26.8.25

Lectura

 Cuaderno de verano, 67


Está siendo un verano un poco melancólico. Uno está como si hubiera estado, o como cuando estaba, como si empezara a verse desde un futuro demasiado perfecto. Todo tiene un cierto sabor a ya vivido, incluso lo busco a propósito, hacer como cuando hacía, pero no recuperar viejas costumbres, o celebrarlas un año más, sino regresar a un cierto pretérito más bien imperfecto. Me dio por leer, por ejemplo, una de las novelas que más admiro de Dickens, quizá la que hace muchos años me llevó a disfrutar de casi toda su obra, aunque dudo que encontrara ninguna otra que me gustase tanto, Bleak House, Casa Desolada, o La casa lúgubre, en traducción reciente, aunque yo sigo prefiriendo el mamotreto de la editorial Montesinos; la gran novela que, por motivos que no vienen a cuento, no solo remite a una época importante de mi vida sino a lo que sigo pensando que es el arte de novelar: la constante variación, de ambientes, de tonos, de historias, de personajes, de cuando el folletín era un género noble, y exigente. Y ahora estoy cuando empieza a prepararse el desenlace, el desaprensivo Tulkinghorne hace saber a lady Dedlock que está al corriente de su secreto, el verdadero origen de Esther, la narradora de buena parte de la novela, y me encuentro una maravillosa descripción de Chesney Wold, la mansión de verano de los Dedlock, y en ella el siguiente fragmento:
«Todos mis antepasados llegaron a esta casa y la abandonaron. Todos ellos contemplaron esta galería silenciosa y tranquila tal como la contemplo ahora. Todos ellos pensaron, como pienso, en el vacío que dejarían en esta finca cuando tuvieran que marcharse. Les costaría creer, igual que a mí, que la finca pudiera subsistir sin ellos. Así se fueron de este mundo en el que yo estoy ahora, se cerró la puerta uno tras otro, y ninguno es echado en falta tras su muerte.»
Esto no es una gran mansión pero, como también dicen los ingleses, mi casa es mi castillo, y en él vago por las noches, asomado a la barbacana como un fantasma que vigila el tiempo desde las almenas. No hay mejor manera de describir el apego que siento por esta casa, el miedo, más que a perderla, a dejar de vivir en ella, y el reconfortante deseo de que otros la disfruten como yo la he disfrutado. Como todavía la disfruto.

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