25.8.25

Agotamiento

 Cuaderno de verano, 66


Probablemente sea culpa de la asfixia del verano, de la sensación de agobio incandescente, que llegue un momento en el que tome la firme decisión de emprender podas severas, deshacerme de las ramas viejas, aligerar las copas de los árboles, como si fueran las hojas parte de la manta que llevamos encima, en vez de ser los que con su fronda nos abanican y nos protegen del sol. Luego llega el invierno y se me olvida, pero ahora me tengo que sujetar para no poner a punto la motosierra o llamar a una empresa de jardinería. Me hablaron de una especializada en recortar las cupresáceas, que por regla general forman un seto compacto de no más de tres metros de altura y aquí barren el cielo peligrosamente, como si con uno de estos sudorientos vendavales de tormenta seca fueran a descuajarse, a caer encima de un tejado, a reventar el cuello de la acequia, qué se yo. Con tanto calor los dedos se nos hacen huéspedes, máxime si cada vez que echamos un vistazo a las noticias vemos que el país es una inmensa superficie calcinada. Así nos acercamos al futuro.
La sensación es parecida a la que tengo cuando el cansancio en el trabajo hace que necesite despejar el escritorio, poner cada libro en su sitio, aunque dentro de nada lo vuelva a sacar, ordenar los lapiceros, colocar las plumas paralelas, restablecer la simetría de los objetos, la rectitud del vade, la inclinación del flexo, como si así pudiera volver al principio, deshacerme de lo que me ha causado la fatiga. Es como si para sacudirse la melancolía uno quisiera convertir de pronto su jardín inglés en uno francés, y sustituir las pérgolas asalvajadas por setos rectilíneos escrupulosamente rasurados, y reducir los arbustos melenudos a figuritas de peluquería canina. Luego uno se da cuenta de que en Versalles hace más calor que en Edimburgo, y de que cuando llegue el otoño me alegraré de haber reprimido este impulso arrasador. Pero mientras tanto es esta constancia de lo inaguantable, esta inmovilidad obligatoria, siempre buscando las horas que sobran del día, cuando se mueve un poco el aire y uno abandona la guarida, pero tampoco por eso se le refresca el ánimo. No es de extrañar que estos calores inoperantes vayan muchas veces más allá del jardín o del escritorio y provoquen arrebatos de inquietud y alteraciones en las buenas costumbres.

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