de abundancia, pero solo cuando el verano no es verano, cuando, al amanecer o al anochecer, en los rincones del día, deja que la vida sea normal. Luego, cuando empiecen a caer las hojas, el coche se volverá a poner en marcha, la vida volverá a rodar.
21.8.25
Pimiento
Cuaderno de verano, 62
Aquí hemos caído también en ese error. No todos los años hay tomates, a los calabacines los tenemos muchas veces que polinizar, las judías dependen de que no las queme el sol, los ajos se dan bien o mal…, pero los pimientos siempre salen, siempre son abundantes y siempre están buenos. Y no es raro, entre los dueños de los huertos, escuchar que Fulano tiene mano para los pimientos, que sería como decir que tiene un don para cultivar los bledos, otros que tal. Pero es verdad: en casa los tenemos junto a los tomates, siempre tan frondosos y acaparadores, que hay que ir atándolos a las varas para que no les den sombra ni se apoyen en ellos. Los pimientos no necesitan nada, apenas una varilla que en la mayor parte de los casos no les haría ninguna falta. Son los primeros en producir, ya sean los largos y elegantes italianos, de un verde claro y brillante, ya los gordos, tersos y carnosos de asar, de un verde más oscuro y apagado. Los unos no necesitan más que vuelta y vuelta de sartén a fuego lento, o mismamente crudos, en gazpacho o ensalada, y los otros sientan bien con cualquier relleno con que se los arrime a las brasas o se los meta en el horno. Entre las verduras, el pimiento es el hijo que nunca dio problemas, que aguantó las heladas y los tiempos de escasez, que siempre se mantuvo recto y laborioso, allá donde lo pusieran, mientras el padre hortelano se deshacía en esas otras variedades ingratas y delicadas cuya cosecha celebra con un ternero cebado, mientras los pimientos quedan como un acompañamiento vulgar. Criándose tan bien como se crían, no se comprende que todavía no haya una variedad autóctona, los pimientos de Valdeavellano, que nada tendrían que envidiar a los del Bierzo ni a los de Gernika, dónde vas a parar.
20.8.25
Cata
Cuaderno de verano, 61
Están impresionantemente buenas. No comeré nada más delicioso que esto en materia de judía verde, sea la variedad que sea (estas eran peronas, de las de Evita), por más que le añada otros productos destinados al realce del sabor. Cómo vas a mejorar tanta pureza.
19.8.25
Declinación
Cuaderno de verano, 60
Y aún habría que plantar acelgas, coles y espinacas, pero nuestra subsistencia es más estética y espiritual que otra cosa, y en acabándose el verano preferimos recogernos y atender a otras partes del jardín que con tanta producción hortícola tenemos algo desatendidas. Pondríamos algún repollo, algunos puerros más donde han estado las cebollas. El huerto, cuando no es constante por necesario, es la tentación de la continuidad. Total, se cava en un rato, se planta en un momento, solo hace falta regar…
18.8.25
Chaparrón
Cuaderno de verano, 59
17.8.25
Herrerillo
Cuaderno de verano, 58
Supongo que son unos u otros (o los pájaros carpinteros, que al atardecer oímos taladrar los troncos de los chopos) los responsables de que este año casi no cogiésemos albaricoques, o que tengamos que embolsar los melocotones si no queremos que los estropeen. Aquí tienen la despensa y el abrevadero, y la rama donde descansar. En otros huertos manda el sol, y salvo que el dueño haya plantado chopos o cerezos bordes, más allá de la ribera pocos parajes tan boscosos tienen cerca como este. Nosotros nos hacemos cargo. Solemos tirar redes por los árboles pequeños, para que los dejen en paz, pero son listos y se meten por debajo, y luego saben salir. Otras veces disparamos al aire, sin perdigones, la escopeta de aire comprimido, y al principio se espantan y se van a las nogueras de la acequia, pero pronto descubren que no hay bajas entre ellos, que es ruido y nada más. De poner un espantapájaros ya ni hablemos: se subirían a él, lo cubrirían de lamparones, se pondrían a dormir en el sombrero. Pero pasa con ellos lo mismo que con las hierbas del huerto: podríamos fumigarlas, llenarlas de veneno y tenerlo limpio como la patena, pero tampoco son tantas las veces que hay que agacharse a quitarlas. Tampoco es tanta la fruta que se comen los herrerillos, y cuando la han picado, si la cogemos a tiempo, sirven para hacerlas mermelada.
16.8.25
Baño
Cuaderno de verano, 57
Para San Roque bañamos a los mastines. No son perros de llevar los sábados a la peluquería, a que les hagan la permanente, ni tampoco creo que hubiese modo de meterlos, pero un par de veces en verano nos imaginamos que agradecen librarse del polvo y del pelo que aún no han acabado de cambiar y no se ha ido con las cepilladas que les damos cada tarde, y ellos cierran los ojos y levantan la cabeza, y se dejan hacer. Seguramente a su naturaleza les parezca un cuidado superfluo, es posible que incluso perjudicial, pero nos hacemos la ilusión de que así están más a gusto y mejor.
San Roque, amén de ser el santo que más se celebra por los pueblos de la zona (pero ya no le ponen su nombre a ningún niño), se hizo famoso porque un perro le salvó la vida, le llevó un trozo de pan cuando el peregrino se había retirado a morir al bosque, cubierto de llagas purulentas, después de curar a muchos enfermos y él mismo contagiarse, pero gracias a eso el dueño del perro lo descubrió, lo llevó a su casa y le ayudó a restablecerse. El primer jeroglífico que recuerdo me lo dibujó mi padre en un papel: dos líneas a escuadra, la horizontal encima de la vertical; por arriba salía una raya curvada como un signo de interrogación, y por un lado la misma pero tumbada. «¿Qué es esto?» El chiquillo se encoge de hombros. «San Roque y su perro meando en una esquina», dice papá.
Los mastines al principio están remisos al champú, cuesta sacarlos al sol y sigilosamente se ocultan entre los aligustres. Hacen falta mimos y sus buena dosis de paciencia: son inmunes a los gritos y a las órdenes tajantes, miran como si el que grita se hubiera vuelto loco, se dan media vuelta y se van. Pero en cuanto ya nos hemos hecho con ellos y sienten el agua templada y las caricias jabonosas, se quedan quietos, muy serios, aguantando el chaparrón, y luego, recién aclarados, se alejan tranquilamente hasta que llegan al cordel de la ropa tendida, y allí se sacuden como una centrifugadora ambulante hasta que lo ponen todo perdido; vuelven a mirarnos, igual de serios, y se retiran a sus aposentos. Eso sí, si barruntasen que estamos enfermos, no haría falta llamarlos para que viniesen con un trozo de pan.
15.8.25
Pañuelo
Cuaderno de verano, 56
Hace años le saqué una utilidad inesperada al atuendo de las fiestas de verano, que llevaba mucho tiempo arrumbado en el armario donde lo había metido cuando di por terminada la dichosa juventud. Estaba poniendo un suelo de madera (la gran obra que voy a legar a la humanidad) y entre el esfuerzo y el calor me caían de la frente unas gotas como medallones. Con la gorra no era suficiente, de modo que empecé a buscar algo más eficaz, y cuando vi el traje olvidado me dio por desplegar la faja de algodón descolorido, al estilo de las que se llevan en San Fermín, y me la lie a la cabeza como un turbante oriental. Y fue un acierto: cesó el derramamiento de sudor y encontré alivio al sofoco. Parecía uno de esos hindúes que rellenan en cuclillas moldes de celosías, tan campantes bajo un sol de justicia.
El otro día me volvió a ocurrir algo parecido. El sombrero de paja estaba tan empapado que empezaba a destrenzarse, el calor iba en aumento y cavar la tierra no era el mejor medio para combatirlo. Y me volví a acordar del atuendo tradicional, esta vez del pañuelo de hierbas, de algodón basto con cuadros azules sobre fondo blanco. La gente ahora lo lleva anudado al cuello, pero en los grabados antiguos y en algunos trajes regionales se ve a los campesinos con él atado a la cabeza como los pañuelos de pirata. Y fue, de nuevo, una sabia decisión. El pañuelo enjugaba el sudor sin calentarme la cabeza, y encima podía llevar el sombrero de paja. Reducimos las tradiciones a su condición de adorno, molesto muchas veces, y nos da vergüenza usarlas para lo que fueron inventadas.
Y no solo lo llevo en el huerto. Me lo pongo también debajo del sombrerete de pescador para salir a pasear, con mis alpargatas de cáñamo, mi camisa blanca arremangada y mis pantalones de sarga fresca, mientras a mi lado pasan, sobre todo en días como hoy, ciclistas disfrazados como para un ataque nuclear y corredores con prendas de última generación, culotes transpirables, camisetas inteligentes, gafas con GPS y zapatillas con propulsión a chorro, armando ruido, levantando polvo, perturbando el equilibrio. Me ven pasar tan pincho con mi vara de mimbre y se sonríen. Qué sabrán ellos, lo bien que me lo paso en mis viajes por el tiempo y por el diccionario.
14.8.25
Azucena
Cuaderno de verano, 55
Hasta el nombre científico, Amaryllis belladona, tiene su aroma selecto. Amarilis es la amada de Títiro, el pastor de las Bucólicas de Virgilio: «tu, Tityre, lentus in umbra», le dice Melibeo, «formosam resonare doces Amaryllida siluas», es decir, «tú, Títiro, a la sombra tendido a los bosques / a ser eco enseñas del nombre de Amarilis». Esta dulce Amarilis es toda una revolución en el ideal amoroso de la Antigüedad. A través de Lucrecio, la filosofía de Epicuro había enseñado que la pasión es sufrimiento y que el amor es todo lo contrario. Títiro ha dejado al fin a Galatea, apasionada infiel, que lo tenía esclavizado con su caprichos, sometido a sus antojos, y ahora suspira por Amarilis, la tierna muchacha, la flor del campo, fiel compañera que es el símbolo de la libertad y del amor leal en el que no hay lugar para los celos. Con Amarilis podrá ser él mismo y no apartarse de su lado. Con Amarilis el amor es el principio para gozar juntos del camino, no un fin para amargarse la vida.
13.8.25
Perseida
Cuaderno de verano, 54
Sobre las lágrimas de San Lorenzo leí hace años una novela penosamente mala, impublicable, con la que se me fueron las ganas de concelebraciones telúricas y otras mandangas jipiosas. Tampoco soy de los que arman un estaribel de trípodes y teleobjetivos para captar una raya en mitad de la noche de la que en la red hay millones de imágenes más nítidas. No. El placer era la sombra de los nogales recortada bajo el manto del cielo nocturno, el tenue claror de la luna en el que brillaba la piel de nuestras manos, el silencio del campo, que da mucho apuro violar alzando la voz. De modo que entre sorbo y sorbo de infusión deslizábamos los comentarios sin molestar a los cuclillos que como un reloj natural iban marcando los minutos, y a otro pájaro sin identificar cuyo canto parecía el paloteado de un urogallo, de los que aquí nunca se ha visto ninguno. Tan solo una vez, al correr las patas de hierro de la tumbona, rasgamos el silencio de la noche, y Galán, que ya dormía en la parte de la hierba donde más da la corriente, se despertó sobresaltado y ladró blandamente un par de veces, hasta que se dio cuenta de que estábamos arriba y subió a sentarse un rato con nosotros. Morena también ladró una vez, más bien por que supiéramos que nos oía, pero siguió tumbada, disfrutando el fresco de la tierra. No sé si hubo muchas o pocas Perseidas, pero se estaba muy a gusto y muy bien.
12.8.25
Camino
Cuaderno de verano, 53
Empieza en el puente del Cubo, junto al chalecito modernista de balcones con golpes de látigo que hace unos años pintaron a franjas de color pastel, y la primera vez que miro el cronómetro es junto a la vieja sarga medio seca de la que hablamos aquí en su día. La segunda es cuando el camino se junta con el río y durante unos cientos de metros se va disfrutando del frescor de los álamos y del rumor de las aguas. Luego, otra vez, se sale a campo abierto, hasta una noguera grande debajo de la que hay una casa y un mastín que de tanto verme pasar ya ni me ladra. El cuarto punto de referencia es el cruce de la acequia con la trocha que sube a la masía de Artigot, un repecho pedregoso en el que hay que alargar el paso y bajar el centro de gravedad. Ahí empieza el tramo del que más disfruto, entre cañaverales que se meten al camino y altos maizales que a primera hora todavía no dejan pasar el sol. Es, además, el más corto, y termina en el cruce de la senda que lleva a la masada El Cantor, un caserón pintado de añil que perteneció al tenor Marín. El último, con el pueblo a la derecha, levantado en lo alto de las lomas, como las masías, cerca de los campos de secano y preparado para protegerse de las crecidas, termina en la cuesta del Molino, que ya enlaza con la carretera.
11.8.25
Corza
Cuaderno de verano, 52
El corzo ha dejado la espesura y durante un instante se paró a mirarme, no me ha dado tiempo a sacarle una foto, y si lo hubiera intentado se habría espantado con solo verme meter la mano en el bolsillo. Sería una corza, porque no tenía pintas blancas para ser muy joven ni tampoco cuernos para ser un macho. Ni la corza era blanca ni yo el montero Garcés, que arreó un ballestazo a su amada confundiéndola con el animalico, y eso que anoche era luna llena y el ambiente era propicio para las metamorfosis. De hecho se oyeron algunos disparos, de otros monteros menos románticos que se apostan entre los cañaverales, a ver si pasan las corzas, blancas o del color que sean, en busca de brotes tiernos.
No más de un instante la he visto quieta, los potentes cuartos traseros, las manos delicadas, la cabeza fina, y ha salido como una flecha, sin casi dejar huella en el sembrado, hasta emboscarse otra vez en el maizal de enfrente. Cuando he pasado por allí, me he agachado a ver si entre la sombra oscura de las cañas se le reflejaban las pupilas, pero ya no la he visto más. Imagino que después habrá cruzado el río para subirse a lo alto de la muela y pacer tranquilamente entre sabinas, a salvo de los cazadores que con estos calores las dejan en paz.
10.8.25
Marca
Cuaderno de verano, 51
Los mastines seguirán teniendo sombra si aclaramos un poco el panorama. Seguirán siendo árboles monumentales, incluso darán más fruto, y el único problema es que habrá que trepar muy arriba para cogerles las cerezas, porque las nueces caerán por sí solas. De manera que, como todo empieza a estar un poco selvático, decidimos atar unos cordeles también en aquellas ramas vivas que llegaban hasta el suelo, que no dejaban respirar a otros frutales o nos impedían el paso. Y sin embargo, mientras ataba el primero, me asaltó otra duda. Vi plantar esos árboles cuando era niño, los he visto supurar goma cuando las ramas pesaban tanto que les abrían una brecha en las junturas. Alguno lo vi morir, y lo talé y salió otro que también va para majestuoso. Pero estos viejos que quedan, que les apuntalamos las ramas para que no arrastren las cerezas por el suelo, estos no han sufrido nunca la más ligera poda, son como serían si hubieran crecido en tierra fértil y nadie los hubiera cultivado, y esas ramas vivas que tanto nos estorban seguirán dando cerezas cuando nosotros ya nos estemos para recogerlas. Ni siquiera sé si merece la pena cortar las que ya están secas, que se quiebran con solo tocarlas, y el viento acabará con ellas.
9.8.25
Alfaz
Cuaderno de verano, 50
«Lo que nos da de comer es la ciencia», me decía, con un deje de resignación, el granjero de más abajo, que está en la edad de haber llegado tarde a los tractores, mientras cortaba unas pocas mielgas (que no es exactamente lo mismo que la alfalfa, según me ha dicho) para echárselas a las gallinas. Pero él antes plantaba alfalfa para darles de comer a las ovejas, que yo lo he visto cortarla con la dalla, ese apero siniestro que se maneja en un giro rítmico del cuerpo, con cadencias bien medidas, no sea que se escape la hoja y te des un tajo en el pie. Aquí tenemos una que alguna vez me he puesto a usar, aunque ya está un poco roma, y en efecto es un giro que parece un baile, al menos cuando se dan los primeros pasos, luego los riñones no dirán lo mismo, imagino.
Pero enseguida la dejé. Me da miedo no solo porque siempre la asociamos con la muerte, sino por una historia que contaba mi abuelo, que había nacido en la ribera del Alfambra, sobre un vecino que estaba segando alfalfa con la dalla. Le apareció entre las matas una culebra tremenda, mitológica, como una anaconda de grande. El labrador mantuvo la serenidad y cuando el monstruo reptó hasta sus pies colocó la dalla junto a él. La serpiente, creyendo que apresaba al campesino, se fue cortando en rebanadas gordas como mortadelas. El hombre no sufrió daño alguno, pero fue tal la impresión que allí mismo cayó muerto, sin que la culebra le hubiera hecho nada.
8.8.25
Manzana
Cuaderno de verano, 49
Nuestras manzanas, con alguna excepción, están pasando su particular calvario. Las bandadas de pardales y jilgueros que vienen por las mañanas a refrescarse con el chorrillo del aspersor se suben luego a los cerezos, a secarse y limpiarse las plumas, y después van a almorzar a los manzanos. Nada más que asoma la color, ellos picotean hasta el corazón y después la dejan abandonada para que otros bichos menos alegres continúen la faena. De este piscolabis pajarero quedan solo restos de manzana en sus primeros días de arrebol. Reinetas, verdedoncellas, esperiegas sobre todo, que se crían lozanas en la vega del Turia, aquí y aguas abajo, hasta el punto de ser la variedad más conocida de Ademuz.
Así que estos días vamos recogiendo manzanas todavía sin color, todavía sin picar, y antes de que los señores pájaros procedan a una cata las metemos en un cesto de mimbre en la bodega, cerca de la ventana, para que les dé el sol, a ver si maduran fuera del árbol y del bufé libre de los jilgueros, que parecen jubilados desayunándose en el balneario. Tan solo hay un manzano que dejan en paz, cualquiera sabe por qué, y además es el más viejo, medio siglo lo contempla, en un rincón del huerto, al lado de las judías, al abrigo de un arce y de la pared por donde baja la canal del tajadero, que está forrada de madreselva. Igual es eso, igual es que las cañas los asustan. Igual hay algún bicho que ni vemos ni nos molesta, pero a ellos les causa pavor.




