Cuaderno de verano, 69
La cestilla con la que bajábamos a recoger las primicias del huerto no da abasto y hay que echar mano un saco grande de arpillera para meter la producción del día. Los tomates, de maduración tan sosegada, han reventado en las tres variedades que plantamos este año: de los valencianos, menudos y regulares, tersos, casi esféricos, los primeros que salieron, todavía seguimos cogiendo, lo mismo que de los carnosos corazón de buey, de formas tan diversas como sugerentes, que están a pleno rendimiento; pero ya van madurando los rosas de Barbastro, grandes como calabazas, de piel casi transparente, como si latiesen. Pero también es tiempo de recoger cada mañana buen recado de judías, peronas y rochetas, tan abundantes que casi quiebran con el peso los zarcillos enredados en la caña; y de seguir con el pimiento inagotable, italianos o de asar, que se hacen grandes en cuanto te das la vuelta y los coges cuando casi están rozando el suelo; o con los calabacines, que en un día que no los veas bajo las enormes hojas ya un poco descoloridas que les sirven de sombrajo ya se han hecho demasiado gordos y hay que hacerlos en puré porque tienen mucha semilla y la carne no es tan suave.
Es la fiesta de las hortalizas, el sentido literal de hacer el agosto, cuando afloja el nudo del calor, y aunque tarden las lluvias y el campo se espigue y se reseque, el huerto se derrama en frutos incesantes. Es la cornucopia de finales de verano, el anuncio fecundo de los alegres días de la recolección, cuando vemos ya salir de entre las hojas los membrillos, y los manzanos parecen árboles de Navidad. Cada vez que dejamos la cesta en la mesa, el cuarto se alegra con el color de la abundancia, bullen las ollas con los botes de tomate, rebosan los congeladores de judías apenas escaldadas y dados de calabacín, se toma el aceite del olor de los pimientos, que da luego sabor a las carnes y a los pescados. Vamos saliendo del verano con guirnaldas de verduras en las proas, como pescadores que después de la tediosa, abrasadora travesía vuelven a puerto cargados de manjares. Así llenamos los canastos al atardecer, antes de que el rumor del agua los siga alimentando por la noche, para que mañana, por la gracia de la diosa Pomona, todo esté otra vez a rebosar.
Es la fiesta de las hortalizas, el sentido literal de hacer el agosto, cuando afloja el nudo del calor, y aunque tarden las lluvias y el campo se espigue y se reseque, el huerto se derrama en frutos incesantes. Es la cornucopia de finales de verano, el anuncio fecundo de los alegres días de la recolección, cuando vemos ya salir de entre las hojas los membrillos, y los manzanos parecen árboles de Navidad. Cada vez que dejamos la cesta en la mesa, el cuarto se alegra con el color de la abundancia, bullen las ollas con los botes de tomate, rebosan los congeladores de judías apenas escaldadas y dados de calabacín, se toma el aceite del olor de los pimientos, que da luego sabor a las carnes y a los pescados. Vamos saliendo del verano con guirnaldas de verduras en las proas, como pescadores que después de la tediosa, abrasadora travesía vuelven a puerto cargados de manjares. Así llenamos los canastos al atardecer, antes de que el rumor del agua los siga alimentando por la noche, para que mañana, por la gracia de la diosa Pomona, todo esté otra vez a rebosar.
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